Américo Martín 03 de agosto de 2020
Aunque
el título de esta columna lo sugiere, no me apartaré ni un milímetro de las
realidades actuales del poder y de la incontenible presión social a favor de un
cambio democrático urgente en Venezuela. El caso es que muchos autores aluden a
la crisis del socialismo del siglo XXI como factor básico de los lamentables
resultados del modelo implantado por Hugo Chávez y sus seguidores, por más de
dos largas décadas. Comparto ese criterio, pero es preciso explicar la
incidencia del factor ideológico en tan doloroso proceso.
Como
se recordará, Hugo Chávez trabajó activamente para alcanzar el liderazgo
principal en Venezuela, luego en el Continente y, a ratos, en el mundo entero.
Su
audacia despertó la ambición de muchos movimientos, países y personalidades que
no dejaron de ver lo obvio, la inmensa fortuna petrolera con las mayores
reservas del planeta y con un enorme desarrollo refinador, construido –por
cierto– por los gobiernos democráticos, de los que se convirtió en la Némesis
implacable.
Como
quiera que el curioso personaje encontró rentable convertirse en la antípoda
del poderoso imperio norteamericano, el interés por alentarlo se multiplicó en
varios continentes.
No
obstante, Chávez , ingenioso e imaginativo, creyó carecer de una cualidad
propia de los grandes líderes socialistas y comunistas, a saber, una teoría
original asociada a su persona que elevara su rango intelectual.
Fidel
y el marxismo fueron entonces su modelo personal, porque la democracia se unía
a dos condiciones que no podía aceptar: la alternancia y los “excesivos”
límites del ejercicio del poder establecidos por los derechos de la persona
humana.
Autorizados
por el marxismo, los líderes tradicionales gozaron del privilegio de la
perpetuidad, solo se iban del poder, muertos o derrocados por sus émulos. En
ese particular, el vigoroso dirigente barinés se sintió seguro de sus leales y
de su perspicacia para frustrar cualquier intentona mal encaminada.
Sin
embargo, el marxismo y Fidel ofrecían otra complicación, tenían todas las
respuestas preelaboradas. Había un leninismo, un stalinismo, un trotskismo, un
bujarinismo, un titoismo y, por supuesto, un fidelismo. Eran muchas las
resistencias que se fueron creando contra todos esos ensayos, era preciso
-entonces-, sin abandonar los grandes privilegios que el sistema otorgaba al
totalitarismo, poner su firma personal en el modelo que se implantaba en
Venezuela.
Fue
así que por sugerencia de sus aliados o por ocurrencia propia, fundó el
socialismo siglo XXI. Con el ímpetu que le caracterizaba, le calzó la fórmula
“hecho en socialismo” a cualquiera de sus ejecutorias.
Su
problema comenzó a crecer en la medida en que la democratización se fue
convirtiendo en la idea fuerza en –virtualmente– todo el universo, la
democracia era una idea destinada a permanecer si sabía renovarse, porque era
también un sistema organizado para atender los dos problemas fundamentales del
Estado: la socialización de la democracia mediante la participación y, con el
respeto a los derechos humanos, el control social para garantizar la
funcionalidad del conjunto.
Enfrentarse
a eso con un mejunje ideológico de ideas nada novedosas, con un vacío de
respuestas prácticas, por fallidas en todos los territorios, que la mención al
siglo XXI por sí sola no podría alzar su reputación.
Lanzó
entonces un llamado abierto a debatir sobre el socialismo del siglo XXI y, ni
siquiera, sus más cercanos compañeros –por no decir él mismo– aportaron cosas
de interés. ¿Por qué ese debate no prosperó? La mejor explicación, según creo,
la proporciona el profesor Alfredo Ramos Jiménez, director de la revista
Ciencia política, señala que el mundo está cada vez más interesado en los
avances de la democracia posible porque, en las condiciones de la
globalización, las fórmulas ideológicas chocan con un universo de situaciones y
hechos cada vez más desideologizados.
En
consecuencia, el socialismo siglo XXI ha terminado en la fosa común donde yacen
el socialismo, el marxismo, el maoísmo, el stalinismo, el trotskismo, el
titoismo, el bujarinismo. Es una utopía al igual que todas las mencionadas.
La
definición más apropiada de lo que es una utopía la proporciona el DRAE, en dos
acepciones: 1) lo que no existe y 2) programa optimista inaplicable en el
momento en que fue formulado.
Entonces,
¿qué es?
La
gris realidad de los controles, las estatizaciones, la propensión totalitaria y
la violación de los derechos humanos.
Haber
luchado durante veinte años por “lo que no existe” o por “lo que no es
aplicable” ofrece todas las explicaciones del naufragio de la utopía chavista.
Américo
Martín
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