Francisco Fernández-Carvajal 07 de noviembre de 2024
@hablarcondios
— La
ayuda a las almas del Purgatorio, una verdad vivida en la Iglesia desde los
primeros tiempos.
—
Acortar su espera para entrar en el Cielo con nuestra oración y buenas obras.
—
Las indulgencias.
I. En
este mes de noviembre la Iglesia, como buena Madre, multiplica los sufragios
por las almas del Purgatorio y nos invita a meditar sobre el sentido de la vida
a la luz de nuestro fin último: la vida eterna, a la que nos encaminamos
deprisa.
La liturgia nos recuerda que a las almas que se purifican en el Purgatorio llega el amor de sus hermanos de la tierra, que se puede merecer por ellas y acortar esa espera del Cielo. La muerte no destruye la comunidad fundada por el Señor, sino que la perfecciona. La unión en Cristo es más fuerte que la separación corporal, porque el Espíritu Santo es un poderoso vínculo de unión entre los cristianos. Hasta ellos fluye el amor y la fidelidad de los que peregrinan por la tierra llevándoles alegría y acortando ese poco espacio que todavía les separa de la bienaventuranza eterna; y esto, aunque no se intente expresamente. Si se quiere conscientemente, esa corriente de amor y alegría hacia ellos es mayor aún1.
En
la Liturgia de las Horas2 leemos
hoy la narración de una batalla que los israelitas ganaron con la ayuda divina.
Al día siguiente de la victoria, cuando Judas Macabeo mandó recoger los cuerpos
de los soldados caídos en la lucha, se descubrió que habían muerto aquellos que
entre sus ropas llevaban objetos consagrados a los ídolos de los pueblos
vecinos. Al ver esto, todos bendijeron al Señor, justo Juez, que
descubre las cosas ocultas. Judas Macabeo mandó entonces hacer una colecta,
y recogieron dos mil dracmas, que envió a Jerusalén para ofrecer
sacrificios por el pecado. Porque –concluye el autor sagrado– obra
santa y piadosa es orar por los difuntos para que sean absueltos de sus pecados.
Innumerables
epitafios y muchos textos atestiguan que la Iglesia, desde los primeros
tiempos, «conservó con gran piedad el recuerdo de los difuntos y ofreció
sufragios por ellos»3,
con el pleno convencimiento de que podía aliviar las penas de las almas del
Purgatorio. Pues «si los hombres de Matatías expiaron con oblaciones los
crímenes de aquellos que cayeron en el combate después de haber obrado
impíamente –comenta San Efrén–, ¡cuánto más los sacerdotes del Hijo expían, con
santas ofrendas y la oración de su boca, los pecados de los difuntos!»4.
Tanto
arraigó entre los primeros cristianos la costumbre de pedir por los difuntos
que muy pronto se estableció un lugar fijo dentro de la Misa para recomendarlos
a Dios, incluso por sus nombres: acuérdate, Señor, de tus hijos N. y
N., que nos han precedido en el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz.
A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, te rogamos les concedas el
lugar del consuelo, de la luz y de la paz. En otra Plegaria Eucarística
podemos leer: Acuérdate también de nuestros hermanos que durmieron con
la esperanza de la resurrección y de todos los que han muerto en tu
misericordia; admítelos a contemplar la luz de tu rostro5.
Estos términos empleados en la liturgia de la Misa provienen muy probablemente
de los epitafios de los sepulcros de las catacumbas: «con el signo de la fe»,
«con el sueño de los justos», «lugar de refrigerio», son fórmulas que se
encuentran en los cementerios romanos de los primeros siglos y en las Actas
de los Mártires6.
Esta
verdad –la de poder interceder por quienes nos precedieron–, admitida desde
siempre por el pueblo cristiano, fue declarada solemnemente como verdad de fe7.
Nosotros,
mientras hacemos este rato de meditación, podemos recordar a esas personas que
ya han muerto y que siguen estando unidas a nosotros por fuertes vínculos.
Examinemos hoy cómo es nuestra oración por ellos. No olvidemos que se trata de
una gran obra de misericordia muy grata al Señor.
II. ¡Oh
Dios!, Tú eres mi Dios, yo te busco desde el amanecer; mi alma tiene sed de Ti,
mi carne languidece junto a Ti, como tierra árida y seca, sin agua8. Mi
alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. ¿Cuándo iré y compareceré ante la faz de
Dios?9. A las almas del Purgatorio se les puede aplicar con especial
fuerza esta necesidad y deseo del autor sagrado.
Los
pecados llevan consigo un doble desorden. En primer lugar, está la ofensa a
Dios, que acarrea para el alma lo que los teólogos llaman reato de
culpa, la enemistad y alejamiento de Dios que, si se trata de un pecado
mortal, supone una desviación radical del alma respecto al fin para el que ha
sido creada, y se hace merecedora de la privación eterna de Dios. Esa culpa, en
el caso de los pecados cometidos después del Bautismo, se perdona en la
Confesión sacramental.
Además,
y en la medida en que el pecado significa una conversión hacia las criaturas,
provoca un desorden que alcanza al propio pecador, que trunca su propia
realización personal, y a los otros fieles, a los que está unido íntimamente
por la Comunión de los Santos, y a los que perjudica y ofende, pues,
ciertamente, «el pecado merma al hombre, impidiéndole lograr su propia
plenitud»10; pero además, «el alma que se abaja por el pecado abaja
consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero»11.
Estas consecuencias del pecado personal es lo que se llama reato, o
resto, de pena, que subsiste ordinariamente incluso después de la
absolución sacramental, y que ha de repararse en esta vida con el cumplimiento
de la penitencia impuesta en la Confesión, de otras buenas obras, o mediante
las indulgencias concedidas por la Iglesia. El alma que sale de este mundo sin
la suficiente reparación, o con pecados veniales y faltas de amor a Dios,
deberá purificarse en el Purgatorio12,
pues en el Cielo no puede entrar nada sucio13.
Allí satisfacen por sus culpas y manchas, sin merecimiento alguno –con la
muerte termina el tiempo de merecer–, sin aumento de su amor a Dios.
En el
Purgatorio, junto a un dolor inimaginable, existe también una gran alegría,
porque las almas allí detenidas se saben confirmadas en gracia y, por tanto,
destinadas a la felicidad eterna. Nosotros podemos merecer y ayudar a las almas
que se preparan para entrar en el Cielo, principalmente con la Santa Misa, lo
más grande que –unidos a Cristo– podemos ofrecer a Dios Padre en este mundo. La
Iglesia, al conmemorar cada año a todos los fieles difuntos, se acuerda,
especialmente a lo largo de este mes de noviembre, de esos hijos suyos que aún
no pueden participar plenamente de la bienaventuranza eterna, y alienta al
frecuente ofrecimiento del Santo Sacrificio por ellos, concede especiales
indulgencias aplicables a estas almas y mueve a todos a que colaboren en una
obra de misericordia que da sus frutos más allá del mundo terreno. El Señor ha
querido que cualquier obra buena realizada en estado de gracia pueda ayudar a
los difuntos y alcanzar un premio ante Él; y estos méritos pueden ser aplicados
por los difuntos del Purgatorio, a modo de sufragio, de ayuda. Así, la
recepción de los sacramentos, especialmente de la Comunión, el Santo Rosario,
el ofrecimiento de la enfermedad, del dolor, de las contrariedades de cada día.
Entre estas obras disponemos cada jornada de un gran instrumento de ayuda a
nuestros hermanos difuntos: el trabajo o el estudio, hechos a conciencia, con
perfección humana y sentido sobrenatural.
III.
Particular importancia en la ayuda que podemos prestar a las almas del
Purgatorio tienen las indulgencias, plenarias o parciales, que
pueden aplicarse como un sufragio; incluso algunas están previstas
exclusivamente en favor de los difuntos. La Iglesia concede indulgencia parcial
por muchas obras de piedad (por la oración mental, el rezo del Ángelus o
del Regina Coeli; el uso de un objeto piadoso –crucifijo,
cruz, rosario, escapulario, medalla– bendecido por un sacerdote, y si está
bendecido por el Romano Pontífice o por un prelado se gana indulgencia plenaria
en la fiesta de San Pedro y San Pablo realizando un acto de fe; lectura de la
Sagrada Escritura; rezo del Acordaos; Comunión espiritual, con
cualquier fórmula; todas las letanías; rezo del Adoro te devote; Salve;
oración por el Papa; retiro espiritual...), y algunas las enriquece aún más,
otorgándoles –con las condiciones habituales: Confesión, Comunión, oración por
el Romano Pontífice– el beneficio de la indulgencia plenaria, que
remite toda la pena temporal debida por los pecados. Es lo que sucede, por
ejemplo, con el rezo del Rosario en familia, la práctica del Viacrucis,
la media hora de oración ante el Santísimo Sacramento, la piadosa visita a un
cementerio en estos primeros ocho días del mes de noviembre...
Según
enseñan Santo Tomás de Aquino14 y
otros muchos teólogos, las almas del Purgatorio pueden acordarse de las
personas queridas que han dejado en la tierra y pedir por ellas, aunque ignoren
–a no ser que Dios se lo quiera manifestar– las necesidades concretas de
quienes aún viven en la tierra. Interceden por sus seres queridos que dejaron
aquí, como nosotros rezamos por ellos aun sin saber con certeza si están en el
Purgatorio o gozan ya de Dios en el Cielo. Ellas no pueden merecer, pero sí
interceder, poniendo delante del Señor los méritos adquiridos aquí en la
tierra; nos ayudan en muchas de las necesidades diarias, «y especialmente a los
que estuvieron unidos a ellos durante esta vida»15,
a quienes más les ayudaron a alcanzar la salvación, a quienes tenían
especialmente encomendados. No dejemos de acudir a ellas..., y seamos generosos
en los sufragios a los que la liturgia nos mueve en este mes de modo muy
particular.
1 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, Rialp, Madrid 1965, vol.
II, Los novísimos, p. 503. —
2 Cfr. Liturgia
de las Horas. Primera lectura. 1 Mac 9, 1-22. —
3 Conc
Vat II, Const. Lumen gentium, 50. —
4 San
Efrén, Testamentum, 78. —
5 Misal
Romano, Plegarias I y II. —
6 Cfr. F.
Suárez, El sacrificio del altar, Rialp, Madrid 1989, p.
208. —
7 II
Conc. de Lyon, Profesión de fe de Miguel Paleólogo. Dz 464 (858). —
8 Sal 52, 1. —
9 Sal 41, 3. —
10 Conc. Vat. II, Const. Gaudium
et spes, 13. —
11 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Reconciliatio
et paenitentia, 2-XII-1984, 16 —
12 S.
C. para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos sobre algunas
cuestiones referentes a la escatología, 17-V-1979, 7. —
13 Apoc 21,
27. —
14 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 89. —
15 M. Schmaus, o. c., p.
507.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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