Francisco Fernández-Carvajal 04 de julio de 2024
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— Las
mortificaciones nacen del amor y a su vez lo alimentan.
—
Mortificaciones para ayudar y hacer más grata la vida a los demás; las pequeñas
contrariedades de cada día; espíritu de sacrificio en el cumplimiento del
deber.
—
Otras mortificaciones. El espíritu de mortificación.
I. Nos relata San Mateo en el Evangelio de la Misa1 que, después de responder a la llamada de Jesús, preparó una comida en su propia casa, a la que asistieron el resto de los discípulos y muchos publicanos y pecadores, quizá sus amigos de siempre. Los fariseos, al ver esto, decían: ¿Por qué vuestro Maestro come con los publicanos y los pecadores? Jesús oyó estas palabras y Él mismo les contestó diciéndoles que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Y a continuación hace suyas unas palabras del profeta Oseas2: más quiero misericordia que sacrificio. No rechaza el Señor los sacrificios que se le ofrecen; insiste, sin embargo, en que estos han de ir acompañados del amor que nace de un corazón bueno, pues la caridad ha de informar toda la actividad del cristiano y, de modo particular, el culto a Dios3.
Aquellos
fariseos, fieles cumplidores de la Ley, no acompañaban sus sacrificios del olor
suave de la caridad para con el prójimo y del amor a Dios; en otro lugar dirá
el Señor, con palabras del Profeta Isaías: este pueblo me honra con los
labios, pero su corazón está lejos de Mí. En aquella comida en casa de
Mateo manifiestan con su pregunta que les falta comprensión hacia los demás
invitados y que no se esfuerzan por acercarlos a Dios y a la Ley, de la que
ellos se muestran tan fieles cumplidores; juzgan con una visión estrecha y
falta de amor. «Prefiero las virtudes a las austeridades, dice con otras
palabras Yahvé al pueblo escogido, que se engaña con ciertas formalidades
externas.
»—Por
eso, hemos de cultivar la penitencia y la mortificación, como muestras
verdaderas de amor a Dios y al prójimo»4.
Nuestro
amor a Dios se expresa en los actos de culto, pero también se manifiesta en
todas las acciones del día, en las pequeñas mortificaciones que impregnan lo
que hacemos, y que llevan hasta el Señor nuestro deseo de abnegación y de
agradarle en todo.
Si
faltara esta honda disposición, la materialidad de repetir unos mismos actos
carecería de valor, porque le faltaría su más íntimo sentido: los pequeños
sacrificios que procuramos ofrecer cada día al Señor, nacen del amor y
alimentan a su vez este mismo amor.
El
espíritu de mortificación, tal como lo quiere el Señor, no es algo negativo ni
inhumano5; no es una actitud de rechazo ante lo bueno y lo noble que
puede haber en el uso y goce de los bienes de la tierra; es manifestación de
señorío sobrenatural sobre el cuerpo y sobre las cosas creadas, sobre los
bienes, las relaciones humanas, el trabajo...; la mortificación, voluntaria o
aquella otra que viene sin haberla buscado, no es la simple privación, sino
manifestación de amor, pues «padecer necesidad es algo que puede ocurrirle a
cualquiera, pero saber padecerla es propio de las almas grandes»6,
de las almas que han amado mucho.
La
mortificación no es simple moderación, mantener a raya los sentidos y el
desequilibrio que producen el desorden y el exceso, sino abnegación verdadera,
dar cabida a la vida sobrenatural en nuestra alma, adelanto de aquella
gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros7.
II. Prefiero
la misericordia al sacrificio... Por eso, un campo principal de
nuestras mortificaciones ha de ser el que se refiere a las relaciones y al
trato con los demás, donde ejercitamos continuamente una actitud
misericordiosa, como la del Señor con las gentes que encontraba a su paso. El
aprecio por quienes cada día tratamos en la familia, en nuestro quehacer
profesional, en la calle, empuja y ordena nuestra mortificación. Nos lleva a
hacerles más grato su paso por la tierra, de modo particular a aquellos que más
sufren física o moralmente, a prestarles pequeños servicios, a privarnos de
alguna comodidad en beneficio de ellos.
Esta
mortificación nos impulsará a superar un estado de ánimo poco optimista que
necesariamente influye en los demás, a sonreír también cuando tenemos
dificultades, a evitar todo aquello –aun pequeño– que puede molestar a quienes
tenemos más cerca, a disculpar, a perdonar... Así morimos, además, al amor
propio, tan íntimamente arraigado en nuestro ser, aprendemos a ser humildes.
Esta disposición habitual que nos lleva a ser causa de alegría para los demás,
solo puede ser fruto de un hondo espíritu de mortificación, pues «despreciar la
comida y la bebida y la cama blanda, a muchos puede no costarles gran
trabajo... Pero soportar una injuria, sufrir un daño o una palabra molesta...
no es negocio de muchos, sino de pocos»8.
Junto
a estas mortificaciones que hacen referencia a la caridad, quiere el Señor que
sepamos encontrarle en aquello que Él permite y que de alguna manera contraría
nuestros gustos y planes o el propio interés. Son las mortificaciones
pasivas, que hallamos a veces en una grave enfermedad, en problemas
familiares que no parecen tener fácil arreglo, en un importante revés
profesional...; pero más frecuentemente, cada día, tropezamos con pequeñas
contrariedades e imprevistos que se atraviesan en el trabajo, en la vida
familiar, en los planes que teníamos para esa jornada... Son ocasiones para
decirle al Señor que le amamos, precisamente a través de aquello que en un
primer momento nos resistimos a admitir. La contrariedad –pequeña o grande–
aceptada con amor, ofreciendo al Señor aquel contratiempo, produce paz y gozo
en medio del dolor; cuando no se acepta, el alma queda desentonada y triste, o
con una íntima rebeldía que la aleja de los demás y de Dios.
Otro
campo de mortificaciones en las que mostramos el amor al Señor está en el
cumplimiento ejemplar de nuestro deber: trabajar con intensidad, no aplazar los
deberes ingratos, combatir la pereza mental, cuidar las cosas pequeñas, el
orden, la puntualidad, facilitar su labor a quien está en el mismo quehacer,
ofrecer el cansancio que todo trabajo hecho con intensidad lleva consigo...
Mientras
trabajamos, en el trato con los demás..., en toda ocasión, manifestamos, a
través de ese vencimiento pequeño, que amamos al Señor sobre todas las cosas y,
más aún, por encima de nosotros mismos. Con estas mortificaciones nos elevamos
hasta Él; sin ellas, quedamos a ras de tierra. Esos pequeños sacrificios
ofrecidos a lo largo del día disponen al alma para la oración y la llenan de
alegría.
III.
Sacrificio con amor nos pide el Señor. La mortificación no está en la zona
fronteriza en la que es inminente el peligro de caer en el pecado; se encuentra
en pleno campo de la generosidad, porque es saberse privar de lo que sería
posible no privarse sin ofender a Dios. El alma mortificada no es la que no
ofende, sino la que ama; vivir así, con una mortificación habitual, parece
necedad a los ojos de los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es,
para nosotros, es la fuerza de Dios9,
recordaba San Pablo a los primeros cristianos de Corinto.
El
amor al Señor nos mueve a controlar la imaginación y la memoria, alejando
pensamientos y recuerdos inútiles; a sujetar la sensibilidad, la tendencia a
«pasarlo bien» como primera razón de la vida. La mortificación nos lleva a
vencer la pereza al levantarnos, a no dejar la vista y los demás sentidos
desparramados, sin control alguno, a ser sobrios en la bebida, a comer con
templanza, a evitar caprichos...; también mortificaciones corporales, con el
oportuno consejo recibido en la dirección espiritual o en la Confesión.
En
ocasiones nos fijaremos en algunas mortificaciones con preferencia a otras,
dando siempre especial importancia a las que se refieren al mejor cumplimiento
de nuestros deberes para con Dios, a las que ayudan a vivir con esmero la
caridad y el cumplimiento del propio deber. Incluso puede ser útil el tomar
nota de algunas, revisarlas a lo largo del día y pedirle ayuda a nuestro Ángel
Custodio para que salgan adelante. Tener en cuenta la tendencia de todo hombre,
de toda mujer, al olvido y a la dejadez, nos ayudará a poner los medios
necesarios para no dejarlas incumplidas, a un lado. Esas pequeñas renuncias a
lo largo del día, previstas y buscadas muchas de ellas, acercan a Cristo y
constituyen un arma poderosa para ir adquiriendo, primero en un campo y después
en otro, el hábito de la mortificación; son una industria humana difícilmente
sustituible, dada la natural tendencia a resistir y a olvidarnos de la Cruz.
Para
el alma mortificada se hace realidad la promesa de Jesús: quien pierda
su vida por amor mío, la encontrará10;
así le encontramos a Él en medio del mundo, en nuestros quehaceres y a través
de ellos. «Dijo el amigo a su Amado que le diese la paga del tiempo que le
había servido. Tomó el Amado en cuenta los pensamientos, deseos, llantos,
peligros y trabajos que por su amor había padecido el amigo, y añadió el Amado
a la cuenta la eterna bienaventuranza, y se dio a Sí mismo en paga a su amigo»11.
1 Mt 9,
9-13. —
2 Os 6,
6. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc.;
cfr. B. Orchard y otros, Verbum Dei, Herder,
Barcelona 1960, vol. II, p. 683. —
4 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 992. —
5 Cfr. J.
Tissot, La vida interior, Herder, 16.ª ed., Barcelona 1964,
p. 397 ss. —
6 San
Agustín, Sobre el bien del matrimonio, 21, 25. —
7 Rom 8,
18. —
8 San
Juan Crisóstomo, Sobre el sacerdocio, 3, 13. —
9 1
Cor 1, 18. —
10 Mt 10,
39. —
11 R.
Llull, Libro del amigo y del Amado, 64.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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