Es muy conocido el poema de Tagore: “Yo dormía, y soñaba que la vida era alegría. Desperté y comprendí que la vida era servicio. Serví y encontré la alegría”. Y posiblemente todos hemos escuchado el dicho “El que no vive para servir, no sirve para vivir”, es decir malgasta la vida, pues todos caminamos hacia nuestra muerte llevando en nuestras manos las cosas que hemos dado.
La vida no se mide por los títulos obtenidos, ni por las riquezas acumuladas. No se mide por las ropas o zapatos que llevamos, el reloj en la muñeca, los anillos en los dedos o las cadenas en el cuello. No se mide por la mansión o el rancho que habitamos, por el carro que manejamos, o por las personas con las que nos relacionamos. No se mide por los cargos que ocupamos, ni por la cantidad de personas que nos sirven, o el número de seguidores en las redes.
La vida se mide por lo que hemos hecho y hacemos: si nuestras acciones alimentan la vida de los demás o la dañan. Se mide por la felicidad o la tristeza que proporcionamos. Se mide por los compromisos que cumplimos y las confianzas que traicionamos. . Se mide por el amor o el temor que provocamos.
Tolstoi decía que “el secreto de la felicidad no consiste en hacer siempre lo que uno quiere, sino en querer siempre lo que uno hace”, es decir, en vivirlo todo intensamente, con talante positivo. La gente más feliz no es la que tiene lo mejor de todo, sino la que hace lo mejor con lo que tiene. No olvidemos que felicidad viene de la palabra latina felix, que significa “fecundo”, “fértil”, “fructífero”, lo que indicaría que la felicidad tiene que ver con la generosidad, la entrega y el servicio. Recordemos también que las dos cosas más importantes en la vida, que son el amor y la felicidad, sólo se consiguen dándolas. Si quieres llenarte de amor, da mucho amor. Si quieres ser feliz, dedícate a hacer felices a los demás Cuanta más felicidad damos, más nos llenamos de ella. La felicidad es una puerta que se abre siempre hacia fuera. En breve, el secreto de la felicidad reside en darla y no en esperarla pues sólo el amor, es decir, la capacidad de vivir dando vida, sirviendo, nos llena de felicidad.
Murió un mandarín muy santo y cuando los ángeles lo llevaban al cielo, les dijo que toda su vida había querido conocer cómo era el infierno y les rogó, por favor, que lo llevaran para darle un vistazo.
Los ángeles accedieron de buena gana, lo llevaron al infierno y al llegar, vio sorprendido que no era como había imaginado con diablos con tridentes y enormes llamaradas de fuego donde se consumían los condenados. Era más bien un enorme comedor donde los condenados estaban sentados a la mesa en la que había grandes ollas de arroz. Pero en vez de palitos para comer el arroz, cada uno tenía una larga vara aferrada a su mano, con la que le era imposible alimentarse. Todo era desesperación, gritos, angustia, y llanto.
Después de esta visión dantesca, fueron al cielo y el mandarín vio sorprendido que era idéntico al infierno: Un enorme comedor con los bienaventurados sentados a la mesa. Cada uno también tenía en su mano una larga vara. Pero había una diferencia que lo cambiaba todo: cada uno, en vez de alimentarse él, le daba la comida al que tenía en frente.
Cielo o infierno: la diferencia está entre el servicio o el egoísmo. Las personas serviciales crean un ambiente de alegría y paz profunda en sí mismas y en los demás. Donde impera el egoísmo y la ambición, las relaciones se convierten en un infierno para todos.
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