Francisco Fernández-Carvajal 24 de julio de 2024
@hablarcondios
— El
pecado es el mayor engaño que puede sufrir el hombre y el único y verdadero
mal.
— Los
efectos del pecado.
— La
lucha contra las faltas veniales. Amor a la Confesión.
I. El pueblo judío, después de su experiencia en el desierto, conocía bien la importancia del agua. Encontrar agua en medio del desierto era hallar un tesoro, y se guardaban los pozos más que las joyas, pues de ellos dependía la vida. La Sagrada Escritura habla de Dios como de la fuente de las aguas vivas; el justo es como un árbol plantado junto al borde del agua viva1, que produce frutos incluso en tiempo de sequía2.
En el
coloquio con la mujer samaritana, Jesús manifestó que Él es la fuente capaz de
saciar a las almas con agua viva3.
En la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas,
en la que los judíos recordaban su paso por el desierto acampando en tiendas,
Jesús se presenta como el único que puede apagar la sed de las almas. En
el último día –escribe San Juan–, el día más solemne de la
fiesta, estaba allí Jesús y clamó: Si alguno tiene sed, venga a Mí, y beba
quien cree en Mí. Como dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva4.
Solo Cristo puede calmar la sed de eternidad que Dios mismo ha puesto en
nuestro corazón, solo Él puede hacer que nuestra vida sea fecunda. Muchos
Santos Padres han visto en el costado abierto de Cristo, del que brota sangre y
agua, el origen de los sacramentos5,
que dan la vida sobrenatural.
En
este contexto nos suenan con especial fuerza hoy en la oración las palabras del
Profeta Jeremías al hablarnos del abandono de su pueblo y, en un sentido más
amplio, del pecado de los hombres, de nuestros pecados: Espantaos,
cielos, horrorizaos y pasmaos... Porque dos maldades ha cometido mi pueblo: me
abandonaron a Mí, fuente de agua viva, y cavaron aljibes agrietados, que no
pueden contener el agua6.
Todo
pecado es separación de Dios. Se abandona por nada el agua viva que salta a la
vida eterna; intento frustrado de apagar la sed en otras cosas, y muerte. Es el
mayor engaño que puede sufrir el hombre, es el auténtico mal, puesto que
arrebata la gracia santificante, la vida de Dios en el alma, que es el don más
precioso que hemos recibido. El pecado es siempre «el derroche de nuestros
valores más preciosos. Esta es la auténtica realidad, aun cuando parece, a
veces, que precisamente el pecado nos permite obtener éxitos. El alejamiento
del Padre lleva consigo una gran destrucción en quien lo realiza, en quien
quebranta su voluntad, y disipa en sí mismo su herencia: la dignidad de la
propia persona humana, la herencia de la gracia»7.
El pecado convierte al alma en verdadero pedregal en el que es imposible que
crezca la gracia y se desarrollen las virtudes; tierra seca, endurecida, llena
de espinas, como nos mostraba el Evangelio de la Misa de ayer y volveremos a
considerar mañana. El pecado –el abandono de la fuente de las aguas
vivas para construir aljibes agrietados– significa la
ruina del hombre.
II.
Fuera de Dios, el hombre solo encontrará infelicidad y muerte; el pecado es un
vano intento de guardar agua en un aljibe roto. «Ayúdame a repetirlo al oído de
aquel, y del otro..., y de todos: el pecador, que tenga fe, aunque consiga
todas las bienaventuranzas de la tierra, necesariamente es infeliz y
desgraciado.
»Es
verdad que el motivo que nos ha de llevar a odiar el pecado, aun el venial, el
que debe mover a todos, es sobrenatural: que Dios lo aborrece con toda su
infinidad, con odio sumo, eterno y necesario, como mal opuesto al infinito
bien...; pero la primera consideración, que te he apuntado, nos puede conducir
a esta última»8: la soledad que deja en el alma el pecado nos debe también
mover a alejarnos de él. No sin razón se ha dicho que con mucha frecuencia «el
camino del Infierno es ya un infierno».
El
pecado endurece el alma para las cosas de Dios. En el Evangelio de la Misa9 dice
Jesús, citando al Profeta Isaías: Oiréis con los oídos sin entender;
miraréis con los ojos sin ver; porque está embotado el corazón de este pueblo,
son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos, ni oír con
los oídos, ni entender con el corazón... Basta echar una mirada a
nuestro alrededor para ver, con pena, cómo estas palabras del Señor son también
una realidad en muchos que han perdido el sentido del pecado y están como
embrutecidos para las realidades sobrenaturales.
El
pecado mortal aparta al hombre radicalmente de Dios, porque priva al alma de la
gracia santificante; se pierden todos los méritos adquiridos por las buenas
obras realizadas y deja al alma incapacitada para adquirir otros nuevos; queda
en cierto modo sujeta a la esclavitud del demonio; disminuye la inclinación
natural a la virtud, de tal manera que cada vez le es más difícil realizar
actos buenos; en ocasiones tiene efectos también sobre el cuerpo: falta de paz,
malhumor, desidia, voluntad floja para el trabajo...; se provoca un desorden en
las potencias y afectos; produce un mal a toda la Iglesia y a todos los hombres
y una separación de ellos, aunque externamente quede inadvertido: de la misma
manera que todo justo que se esfuerza por amar a Dios eleva al mundo y a cada
hombre, todo pecado «abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo
entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y
secreto, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo pecado
repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo el
conjunto eclesial y en toda la familia humana»10.
Todo
pecado está íntima y misteriosamente relacionado con la Pasión de Cristo.
Nuestros pecados estuvieron presentes y fueron la causa de tanto dolor; ahora,
en cuanto está de nuestra parte, crucifican de nuevo al Hijo de Dios11.
«¡Cómo nos ama, y cuántos sacrificios, cuántas penas pasó por salvarnos, desde
el pesebre hasta la cruz! ¿Qué nos dicen los misterios dolorosos del Rosario,
las estaciones del Vía crucis, la Cruz, los clavos y la lanza, las
heridas? Por nosotros, por cada uno de nosotros ha sufrido todo esto, solamente
para abrirnos el acceso al Padre (Ef 2, 18), para
obtenernos el perdón de los pecados y el derecho a la posesión de la vida
eterna. Nosotros, en recompensa, pecamos y despreciamos todos sus sacrificios.
Este fue su dolor más agudo durante la agonía en Getsemaní: previó con
clarividencia divina con qué íbamos a corresponderle»12.
Con la
ayuda y la misericordia divina, porque nadie está confirmado en gracia, el
cristiano que sigue de cerca a Cristo no cae habitualmente en faltas graves.
Pero el conocimiento de la propia debilidad ha de llevarnos a evitar con esmero
las ocasiones de pecar, aun las más lejanas; a practicar la mortificación de
los sentidos; a no fiarnos de la propia experiencia, de los años quizá de
entrega, de una formación esmerada... Y hemos de pedir al Señor aborrecer todo
pecado y toda falta deliberada, la finura de conciencia para detectar incluso
las faltas leves y desear purificar el alma en la frecuente Confesión, para no
perder el sentido del pecado, esa tremenda realidad que parece ajena a una
buena parte de la sociedad a la que pertenecemos, porque ha dado la espalda a
Dios.
Le
decimos a Jesús: «¡Ayúdanos a vencer nuestra indiferencia y nuestro torpor!
Danos el sentido del pecado. Crea en nosotros, Señor, un corazón puro, y
renueva en nuestra conciencia un espíritu firme»13.
III. Para
entablar una lucha decidida contra el pecado es preciso reconocer sin excusas
ni disculpas nuestros errores diarios, llamándolos por su nombre, sin buscar
justificaciones que impedirían el dolor y la contrición y la lucha por
evitarlos: omisiones en nuestros deberes profesionales, en la fraternidad, en
el trato con Dios; juicios negativos sobre los demás; ambiciones menos nobles o
desordenadas: de ser el centro de los demás, de mandar, de tener más de lo que
se necesita; movimientos de envidia, malhumor que se vierte en los demás; pocas
atenciones en la vida de familia; deseos consentidos de ser servidos en vez de
servir... Son verdaderos pecados veniales, porque la voluntad se resiste a
secundar el querer de Dios, prefiriendo el propio capricho o el juicio propio
en algo contrario a la voluntad de Dios, aunque no suponga una ruptura con Él.
No se compagina el empeño por estar cada día más cerca de Jesucristo con
admitir cosas que separan de Él. Cada falta venial deliberada es un paso atrás
en nuestro camino hacia Dios; es entorpecer la acción del Espíritu Santo en el
alma.
A
nosotros, que estamos sedientos de Dios, que queremos dejar a un lado y
aborrecer de verdad todo aquello que nos separa o retrasa, nos dice el mismo
Jesús: Si alguno tiene sed, venga a Mí y beba...
Esta
agua viva que promete el Señor no se puede guardar en vasijas rotas por el
pecado mortal o agrietadas por los pecados veniales. La Confesión restaura el
alma, la purifica y la llena de gracia. Vayamos a este sacramento con
contrición verdadera. Que podamos decir con el Salmista: ríos de
lágrimas derramaron mis ojos porque no observaron tu ley14.
Le
pedimos a Nuestra Madre Santa María, Refugio de los pecadores, que
nos conceda la gracia de aborrecer todo pecado venial y un gran amor al
sacramento de la Misericordia divina. Examinemos al terminar este rato de
oración con qué frecuencia acudimos a este sacramento, con qué amor nos
acercamos, qué empeño ponemos en los consejos recibidos.
1 Sal 1,
3. —
2 Jer 17,
5-8. —
3 Jn 4,
10-15. —
4 Jn 7,
37-38. —
5 Cfr. Misal
Romano, Prefacio de la Misa del Sagrado Corazón de Jesús.
—
6 Primera
lectura. Año II. Jer 2, 12-13. —
7 Juan
Pablo II, Homilía 16-III-1980. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 1024. —
9 Mt 13,
10-17 —
10 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Poenitentia,
2-XII-1984, 16. —
11 Cfr. Heb 6,
6. —
12 B.
Baur, En la intimidad con Dios, p. 68. —
13 Juan
Pablo II, Homilía en la inauguración del Año Santo,
25-II-1983. —
14 Sal 118,
136.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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