Francisco Fernández-Carvajal 27 de julio de 2024
@hablarcondios
— La
alianza del Sinaí y la Nueva Alianza de Cristo en la Cruz.
— La
renovación de la Alianza: la Santa Misa.
— Amar
el Sacrificio del altar.
I. Leemos en el libro del Éxodo1 que cuando Moisés bajó del Sinaí dio a conocer al pueblo los mandamientos que había recibido de Dios. Los israelitas se obligaron a cumplirlos y Moisés los puso por escrito. A la mañana siguiente edificaron un altar en la parte más baja de la montaña y alzaron doce piedras, en memoria de las doce tribus de Israel. Inmolaron unas víctimas con cuya sangre ratificaron la Alianza que Yahvé realizaba con su pueblo. Mediante este pacto, los israelitas se comprometían a cumplir los preceptos divinos recibidos por Moisés en el Sinaí, y Yahvé, con amor paternal, velaría por su pueblo, elegido entre todos los pueblos de la tierra. El rito se realizó a través de la sangre, símbolo de la fuente de la vida. Se roció sobre el altar, que representaba a Dios y después de leer Moisés solemnemente y en voz alta el «libro de la Alianza», roció al pueblo. La aspersión con la sangre expresaba esta unión especial de Yahvé y su pueblo2.
Tan
importante es este acontecimiento que ha de ser recordado y renovado en muchas
ocasiones3. El pueblo romperá incontables veces el pacto, pero Dios no se
cansa de perdonar y de amar; no solo perdona: anuncia por los Profetas, una y
otra vez, la nueva Alianza en la que mostrará su infinita misericordia4.
Por la Sangre de Cristo, derramada en la Cruz, se sellará el nuevo y definitivo
pacto anunciado, que une estrechamente a Dios su nuevo pueblo, la humanidad
entera, llamada a formar parte de la Iglesia. El sacrificio del Calvario fue un
sacrificio de valor infinito que estableció unas relaciones completamente
nuevas e irrevocables de los hombres con Dios.
«¿Deseas
descubrir (...) el valor de esta sangre?, pregunta San Juan Crisóstomo. Mira de
dónde brotó y cuál sea su fuente. Empezó a brotar de la misma Cruz y su fuente
fue el costado del Señor. Pues muerto ya Jesús, dice el Evangelio, uno de los
soldados se acercó con la lanza, y le traspasó el costado, y al punto salió
agua y sangre: agua, como símbolo del Bautismo; sangre, como figura de la
Eucaristía. El soldado le traspasó el costado, abrió una brecha en el muro del
templo santo, y yo encuentro allí el tesoro escondido y me alegro con la
riqueza hallada»5.
Esta riqueza la encontramos cada día en la Santa Misa, donde el cielo parece
unirse con la tierra, ante el asombro de los mismos ángeles, y allí nos unimos
con Cristo en una intimidad real y verdadera; el antiguo pueblo elegido jamás
pudo imaginar algo semejante. «Te suplico, dulcísimo Jesucristo –le decimos al
Señor con una antigua oración para la acción de gracias de la Misa–, que tu
Pasión sea la virtud que me fortalezca, proteja y defienda; tus llagas sean
para mí manjar y bebida con las cuales me alimente, embriague y deleite; la
aspersión de tu sangre me purifique de todos mis delitos; tu muerte sea para mí
vida permanente, tu Cruz sea mi eterna gloria...»6.
II. Vienen
días, palabra de Yahvé, en los que Yo haré una alianza nueva con la casa de
Israel y la casa de Judá; no como la alianza que hice con sus padres, cuando
los saqué de la tierra de Egipto...7.
En la Última Cena, el Señor anticipó lo que más tarde llevaría a cabo al morir.
En aquella acción mostró a sus discípulos lo que quería hacer e hizo en la
Cruz: la entrega de su Cuerpo y de su Sangre por todos. La Cena es la anticipación
del sacrificio de la Cruz8. Este
cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, hacedlo en
conmemoración mía9,
palabras del Señor que recoge San Pablo en la primera Carta a los
Corintios escrita unos veintisiete años después de aquella noche
memorable, y que se guardaban en el seno de la Iglesia como un tesoro.
La
palabra conmemoración recoge el sentido de la palabra hebrea
que se utilizaba para designar la esencia de la fiesta judía, como recuerdo o
memorial de la salida de Egipto y de la Alianza hecha por Dios en el Sinaí10.
Con estos ritos, los israelitas no solo recordaban un acontecimiento pasado,
sino que tenían conciencia de actualizarlo o revivirlo, para participar en él a
lo largo de todas las generaciones. Cuando Nuestro Señor manda a los
Apóstoles haced esto en conmemoración mía, no les dice simplemente
que recuerden aquel momento único de la Cena memorable, sino que renueven su
sacrificio del Calvario, que está ya anticipadamente presente en aquella Cena.
Ahora,
cada día, en todo el mundo, se renueva esta Alianza siempre que se celebra la
Santa Misa. En cada altar se re-presenta, es decir, se
vuelve a hacer presente, de modo misterioso pero real, el mismo sacrificio
de Cristo en el Calvario: se realiza en el presente, aquí y ahora,
la obra de nuestra Redención que Cristo realizó allí y entonces,
como si desapareciesen los veinte siglos que nos separan del Calvario. El
carácter de Nueva Alianza del Sacrificio Eucarístico se pone particularmente de
manifiesto en el momento de la Consagración11.
En esos instantes hemos de expresar, de modo más consciente, nuestra fe y
nuestro amor.
Un
autor antiguo daba estas recomendaciones al sacerdote que celebra, y que, con
la oportuna acomodación, nos pueden ayudar a todos a vivir con más intensidad
de fe y de amor ese momento tan grande. Una vez pronunciadas las palabras que
hacen presente a Cristo sobre el altar, «penetra con los ojos de la fe en lo
que se esconde bajo las especies sacramentales; arrodillándote entonces, mira
con los ojos de la fe al ejército de los ángeles que te rodea, y adora con
ellos a Cristo con una reverencia tan profunda que humilles tu corazón hasta el
abismo. En la elevación, contempla a Cristo elevado en la Cruz, y pídele que
traiga a Sí todas las cosas. Haz actos intensísimos de las diversas virtudes,
ora unos, ora otros, de fe, de esperanza, de amor, de adoración, de
humildad..., diciendo con la mente: “¡Jesús, Hijo de Dios, ten
compasión de mí! Señor mío y Dios mío. Te amo, Dios mío, y te adoro con
todo mi corazón y sentimientos”. Puedes también renovar la intención por la que
celebras y ofrecer lo ya consagrado según los cuatro fines. Pero de modo
especial, cuando elevas el cáliz, acuérdate con dolor y lágrimas de que la
sangre de Cristo fue derramada por ti y de que con frecuencia tú la has
despreciado; adórale en compensación por los desprecios pasados»12.
Nuestra
fe y nuestro amor han de quedar fortalecidos particularmente en esos momentos
de la Consagración.
III. ¡Qué
deseables son tus moradas, Señor de los ejércitos! Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor13.
¡Con qué amor y reverencia hemos de acercarnos a la Santa Misa! Allí está el
manantial sublime de las gracias siempre nuevas, al que deben venir todas las
generaciones que van sucediéndose en el tiempo para encontrar la fortaleza en
el largo camino hacia la eternidad14.
Allí encontramos la gracia, y al Autor mismo de toda gracia15.
Cuando
nos preparemos para celebrar o para participar del Santo Sacrificio del altar,
hemos de hacerlo de un modo tan intenso y tan activo que estrechamente nos
unamos con Jesucristo, Sumo Sacerdote, según lo que nos indica San Pablo: Habéis
de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo Jesús en el
suyo16, y ofrezcamos el Santo Sacrificio juntamente con Él y por Él,
y con Él nos ofrezcamos también nosotros mismos17.
Y para cuidar esa íntima unión con Jesucristo en la Santa Misa nos ayudará
mucho el esmero en la participación exterior en la Liturgia, que ha de
ser consciente, piadosa y activa, con recta disposición de ánimo,
poniendo el alma en consonancia con la voz y colaborando con la gracia divina18.
Prestaremos delicada atención a los diálogos y a las aclamaciones, haremos
actos de fe y de amor en los breves silencios previstos, pediremos a la
Santísima Virgen que nos enseñe a estar particularmente vigilantes, con la
vigilancia del amor, en el momento de la Consagración, al recibir en nuestra
alma a Jesús... No echaremos en olvido el valor de la puntualidad, delicada
atención para con el Señor y para con los demás, el modo de vestir, con
sencillez pero con la dignidad que tal acción requiere, pues «no ama a Cristo
quien no ama la Santa Misa, quien no se esfuerza en vivirla con serenidad y
sosiego, con devoción, con cariño. El amor hace a los enamorados finos,
delicados; les descubre, para que los cuiden, detalles a veces mínimos, pero
que son siempre expresión de un corazón apasionado. De este modo hemos de
asistir a la Santa Misa. Por eso he sospechado siempre que, los que quieren oír
una Misa corta y atropellada, demuestran con esa actitud poco elegante también,
que no han alcanzado a darse cuenta de lo que significa el Sacrificio del
altar»19.
La
acción de gracias después de la Misa completará esos momentos tan importantes
del día, que tendrán una influencia decisiva en el trabajo, en la vida
familiar, en la alegría con que tratamos a los demás, en la seguridad y
confianza con que vivimos la jornada. La Misa, así vivida, nunca será un acto
aislado, sino alimento de nuestras acciones; les dará unas características
peculiares, las que corresponden y definen a un hijo de Dios que vive como tal
en medio del mundo, corredimiendo con Cristo.
Procuremos
encontrar a Nuestra Señora en la Santa Misa, que es como una prolongación del
Calvario, donde Ella acompañó a su Hijo en el dolor, ofreciéndose al Padre.
Ofrezcamos a Jesús, y nosotros con Él, por medio de Santa María, que de un modo
muy particular se halla presente en el Santo Sacrificio: «¡Padre Santo! Por el
Corazón Inmaculado de María os ofrezco a Jesús, vuestro Hijo muy amado, y me
ofrezco yo mismo en Él, con Él y por Él a todas sus intenciones y en nombre de
todas las criaturas»20.
1 Primera
lectura. Año I. Ex 24, 3-8. —
2 Cfr. B.
Orchard y otros, Verbum Dei, vol I, in loc. —
3 Cfr. 2
Sam 7, 13-16, 28, 69; Jos 24, 19-28. —
4 Cfr. Jer 31,
31-34; Ez 16, 60; Is 42, 6. —
5 San
Juan Crisóstomo, Catequesis bautismales, III, 19. —
6 Preces
selectae, Adamas Verlag, Colonia 1987, p. 20. —
7 Jer 31,
31.—
8 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, vol. VI p. 244. —
9 1
Cor 11, 25. —
10 Cfr. Sagrada
Biblia, Epístolas de San Pablo a los Corintios, EUNSA,
Pamplona 1984, nota a 1 Cor 11, 24. —
11 Cfr. B.
Orchard y otros, loc. cit. —
12 Card.
J. Bona, El sacrificio de la Misa, pp. 145-146. —
13 Salmo
responsorial. Año II. Sal 83, 2-3. —
14 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange Las tres edades de la vida interior, vol.
I, p. 131. —
15 Cfr. Pablo
VI, Instr. Eucaristicum Mysterium, 25-III-1967, 4. —
16 Cfr. Flp.
2, 5 —
17 Cfr. Pío
XII, Enc. Mediator Dei, 20-XI-1947. —
18 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48 y 11. —
19 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 92. —
20 P.
M. Sulamitis, Ofrenda del Amor Misericordioso, Salamanca
1931.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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