Francisco Fernández-Carvajal 23 de julio de 2024
@hablarcondios
— Las
virtudes humanas componen el fundamento de las sobrenaturales.
— En
Jesucristo tienen su plenitud todas las virtudes.
—
Necesidad de las virtudes humanas en el apostolado.
I. El
Evangelio de la Misa1 nos
enseña cómo la semilla de la gracia cae en terrenos muy diferentes: entre
espinos, en el camino endurecido por el paso de las gentes, en medio de un
pedregal..., en tierra buena. Dios quiere que seamos esa tierra bien preparada
que acoge la semilla y a su tiempo da una crecida cosecha. Las virtudes
naturales constituyen en el hombre el terreno bien dispuesto para que, con la
ayuda de la gracia, arraiguen y crezcan las sobrenaturales. Muchos que, quizá
por ignorancia, viven alejados de Dios, pero han cultivado esas disposiciones
nobles y honradas, están bien dispuestos y preparados para recibir la gracia de
la fe, porque el comportamiento humano recto compone como el punto de apoyo del
edificio sobrenatural.
La vida de la gracia en el cristiano no está superpuesta a la realidad humana, sino que la penetra, la enriquece y la perfecciona. «De este modo se explica que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio heroico no solo de las virtudes teologales, sino también de las morales y humanas; y que las personas verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales se perfeccionan también desde el punto de vista humano, se afinan en su trato; son leales, afables, corteses, generosas, sinceras, precisamente porque tienen colocados en Dios todos los afectos de su alma»2.
El
orden sobrenatural no prescinde del orden natural, ni mucho menos lo destruye:
«por el contrario, lo levanta y lo perfecciona, y cada uno de los órdenes
presta al otro un auxilio, como un complemento proporcionado a su propia
naturaleza y dignidad, puesto que ambos proceden de Dios, que no puede menos de
estar de acuerdo consigo mismo»3.
Aunque
la gracia puede transformar por sí misma a las personas, lo normal es que
requiera las virtudes humanas, pues ¿cómo podría arraigar, por ejemplo, la
virtud cardinal de la fortaleza en un cristiano que no se venciera en pequeños
hábitos de comodidad o de pereza, que estuviera excesivamente preocupado del
calor o del frío, que se dejara llevar habitualmente por los estados de ánimo,
que estuviera pendiente de sí mismo y de su comodidad? ¿Cómo podría vivir el
optimismo ante las más diversas circunstancias, consecuencia de su vida de fe,
si fuera pesimista y malhumorado en su convivencia ordinaria? «No se puede
mutilar nada de la esencia ni de las cualidades buenas de la naturaleza humana.
Despersonalizarse en aquello que de bueno tiene el hombre –que es mucho– es lo
más ruinoso que puede hacer un cristiano. Desarrolla tu naturaleza, tu
actividad humana; desarróllala hasta el infinito. Todo lo que empequeñece, lo
que contrae y estrecha, lo que nos ata por el miedo, eso no es Cristianismo.
Hay que emplear otra palabra que no sea despersonalización para designar la
total purificación del pecado y malas inclinaciones que el hombre, con la ayuda
de Dios, ha de realizar»4.
El Señor nos quiere con una personalidad definida, cada uno la suya, resultado
del aprecio que tenemos por todo lo que Él nos ha dado y del empeño que hemos
puesto por cultivar estos dones personales.
La
tierra bien dispuesta –las virtudes naturales– permite que la semilla divina
arraigue, crezca y se desarrolle con facilidad, a impulsos de la gracia y de la
personal correspondencia. Y, al mismo tiempo, mejora el terreno en el que cayó
la buena simiente cuando crece en él la semilla. La vida cristiana perfecciona
las condiciones humanas, al darles una finalidad más alta; el hombre es más
humano cuanto más cristiano.
II. El
Señor quiere que practiquemos todas las virtudes naturales: el optimismo, la
generosidad, el orden, la reciedumbre, la alegría, la cordialidad, la
sinceridad, la veracidad... En primer lugar, porque debemos imitarle a Él,
perfecto Dios y Hombre perfecto. En Él, tienen su plenitud todas las virtudes
propias de la persona y, siendo Dios, se manifestó profundamente humano.
«Vestía al uso de la época, tomaba los manjares corrientes, se comportaba según
las costumbres del lugar, raza y época a que pertenecía. Imponía las manos,
ordenaba, se enfadaba, sonreía, lloraba, discutía, se cansaba, sentía sueño y
fatiga, hambre y sed, angustia y alegría. Y la unión, la fusión entre lo divino
y lo humano era tan total, tan perfecta, que todas sus acciones eran, a la vez,
divinas y humanas. Era Dios, y gustaba llamarse Hijo del Hombre»5.
Cristo mismo exigió a todos la perfección humana encerrada en la ley natural6,
formó a sus discípulos no solo en las virtudes sobrenaturales sino en el
comportamiento social, en la sinceridad, en la nobleza7,
les instó a que fueran hombres de juicio ponderado8...
Él mismo echó de menos la gratitud de unos leprosos a los que había curado9,
y las muestras de cortesía y de urbanidad10 propias
de gentes educadas. Tanta importancia dio Jesús a las virtudes humanas que
llegó a decir a sus discípulos: si no entendéis las cosas de la tierra,
¿cómo entenderéis las celestiales?11.
Si en
lo humano procuramos ser sencillos, leales, trabajadores, comprensivos,
equilibrados..., estaremos imitando a Cristo, que es también el Modelo en
nuestro comportamiento, y nos dispondremos a ser la buena tierra donde las
virtudes sobrenaturales echan con facilidad sus raíces. Para eso debemos
contemplar muchas veces al Maestro y ver en Él la plenitud de todo lo humano
noble y recto. En Jesús tenemos el ideal humano y divino al que nos debemos
parecer.
III. El
cristiano en medio del mundo es como una ciudad puesta en lo alto de un monte,
como la luz sobre el candelero. Y lo humano es lo primero que se ve; el ejemplo
de personas íntegras, leales, honradas, valientes..., es lo que arrastra. Por
eso, las virtudes propias de la persona –todas las condiciones naturales
buenas– se convierten en instrumento de la gracia para acercar a otros a Dios:
el prestigio profesional, la amistad, la sencillez, la cordialidad..., pueden
disponer a las almas para oír con atención el mensaje de Cristo. Las virtudes
humanas son necesarias en el apostolado, porque si nuestros amigos no ven
estas, difícilmente entenderán las sobrenaturales. Si un cristiano no fuera
veraz, ¿cómo podrían confiar en él sus amigos? ¿Cómo daríamos a conocer el
verdadero rostro de Cristo, si falláramos en lo elemental, en lo humano? Las
virtudes humanas han de ser como el monte en el que está puesta la ciudad, como
el candelero en el que se coloca la luz de Cristo. Muchos apreciarán la vida
sobrenatural cuando la vean hecha realidad en una conducta plenamente humana.
Hemos
de dar a conocer que Cristo vive, con la alegría habitual, a través de la
serenidad en circunstancias quizá difíciles y penosas, en el trabajo bien
acabado, en la sobriedad y la templanza, en una amistad siempre abierta a
todos. Una vocación cristiana vivida en su integridad debe informar todos los
aspectos de la existencia. Todos aquellos que de alguna manera nos tratan y nos
conocen han de percibir, la mayoría de las veces solo por el comportamiento, la
alegría de la gracia que late en el corazón. «Hemos de conducirnos de tal
manera, que los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no
odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de
los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz,
porque ama»12, porque es generoso con su tiempo, porque no se queja, porque
sabe prescindir de lo superfluo...
El
mundo que nos rodea está necesitado del testimonio de hombres y mujeres que,
llevando a Cristo en su corazón, sean ejemplares. Quizá nunca se ha hablado
tanto de los derechos del hombre y de logros humanos. Pocas veces la humanidad
ha sido tan consciente de sus propias fuerzas. Pero quizá nunca se han dejado
más claramente de lado los valores propios de la persona, que son aquellos que
posee en cuanto imagen de Dios.
De los
cristianos espera el mundo esta enseñanza fundamental: que todos hemos sido
llamados a ser hijos de Dios. Y para alcanzar esta meta, hemos de vivir en
primer lugar como hombres y mujeres cabales, desarrollando todos los valores
naturales que el Señor nos ha dado. Así, con sencillez, mostramos que, para
imitar a Cristo, es necesario ser muy humanos; y que, siendo plenamente
humanos, llevamos camino –porque la gracia nunca falta– de ser plenamente hijos
de Dios.
1 Mt 13,
1-9. —
2 A.
del Portillo, Escritos sobre el sacerdocio, Palabra, Madrid
1970, p. 30. —
3 Pío
XI, Enc. Divini illius Magistri, 31-XII-1929. —
4 J.
Urteaga, El valor divino de lo humano, Rialp, 29ª ed.,
Madrid 1984, p. 61. —
5 F.
Suárez, El sacerdote y su ministerio, p. 131. —
6 Mt 5,
21 ss. —
7 Mt 5,
37. —
8 Jn 9,
1-3. —
9 Lc 17,
17-18. —
10 Lc 7,
44-46. —
11 Jn 3,
12. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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