MOISÉS NAÍM 09 de mayo de 2016
No hay
duda de que Barack Obama termina su Presidencia habiendo decepcionado a muchos
de quienes, con sus votos, lo llevaron a la Casa Blanca en 2008.
La
lista de estas decepciones es larga y varía con cada grupo. Para algunos la
decepción es que Obama no haya clausurado la cárcel en Guantánamo, para otros
es su uso de los drones, o el no haber intervenido militarmente en Siria,
haberlo hecho en Libia o haber pactado con Irán. También el no haber mandado
más banqueros a la cárcel, o haber dejado que la desigualdad en Estados Unidos
siga tan alta y los salarios tan bajos. Y la lista, por supuesto, sigue.
El
presidente responde enfatizando sus logros, comparando la mejor situación
actual que deja con las graves crisis que heredó y señalando las restricciones
financieras, políticas e internacionales que limitaron su capacidad para hacer
más. No hay duda de que Obama vivió de manera muy directa las limitaciones que
tiene el poder en estos tiempos. Y ello lo ha llevado a tener su propia lista
de decepciones. No es sólo que el presidente ha decepcionado a muchos, sino que
muchos también lo han decepcionado a él.
Últimamente,
Barack Obama se ha dado a reflexionar muy públicamente sobre su experiencia
presidencial. A través de largas sesiones con periodistas y meditativos
discursos, el presidente ha dejado entrever algunas de sus desilusiones.
Quizás
el más obvio de sus desengaños es con algunos líderes de países aliados. David
Cameron y Benjamín Netanyahu son dos ejemplos. En una importante entrevista con
Geoffrey Goldberg en la revista The Atlantic, Obama fue muy cándido en culpar a
Cameron en particular, y a otros líderes europeos como Nicolás Sarkozy, por
dejar que Libia se convirtiera en el desastre que hoy es. Según Obama, la
estabilización y reconstrucción de Libia después de haber derrocado a Muamar el
Gadafi, era una tarea que le correspondía a Europa y que, una vez más, el
continente irresponsablemente ignoró, esperando que Washington viniera al
rescate. La incapacidad de Europa para jugar un rol internacional proporcional
a su peso en el mundo es una de las desilusiones más claras que se lleva Obama
de su paso por la Casa Blanca. Esto él ya lo sabía, pero lo confirmó viviendo
en persona el fracaso de Europa para actuar como el poder global que es en
negociaciones que son críticas para su propio futuro.
El
primer ministro israelí también ha sido una constante fuente de irritación para
su colega estadounidense. Obama está convencido de que él ha sido un aliado
leal, generoso y confiable de Israel y que, en cambio, Netanyahu ha sido un
socio desleal, desagradecido y desdeñoso. La determinación de Netanyahu de
sobrevivir en el poder como sea en la huracanada política interna de su país lo
ha llevado a asumir conductas inaceptables para quien dice ser un aliado. Su
famoso discurso ante el Congreso de EE UU, en la víspera de las reñidas
elecciones israelíes (orquestado a espaldas de la Casa Blanca, en coordinación
con los líderes del Partido Republicano), y que Netanyahu utilizó para
denunciar la política de Obama es solo uno de los múltiples ejemplos que
seguramente han reducido la simpatía que el presidente tiene por Bibi.
Los
líderes de los principales países árabes y en especial de Arabia Saudí también
están en la lista de los desencantos del presidente americano. Obama ha sido
muy explícito con respecto a la urgencia con la cual el mundo árabe debería
encarar las disfunciones y fallas que impiden que cientos de millones de sus
jóvenes puedan aprovechar las oportunidades del mundo de hoy sin por ello
abandonar su fe y sus tradiciones. O la necesidad de superar el milenario
enfrentamiento entre suníes y chiíes que causa inenarrable violencia y
sufrimiento. Obama sabe que sus exhortaciones en este sentido han caído en
oídos sordos. Y que de esta sordera se nutre una de las principales fuentes de
inestabilidad del mundo contemporáneo.
Pero
quizás la mayor frustración del presidente de Estados Unidos es con las élites
de su país. Élites cada vez más fragmentadas y cuya necesidad de defender sus
privilegios las hacen incapaces de actuar con una visión de país y de largo
plazo. En esto no son únicas y reflejan una tendencia mundial observable cada
vez en más países.
En el
caso Estados Unidos, Obama ha sido explícito al señalar que son los círculos
políticos que hoy no saben qué hacer para detener a Donald Trump los mismos que
durante años legitimaron la miope narrativa que hoy encarna el virtual
candidato presidencial del Partido Republicano. Son los grupos que prometieron
que hacer fracasar la presidencia de Obama era su prioridad, que sembraron
dudas sobre la verdadera nacionalidad del presidente o la posibilidad de que
fuese un musulmán radical infiltrado en la Casa Blanca, que su reforma
sanitaria llevaría a la creación de “paneles de la muerte” que decidirían qué ancianos
tendrían derecho a cuáles tratamientos médicos o que, como repetía Marco Rubio,
el verdadero propósito de Obama es debilitar a EE UU.
Ante
todo esto, cualquiera se sentiría desilusionado.
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