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domingo, 15 de enero de 2017

Pedir ayuda, blindar el descanso, decir no,… las mejores armas contra el desgaste, por OPUS DEI


OPUS DEI 14 de enero de 2017

Es necesario que nos cuidemos, porque el esfuerzo del día a día nos desgasta, y necesitamos rehacernos. Existen, a grandes rasgos, dos tipos de cansancio: el físico y el psicológico[1]. Están entrelazados, porque la persona humana es una unidad de cuerpo, mente y espíritu.

Por eso, un tipo de cansancio suele influir en el otro, y agudizarlo, generando pequeñas –o no tan pequeñas– espirales de fatigaquien está físicamente agotado percibe que la cabeza y el corazón no le responden, se le embotan; y quien padece cansancio psicológico, fácilmente somatiza esa fatiga: la sufre en forma de dolencias o desgaste corporal que acentúan su cansancio interior.

Esta segunda espiral es especialmente sutil, y conviene prestarle atención, porque podría pasar desapercibida a quien la padece, y a quienes le rodean. Sin aprensiones, es necesario verla venir; la mejor cura es la prevención, y hay dificultades en la vida que no se deben a la falta de entrega o de interés sino, fundamentalmente, al cansancio.

Aquí algunas herramientas:

Aprender a no agotarse

Hay circunstancias de la vida que pueden desgastar especialmente, sobre todo porque habitualmente se deben hacer compatibles con el curso normal de las demás cosas: la enfermedad de un familiar, el nacimiento de un nuevo hijo, un período especialmente exigente en el estudio o en el trabajo, una acumulación de problemas de distinto orden…

Esas situaciones, sobre todo si se alargan, requieren defender tiempos o modos de descanso, aunque sean pequeños, para evitar que el desgaste deje un rastro duradero o se convierta en cansancio crónico.

El apoyo de quienes rodean a una persona en esta situación es decisivo, pero también lo es su prontitud para pedir ayuda, porque a veces los demás pueden no ser conscientes de la medida en que algo le está agotando.

La primera y mejor manera de descansar, pues, es aprender a no cansarse excesivamente, a no agotarse; y para eso es necesario dejar momentáneamente en manos de otros la primera línea del frente, aunque pueda costarnos. Esto no significa escatimar esfuerzos ni volverse rígidos: significa simplemente reconocer los propios límites, y también, a veces, desprenderse un poco de los resultados de nuestro trabajo.

La sabiduría popular aconseja no dejar para mañana lo que podamos hacer hoy, porque es un hecho que a veces retrasamos decisiones, gestiones, iniciativas, por simple pereza de acometerlas.

Sin embargo, tan importante es leer esta frase del derecho como del revés; junto a la diligencia para hacer las cosas, es bueno decirse también: “deja para mañana lo que no puedas hacer hoy”; no cargues el hoy de más de lo que puedes hacer, y no dejes para mañana el descanso que necesitas hoy.

Por eso, a la hora de asumir tareas, es importante distinguir la disponibilidad –actitud de servicio, de apertura a lo que nos puedan pedir– de una responsabilidad excesiva, por la que intentamos responder a más de lo que realmente podemos abarcar.

En esto, como en todo, conviene dar con un equilibrio; no se trata de hacerse impermeables a los imprevistos, frecuentes en la vida de todos los días, pero tampoco de dejar –en la medida en que podamos evitarlo– que la vida entera sea un gran imprevisto.

Leer los signos de cansancio

Es necesario aprender a leer, en nosotros y en los demás, los signos del cansancio. No todo el mundo se cansa por los mismos motivos, ni con los mismos tiempos. Pero los síntomas tienen parecidos: bajan las defensas de la personalidad, y las limitaciones del carácter se hacen más salientes.

Una persona cansada tiende a ver las cosas con más pesimismo del que le es propio: quien habitualmente es de talante optimista, por ejemplo, reaccionará con una apatía extraña en él. A quien tiene una tendencia a preocuparse se le multiplicarán los motivos de inquietud, paralizándole, y habrá que ayudarle a ver que en ese momento no ve las cosas con objetividad. Quien quizá es habitualmente manso reaccionará con una brusquedad que quizá en otro sería simplemente un rasgo habitual del carácter.

Si una persona tiene a su lado, en esos momentos de cansancio en los que la vista se nubla un poco, una mano amiga que le aconseja con atención, sin paternalismo, procurando ayudarle a conocerse, irá aprendiendo a leer ella misma los signos de su cansancio, y a descansar o a pedir un cambio de ritmo antes de agotarse.

Una muestra de amistad fina es ayudar a los demás, enseñarles con simpatía –sin condescendencia, poniéndose a su lado–, a decir que no a ciertas peticiones, sin cargarse por ello de remordimientos; a descartar proyectos que se les puedan ocurrir, si no es realista acometerlos; a aplicar la proporcionalidad y dejar quizá algunas cosas menos acabadas de lo que querrían; a ver que, más allá de lo que tienen entre manos en ese momento, o de los nuevos frentes que se les ocurren, está su deber de descansar.

En las últimas décadas se han hecho cada vez más frecuentes los casos de burnout (estar quemado) o estrés profesional, que suelen afectar a profesionales de áreas de servicio: médicos, enfermeras, profesores, sacerdotes…

Se trata de personas que viven con pasión su profesión –porque no hay nada tan apasionante como dedicarse a servir a otras personas– pero que se ven arrolladas por las constantes demandas que reciben desde fuera y desde dentro: como le sucede a un cable eléctrico que recibe tantas señales de sus múltiples conexiones, que acaba por quemarse.

Los tres signos del burnout son el sentimiento de vacío, el agotamiento y la sobrecarga. Para prevenir estas situaciones, y ayudar a tiempo, conviene prestar atención a las características de las personas: es proclive al burnout quien tiene rasgos de hiperresponsabilidad, perfeccionismo, inseguridad, autoexigencia; quien tiene unas expectativas irreales.

Medir las propias fuerzas

Existen personas muy atentas y capaces a las que cuesta mucho decir que no a determinadas peticiones: a veces prefieren ocuparse de una tarea, aunque vean que no tienen tiempo o energías para acometerla, a disgustar o quedar mal con una negativa.

Otras veces la asumen porque saben, no por presunción sino porque les consta, que pueden resolver el asunto mejor que otras personas.

También hay quien, porque es sensible a los problemas de los demás, tiende a cargar con demasiados de ellos; o quien, porque tiene una mirada atenta y profunda a los detalles, no logra concluir las tareas, de modo que se le amontonan, formando una montaña que le agobia.

Unos y otros quizá miden mal sus fuerzas, y les sucede como a un carro sobrecargado: de poco sirve la potencia de los caballos si los ejes del carro se deforman por el peso; si en un primer momento logran girar, acabarán por deformarse o romperse.

Entre quienes se toman en serio su trabajo suele darse, en mayor o menor medida, alguno de estos rasgos; y se puede producir a veces un efecto perverso que acentúa el cansancio: cuando uno raramente da su negativa, y procura trabajar bien, los demás tienden a pedirle más favores; algunos, porque se aprovechan de su buena fe; otros, porque no son conscientes –a veces no pueden serlo– de la carga que arrastra.

Cuando el cansancio empieza a hacerse notar, esta persona estalla quizá, o responde con enfado, irritada con el mundo, para el asombro de los demás: como cada cual sabía únicamente del favor que le había pedido, y solo ella llevaba el peso del conjunto, su reacción les resulta incomprensible.

En el trabajo es necesario distinguir la generosidad de la prodigalidad, por la que uno da más de lo que debe, y se incapacita para seguir dando: el presente no tiene que hacernos perder de vista el futuro, también el más cercano.

El ambiente de trabajo

Conviene prestar atención también al ambiente laboral o la institución: cómo se distribuyen las tareas, cómo se descansa, cuáles son los incentivos o recompensas, cómo es la formación permanente del personal.

El descuido en estos aspectos ambientales, o la tendencia a dar excesivas responsabilidades a personas jóvenes, sin dedicar tiempo a la formación adecuada, o sin hacerles notar lo positivo que hacen, es un factor de riesgo.

No solo el exceso de trabajo puede provocar un burnout: lo desencadena también su escasez, o el hecho de que no se encuentre sentido al trabajo, porque uno se siente inútil, o percibe que no se valora su trabajo.

El sentido, además, es algo que debe crecer dentro de cada persona: no basta con recordarlo sin más desde fuera, como no bastan muchas veces unos golpecitos de ánimo en la espalda.

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