Por Claudio Nazoa
Este sitio es extraño. Al
entrar, en lugar de huir, quedé atrapado por las sonrisas de dos voluptuosas
barberas cuyos cuerpos incitaban a la lujuria y a la perdición. Highlander es
el nombre de este lugar.
Yo era bello. Muy bello. Tenía
dinero, mujeres y cabello a granel, hasta aquel aciago día en el que descubrí
esta barbería en Vista Alegre.
Un atlético y apuesto joven
con pinta de mayordomo italiano me ofreció coñac de una botella añeja.
Giuseppe, así se llama este joven quien recibe a los incautos en la barbería
Highlander.
Las dos damas, Zulma y
Milagros, tijeras en mano, traían bizcos a los hombres ante tanto erotismo. Al
afeitarlos, impúdicamente acercaban sus dos enormes cocos a los rostros de sus
clientes. Luego, al ir hacia el lavamanos, dejaban expuestos los pompis más
perfectos que hombre alguno haya podido ver. Aquello parecía un ballet de
lujuria, carne, tijeras, navajas, cocos y pelos al aire.
Me senté en una mullida silla
tapizada en sensual terciopelo rojo. Entusiasmadísimo esperé mi turno.
Giuseppe, el adonis italiano,
amablemente me sirvió otro coñac. La espera se hizo larga. Deseaba ser la
siguiente víctima de estos monumentos.
De pronto, en perfecto
italiano, un señor bajito entró cantando La Donna è Mobile. Sus ojos,
inyectados en sangre, estaban enmarcados sobre espeluznantes ojeras. Su mano
derecha era peluda y blandía con pericia una afilada navaja. Con la izquierda,
sostenía un frasco con un líquido rojo. Su mirada se clavó en mí, y con la
intimidante voz de Marlon Brandon como Don Vito Corleone en El Padrino,
ordenó:
—¡Que pase el otro!
Giuseppe me arrojó a la silla
del barbero. Parecía la silla eléctrica.
—Domingo Bianco, así me llamo.
—Señor Domingo –susurré
aterrado– a mí me gustaría…
—¡Silencio! –sentenció
colocando su navaja en mi garganta–. Aquí, a quien tiene que gustarle algo es a
mí.
Y con demencia me echó tijera
y navaja mientras me mojaba con un adictivo líquido rojo. En el suelo, vi
pedacitos de lóbulos de orejas y una que otra verruga sangrante.
Domingo puso un espejo detrás
de mi cabeza y casi me desmayo ante el desmán que hizo.
Giuseppe y las barberas, reían
como poseídos. Corrí a la calle.
Por culpa del barbero loco de
Vista Alegre, soy un hombre feo, calvo, limpio y sin mujeres. Me dediqué a la
bebida y a apostar a los caballos. Me hice adicto al misterioso líquido rojo y
no puedo dejar de ir a esa barbería.
¡Qué ironía! Por cortarme el
cabello, mi vida se ha puesto muy peluda.
13-03-17
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