domingo, 26 de marzo de 2017

Aulas contra el hambre por @prodavinci


Por Indira Rojas


Oriana García prepara el almuerzo para los sesenta y cinco alumnos de la Escuela Concentración Estadal Rural Satuque. Y entre ellos está su hija Camila, de 5 años. “Será una rica sopa”, anuncia mientras desmenuza una presa de pollo. La mujer de 26 años lanza una carcajada y da gusto escucharla, porque contagia el buen ánimo y todo parece menos cuesta arriba, pero Oriana también llora. Cuando llega a su casa, ubicada cerca del plantel de Puente Maitana, en el estado Miranda, a treinta kilómetros de Caracas, piensa en los niños que durante el recreo se posan en la ventana de la cocina, con los ojos fijos en lo que será su comida. Los recuerda y llora porque tienen hambre. “Mi mamá me dice que no deje que esas cosas me pongan así o me volveré loca, pero es muy duro. Hay niños que vienen aquí sin comer”.

¿Sólo comen lo que sirves en la escuela?

Sí. Hay algunos que almuerzan aquí y no comen más hasta el siguiente día. Cuando no hay almuerzo acá se me parte el corazón, porque ellos vienen esperanzados pensando en su comida. No cenan en sus casas y tampoco desayunan. A veces debo darles el almuerzo antes de la hora, porque no aguantan el hambre, o les reparto un pedacito de fruta, de pepino, o de tomate, si es que hay. Pobrecitos. Hace unos días un niño se desmayó y otro se vino en vómito.

¿Pero qué le pasó? ¿Estaba enfermo?

Ese día les dimos caraotas. Y bueno, ¡imagínate esa bomba en un estómago vacío! Hay niños que están en condiciones más graves que otros. Uno sabe quiénes son. Una de nuestras niñas no comía completo y un día le preguntamos: “Mi amor, ¿por qué haces eso?” Yo pensaba que la comida no le gustaba, pero descubrimos que lo hacía para guardar un poco y llevársela al hermanito.

Oriana pasó un año como cocinera sin salario ni beneficios antes de firmar un contrato con la Corporación Nacional de Alimentación Escolar (CNAE) como madre procesadora, el nombre que reciben las mujeres que participan de forma voluntaria en el Programa de Alimentación Escolar (PAE), adscrito al Ministerio de Educación, encargadas de preparar el menú diario en los planteles en los que sus hijos estudian.



Oriana García, de 26 años, prepara todos los días los almuerzos para los sesenta y cinco alumnos de la escuela. Fotografía de Giovanna Mascetti

Hace tres años la Contraloría General de la República reveló que había irregularidades en las transacciones financieras del PAE en el informe Actuaciones fiscales en el Programa de Alimentación Escolar. El órgano estatal expuso en el documento los resultados de auditorías realizadas en 2012 a 42 unidades educativas del Distrito Capital. También registraron observaciones de escuelas en Falcón, Carabobo, Apure, Guárico y Lara, en las que examinaron operaciones administrativas del PAE entre 2009 y 2011.

El informe concluye que “los controles internos en los diferentes procesos atinentes al Programa son deficientes” y que “se observaron operaciones y transacciones financieras y administrativas, tales como débitos en cuenta, sin los respectivos documentos justificativos u oficios de solicitud de transferencia”. Las constancias existentes no están organizadas en un archivo ni son debidamente identificadas, “lo que ha generado desorganización, extravío y descuido en el manejo de los documentos comprobatorios”, entre los que se incluyen órdenes de pago a los proveedores (Mercal y Pdval) y notas de entrega de los alimentos.

La Contraloría publicó el reporte en 2013 y al año siguiente se oficializó la creación del CNAE. En septiembre de 2014, durante la inauguración del Centro de Educación Inicial Ciudad Tiuna, el presidente venezolano Nicolás Maduro afirmó que creía que había “la necesidad de establecer una institución que sea la que dirija todo el programa de alimentación”. Dos meses después, el 11 de noviembre, la instauración de la nueva empresa del Estado figuraba en la Gaceta Oficial 40.538. El siguiente paso fue incluir a las madres procesadoras, una figura que comenzó como un trabajo no remunerado, a la nómina de la corporación.

Oriana dice que gana salario mínimo. Además, es la única madre procesadora de la escuela rural Satuque. Señala a una mujer madura que está al fondo de la cocina, lavando los vegetales para la sopa, y aclara: “Ella me ayuda, pero es algo voluntario. No está contratada”.

La directora del plantel, Odalis López, afirma que la corporación asigna una cocinera por cada setenta niños. Lo describe como “una locura. Nosotros nos hemos quejado. ¿Qué es lo que quieren? ¿Madres o esclavas?”

Oriana se seca el sudor de la frente con el antebrazo y procura mantener sus manos limpias mientras manipula el muslo de pollo. El calor mirandino se intensifica conforme se despide la mañana, una señal de que se acerca la hora de comer. Un niño de ojos verdes, de unos 8 o 9 años, mira hacia el interior de la cocina sin pronunciar palabra. El sopor, combinado con el ruido de los autos que pasan como aviones a pocos metros de la escuela por la Autopista Regional del Centro, se transforma en letargo. Pero la risa efusiva de Oriana, quien lleva horas de pie a pesar de tener cinco meses de embarazo, oculta su cansancio. Cada jornada es una prueba de ingenio: su deber es preparar un menú nutritivo para más de sesenta bocas hambrientas contando apenas con un poco de arroz o de granos.

El CNAE tiene entre sus obligaciones proporcionar los alimentos a las instituciones educativas públicas para la preparación de los almuerzos, pero la dotación semanal en la Concentración Estadal Rural Satuque es insuficiente para los requerimientos nutricionales de niños con edades comprendidas entre 4 y 12 años.

Según el Instituto Nacional de Nutrición, los infantes entre 4 y 6 años requieren un total de 1.470 calorías diarias aproximadamente, un aporte de energía que debe alcanzarse con la suma de las tres comidas diarias y dos meriendas. En la guía de alimentación para niños en Educación Inicial advierten que éste es “un grupo de población ‘susceptible o de riesgo’, pues son etapas decisivas para el alcance de un adecuado estado nutricional en la edad adulta”, y ofrecen un menú modelo para el almuerzo que incluye arroz, atún, tajadas, lechosa picada y una ensalada de repollo y zanahoria.

Un niño de 7 años con una actividad física ligera debe consumir 1.540 calorías, mientras que para los pequeños de 12 es recomendable un aporte calórico de 2.010 Kcal. En la misma guía de alimentación en la Educación Primaria el menú escolar que aparece como ejemplo propone un plato de pollo guisado, acompañado de plátano sancochado y calabacines con puré de papa. Nada más alejado de la realidad que viven los niños en Puente Maitana.


En la comunidad Puente Maitana hay niños que sólo asisten a la escuela porque saben que allí tendrán un plato de comida garantizado a la hora del almuerzo. Fotografía de Giovanna Mascetti

La directora de la escuela reconoce que la comunidad ayuda al plantel cuando escasean los víveres. Si bien las familias que habitan el caserío no tienen en sus hogares neveras rebosantes de comida, las maestras, los padres y algunos vecinos suelen colaborar con modestas donaciones, como una pieza de pollo o algunos vegetales para la sopa del día, incluso un poco de sal y de condimentos, ingredientes que el CNAE no les facilita.

“Trabajamos con lo que tenemos”, dice Oriana. “¿Sabes por qué estoy desmenuzando el pollo? ¡Porque rinde más!” De pronto propone compartir las anotaciones que lleva en un cuaderno. Se lava las manos superficialmente y, con los dedos todavía húmedos, retira con cuidado algunos cubiertos y platos de un rincón para alcanzar la libreta, forrada delicadamente con papel rosado. “Programa de alimentación”, se lee en la cubierta. Las páginas revelan una caligrafía ordenada y buena ortografía. Oriana es una de las pocas madres escolarizadas en el grupo de representantes. “Yo soy bachiller, pero no quise seguir estudiando”.

En el cuaderno documenta un estricto control de cuanto ocurre en sus dominios. Apunta el menú del día y el número de alumnos que asistieron a la escuela. Lleva el registro como un diario, el relato día a día de la vida en la Concentración Estadal Rural Satuque. La primera página es un inventario del cargamento de alimentos que proporcionó el CNAE la última semana de septiembre:

Puente Maitana, 28 de septiembre de 2016

Estos fueron los alimentos que nos llegaron hoy:
 14 Arroz
 4 Caraotas
 4 Pollos
 1 Carne
 Papa, zanahoria, melón, lechosa, tomate, pimentón.

¿Son kilogramos o paquetes?

Kilogramos. Esa cantidad la tengo que rendir durante cinco días para todos los niños y también para las maestras, aunque en estos días no alcanzó la comida para las profesoras. Se puede ver cómo la situación empeora mientras avanza el año escolar. Ellos (así se refiere al CNAE) le dijeron a la directora que ahora debía rendir los alimentos por quince días. Hemos pasado cartas y peticiones para pedir más, pero la cosa sólo se pone más fea.

En efecto, en octubre la realidad cambió. El viernes 14, Oriana escribió: “Me retiro ya que no hay alimentos para cocinar” y doce días después la llegada de una nueva provisión no promete mejoras significativas:

Puente Maitana, 26 de octubre de 2016
 15 Arroz
 4 Caraotas.

Esa misma semana, otro apunte de Oriana revela que la escuela fue robada recientemente. El testimonio está fechado el lunes 24 de octubre. Allí relata, en pocas palabras, lo que vio al llegar a la cocina: se habían llevado la comida. Para colmo, ese día tampoco tenían agua para cocinar. “No poseemos el vital líquido”, se lee en una nota.

Ese lunes no hubo almuerzo para nadie.

La escuela denunció el delito, pero las autoridades no respondieron a su pedido de auxilio. “Yo incluso tengo una copia de la denuncia, pero ni siquiera vinieron. Lo que hicieron fue tomar la declaración y ya. Ésta es una escuela olvidada por el Gobierno”.

Para la directora, el robo es un síntoma de crisis económica y alimentaria. “Hay varias escuelas que han sido robadas en el sector. Lo que se llevan siempre es la comida. Decirle a los niños lo que nos había pasado nos dio dolor”.

Sin respuesta de los cuerpos de investigación, la escuela tomó sus propias acciones: los insumos permanecen escondidos quién-sabe-dónde. “Cada miércoles la escuela envía un transporte al Mercal de Charallave para buscar los alimentos del CNAE”, cuenta Odalis López. Una vez que el cargamento llega al plantel la misión es doble: protegerlo y rendirlo.


La comunidad de Puente Maitana consume el agua de la quebrada de Satuque. La usan para lavar y bañarse, debido a las fallas en el suministro de agua potable. Fotografía de Giovanna Mascetti

El drama del agua

Detrás de la Concentración Estadal Rural Satuque un hilo de agua de color verdoso, la quebrada Satuque, atraviesa el caserío de Puente Maitana. “El agua parece limpia, ¡pero no lo está! Por allí bajan desde pelotas hasta animales durante las crecidas”, cuenta la directora. Al pie de la corriente una anciana mira el paisaje, inmóvil en una silla frente a su casa. La construcción tiene algunas paredes de barro y otras de cemento. Un hombre se asoma por una de las ventanas, y una mujer joven sale a tender la ropa. “La gente toma esa agua, y la usa para cocinar, bañarse, lavar. Aquí no hay servicios, no pasa el aseo y no llega agua. En la escuela nos abastecemos con cisternas”.

Para Odalis es un alivio que ahora, al menos, las madres hierven el agua antes de consumirla. La organización independiente Fundación Educando en Salud (FundaEnSalud), que brinda asistencia médica gratuita a los estudiantes y maestras del plantel desde hace un año, insiste en la importancia de este procedimiento para evitar la propagación de enfermedades.

Las vacaciones escolares se aproximan y la organización realiza la última visita de 2016. Es día de jornada sanitaria en la unidad educativa y la presencia de médicos y jóvenes estudiantes de Medicina de la Escuela José María Vargas de la Universidad Central de Venezuela alegra a las madres de Puente Maitana y las une en procesión hacia la escuela. No sólo anhelan diagnósticos y curas para las dolencias de sus hijos: ellas también quieren ser examinadas.

Al mediodía, las jóvenes mamás comienzan a sentir los estragos del calor y se acercan a la ventana de la cocina para preguntar: “Oriana, ¿me das un poquito de agua?”. La joven está obligada a asumir una posición de samaritana a medias, y le da vueltas al asunto antes de dar una respuesta definitiva: a las que insisten les regala un poco en un vasito de plástico; a otras les explica que sólo tiene la que usa para cocinar. Procura que el agua potable alcance para toda la semana.

La bioanalista Aurora Hernán, vicepresidenta de FundaEnSalud, teme que los logros alcanzados en 2015, cuando la fundación realizó una intervención en la institución para desparasitar a los niños y ayudarles a recuperar peso, se vayan por el caño. “Era como una escuela dormida. Encontramos a los niños muy enfermos. ¿Cómo van a tener energía si no comen bien y se siente mal? Tenían muchos parásitos y anemia. Ahora, con la crisis, nos preocupa que se pierda todo lo que hemos avanzado y se eche todo para atrás. La Concentración Estadal Rural Satuque era la escuela con el peor promedio entre las instituciones del estado Miranda con apenas seis puntos. Hoy el promedio es de catorce”.

La directora fue quien contactó a la organización de voluntarios: “Les exigíamos a los niños como estudiantes, pero en sus condiciones no había resultados. Su salud influye en su rendimiento. Decaían anímicamente y se quedaban dormidos en clase porque no habían comido nada”.


Los voluntarios de FundaEnSalud examinan a los niños para descartar la presencia de parásitos en su sistema digestivo. Fotografía de Giovanna Mascetti

La vida rural en Puente Maitana

Los diez voluntarios de FundaEnSalud, jóvenes entre 21 y 23 años, transforman el aula 2 de la escuela en una pequeña sala de consultas médicas exprés, distribuidos en varias mesas a la espera de sus pacientes. Sobre un mesón colocan todo tipo de medicinas donadas: antibióticos, antihipertensivos, antimicóticos, anticonceptivos, medicamentos para el dolor de cabeza y el malestar general y hasta inhaladores. Ponen todo a la mano para recetárselo a quien lo necesite.

Pueden tardar hasta una hora en el chequeo de cada alumno. Y las madres no pierden la oportunidad para preguntar sobre todo lo que pueden, incluso sobre los niños que aún son demasiado pequeños para asistir a la escuela. Son pocas las que tienen un solo hijo. Algunas esperan su turno reunidas junto a la puerta del salón de clases y comentan los últimos chismes que circulan en la comunidad, mientras dejan que los infantes jueguen con un gato bebé que ronda por el lugar.

Una de ellas, una muchacha delgada que sostiene a un recién nacido en su regazo, llama la atención de la doctora Hernán. Primero le pregunta por su peso. “No lo sé”, responde la joven de mirada triste. Luego, la interroga sobre su edad. “Tengo 15”. Al grupo se une una chica de 17 años, de pocas palabras y gestos tímidos, que recibe de manos de Manuel Velázquez, un médico de 24 años que está por empezar su especialización en ortopedia infantil, una caja de anticonceptivos y el sermón respectivo sobre por qué es importante tomarlos. Antes de dejarla ir, se asegura de que la adolescente comprenda que no es un tratamiento ni una píldora para emergencias. Entonces le pregunta: “¿Sabes cómo usarlo?”. Ella asiente y se aleja hacia la puerta, pero una mujer madura, que espera para ser atendida por un dolor de espalda, detiene a la chica y le dice con énfasis: “Recuerda que te tomas una por día y empiezas cuando te llegue la menstruación”.

Al otro lado del salón, Alberto Minguet, estudiante de sexto año de Medicina, habla con una mujer de ojos picarones, madre de dos niños. La joven expresa preocupación por su hija de 5 años. “Come mucho, doctor. ¡Ella siempre tiene hambre!”. Cuenta que, si se descuida, la encuentra masticando tierra. Minguet le interroga sobre su dieta diaria, y pide detalles sobre el menú. El relato que escucha ya se lo han contado otras madres que pasaron por su breve consulta durante la jornada: en casa el dinero no alcanza para comprar carne ni pollo.

El voluntario anota las declaraciones en la planilla diseñada por la fundación para registrar la historia de cada paciente. Entre los apuntes se lee: “Ha bajado de peso” y con un símbolo de check marca la casilla “Diarrea”. “No he atendido ni un solo niño que pese más de treinta kilos”, expone Minguet. Suspira. “Todos me dicen lo mismo: han bajado de peso rápidamente y tienen mucha diarrea”.

Según la vicepresidenta de la fundación, estos síntomas son generados generalmente por parásitos “y el vehículo principal de estos parásitos es el agua. Encontramos que las madres hervían el agua, pero no lo hacían bien, y los niños incluso se bañan en la quebrada. También influye la higiene, porque muchos se transmiten por las manos sucias. Se trata de cosas simples, pero ya ves las condiciones en las que viven”.


El peso y la talla de cada niño proporcionan información para elaborar una situación clínica individual, que permite inferir su situación nutricional. Fotografía de Giovanna Mascetti

Hernán ordena y guarda las historias médicas en una carpeta gorda y negra. Cada documento es una suerte de perfil detallado de la población de estudiantes en Puente Maitana, donde se registra las especificaciones de su enfermedad así como particularidades de su calidad de vida: las características de la vivienda, el grado de instrucción de los padres, y el acceso al agua potable son algunos de los datos reflejados.

La doctora Hernán abre la carpeta y revela uno de los casos más preocupantes: un niño que vive en una casa con paredes de zinc y en cuyo hogar el ingreso mensual es de cuatro mil bolívares, un 14% del sueldo mínimo actual.

Un par de niñas en edad preescolar y muy traviesas miran la carpeta, saludan a los doctores llamándolos “maestros” y otean con ojos de perro asustado el panorama dentro del aula dos. Sólo les preocupa una cosa: la temida inyección. “¿Nos van a puyar?”, preguntan. Y se alegran cuando les dicen que lo único que tendrán que hacer es tomarse un trago de un líquido espeso: el desparasitante.

Algunos alumnos juegan a las carreras. Los niños más grandes se encaraman en los columpios detrás de la escuela. Los más tranquilos se contentan con acariciar al gato que maúlla cerca la cocina. Pero hay quienes no tienen fuerzas para correr, saltar ni competir. Toman asiento en el salón, a la espera de que alguno de los voluntarios les llame por su nombre, o se recuestan de la pared con el sudor corriendo por su frente, justo al lado de una cartelera que promueve la dieta balanceada con imágenes alusivas al día de la alimentación. Ahí destaca un recorte de prensa titulado “Niños malnutridos son susceptibles de padecer cataratas y glaucomas”.

Esteban Marchán, quien cursa el décimo semestre de Bioanálisis, intenta junto con Julio Espinoza, estudiante de sexto año de Medicina, tomar el peso y la talla de un niño moreno, muy delgado, que apenas pronuncia palabra. Tal vez es la timidez lo que lo paraliza, pero Espinoza descubre durante el chequeo médico que al pequeño le duele el estómago.

“Aquí vienen niños de familias muy pobres, muy humildes. Sus madres suelen ser jóvenes no escolarizadas, algunas no saben leer ni escribir. ¡Pero estos niños vienen a la escuela! Y eso para nosotros es importante. Aquí tienen el calor de las maestras y comida”, dice la directora del plantel.

Oriana anuncia que es hora de servir el almuerzo: “¡Es hora de comer! ¡Está lista la sopita!”. Las maestras se dirigen a la cocina para repartir los cuencos de plástico, cuyo contenido promete: en el caldo navegan trozos de zanahoria, pollo desmenuzado, bollitos de masa y auyama. Al festín se une Carmen, una joven de 24 años con discapacidad intelectual, quien desde hace algunos meses aparece puntual en la escuela a las doce del mediodía para comer. “Para nosotros es una niña más”, asegura la cocinera.

Una morena de mirada dulce y cabello ensortijado, con la cola de caballo torcida después de una mañana de juegos, toma el primer sorbo de sopa. “Está rica”, proclama con gusto. Mira a la compañera sentada a su lado. Ambas sonríen. Se les empieza a quitar el hambre. Al menos por hoy.

25-03-17




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