MIBELIS ACEVEDO DONÍS 11 de abril de 2017
En
país donde el poder nos ha sitiado durante tanto tiempo con su patológico
desdén por la regla, su vocación por suprimir el saber del adversario, el afán
por subvertir las claves de la normalidad y tachar todo límite entre bien y
mal, toda distancia entre lo público y lo íntimo, a la oposición le pasó un
poco como a ciertos personajes de la literatura y el cine: esos que al
convertirse en amenazas para el sistema son de pronto tildados de locos,
internados en celdas, tratados como conspiradores perturbados… ¿y cómo
creerles, si están “mal de la cabeza”? Confinada a esa “casa de lunáticos”
donde mandan los respingos de quienes fingían sanidad política ante el mundo,
esa parte del país negada a la sujeción, a dejarse abatir por la aplanadora del
autoritarismo, fue desacreditada nacional e internacionalmente por la
estructura hegemónica de un régimen dispuesto a eternizarse en el poder. Con
camisas de fuerza, amarrados al diván que para el caso dispuso el psiquiatra,
los opositores fueron diagnósticos ad nauseam como “disociados”, seres llevados
por “conductas alejadas de la realidad”, empeñados en “creer y avalar sólo las
elecciones que ganan”; eso, aunque lo factual una y otra vez llevase a
sospechar que la verdadera disociación vivía entre los administradores del
manicomio.
“El
mundo no es sino un gran Bedlam, donde aquellos que están más locos encierran a
quienes no lo están tanto”, decía Thomas Tryon en 1689 (aludía al Bethlem Royal
Hospital, célebre mad-house fundada en Londinium en 1247; suerte de vista
secular del infierno, decir “bedlam” se volvió sinónimo de caos, locura). Así,
como perdidos en nuestro propio Bedlam, los venezolanos hemos visto cómo
equilibrio y chifladura se alternan de manera tan consistente, tenaz y
amplificada, que hasta hace poco ese transtorno fue la única verdad que
reconocieron los ojos extranjeros. Pero la inocultable crisis, atizada
recientemente por la temeraria inhabilitación de la Asamblea Nacional urdida
desde el TSJ, contra toda razón democrática -algo que incluso la misma Fiscal
General Luisa Ortega Díaz calificó como “ruptura del hilo constitucional”- ha
disparado todas las alarmas. Luego de haber tenido que sufrir reportes como los
del periodista Mark Weisbrot –quien tras visitarnos en 2014 concluía en The
Guardian que acá sólo había una “revuelta de acomodados”, pues “no hay señales
de que Venezuela esté atrapada por una “crisis” que requiera la intervención de
la OEA, sin importar lo que John Kerry diga”- finalmente esa amplia mayoría que
se reveló tras el triunfo electoral de 2015 no sólo puede ofrecer su versión de
los hechos, sino contar con la escucha empática de otras naciones.
(La
oposición está “envalentonada”, dispara la canciller Delcy Rodríguez… ¿será?)
Admitamos
que recobrar la credibilidad usurpada por los amos del asylum, ser reconocidos
tras una larga noche de silencio e invisibilidad a juro, no es poca cosa.
“Existo en un sentido vital y humano sólo en relación (…) a mi mundo de otros
“yo”, nos recuerda Josiah Royce. Nuestro ser “significa” a partir del
reconocimiento del otro, uno que a su vez se arma a partir de nosotros. Una
psiquis castigada por la anulación que aplica ese “gran Otro”, por ende, es
barrida en su identidad, expropiada en su sentido. Es lo que ha pretendido el
chavismo: despojarnos de autoestima, destruir ese espejo interno que permite
encontrar referentes externos avalando la legitimidad de nuestras necesidades,
deseos y acciones; empujarnos fuera de nuestros límites, llevarnos a creer que
aunque hablemos, nadie mirará, nadie escuchará el canto solitario del orate.
Se
trata, pues, de sepultarnos bajo la lógica del “mundo al revés”, la tiranía de
lo anómalo, un laberinto regido por leyes que omiten cualquier mandato de la
realidad. La gesta, sin duda, ha cosechado cierto éxito -el apego por la
autodestrucción no deja de arrear malamente a nuestras huestes- pero toca
reconocer que la sana vocación democrática del pueblo venezolano parece más
terca que la locura inoculada. Sí: esa larga tradición de resistencia frente a
la mascarada obliga a reorganizarse para “aprovechar el día”, ahora que la
mirada del mundo se alinea con la nuestra, ahora que nos ampara un nuevo “Ardid
de la razón”. Carpe díem.
“En
Venezuela no hay normalidad”, advertía Julio Borges desde la Asamblea Nacional.
No son normales los desafueros por parte de cuerpos de seguridad del Estado al
reprimir opositores, ni la deriva dictatorial, ni la imagen del feroz tajo en
la frente del diputado Juan Requesens, agredido cuando manifestaba –vaya
sangrante ironía- frente a la Defensoría del Pueblo. La obsesión por vender un
país donde, de acuerdo a Samuel Moncada, “las calles están tranquilas”, hoy
sólo remite a una “apariencia de verdad”, una burbuja distorsionada, esa oscura
posverdad según la cual los manifestantes desarmados atacan a la Guardia
Nacional y los sabuesos son destazados por las liebres. Mundo al revés,
manicomio regentado por el desvarío, cuyo absurdo y toxicidad no sólo los
venezolanos estamos percibiendo como intolerables.
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