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sábado, 30 de septiembre de 2017

Ese sentimiento por @cgomezavila


Por Carolina Gómez-Ávila


Ese sentimiento que nace de estar a merced de fuerzas incontrolables que nos embisten sin parar. Ese, de indefensión a futuro. Ese que se refuerza con la traición de quienes creímos que debieron defendernos. Ese que junta el dolor y la impotencia, los vuelve resentimiento y revienta en ira destructora. Ese, desesperado porque todo acabe aunque acabe con todos. Ese que limpia sus babas con llanto y su sudor con frustración, indignación y abandono. Ese por el cual resbalamos del submundo al inframundo. Ese que no hay legislación que pueda contener.

Ese sentimiento comenzó hace décadas. Al principio era una sensación simple como beber algo que se espera dulce y resulta amargo. Luego fue como entrar a un baño sucio y maloliente; después, como mirar heridas abiertas. Se llama asco. Un estudio determinó que movemos los mismos músculos del rostro en esas circunstancias y cuando consideramos que hemos sido tratados injustamente, asomando que la repugnancia moral tiene su origen en el asco físico.

Es sentimiento se sembró cuando la corrupción nos escandalizaba más que un crimen de lesa humanidad. En esa ola surfeó el discurso según el cual necesitábamos buenos gerentes y privatizar la cosa pública porque los políticos -como administradores- eran todos ladrones o incompetentes. Al inicio de la descentralización, en esa espuma se alzaron cantidad de outsiders: actrices, misses, deportistas. Los medios fabricaban a toda velocidad figuras nuevas como quien manufactura productos de consumo para un mercado político saturado y agotado de discursos con “más de lo mismo”, que no satisfacían las expectativas de una sociedad que se consideraba a sí misma compuesta por ciudadanos más preparados, más críticos y más exigentes, criados en la doctrina de los derechos del consumidor.

Clientes, éramos clientes porque aprendimos a ser excelentes consumidores. Nos fidelizaron y aplicaron las técnicas del ciclo de vida del cliente, cuyo lema es que el cliente sólo debe perderse cuando se muera. Tom Dewar -un especialista en liderazgo ciudadano, comunidades y resolución de conflictos que ha estudiado los peligros de que una sociedad esté subordinada a tecnócratas- dice que clientes son personas dependientes controladas por sus líderes y por quienes las ayudan; que se comprenden a sí mismos a partir de lo que no tienen, de lo que les falta, y para suplirlo esperan que otros actúen en su nombre.


Seguramente por eso, tras el reclamo de eficiencia en el funcionamiento de los servicios públicos, la privatización mostró su cara benévola. Finalmente no se ligaban los teléfonos, mejoraba el servicio de agua potable en algunos municipios y estados bien asesorados y la energía eléctrica empezó a ser estable y cara, pero cualquiera podía comprar acciones en la Electricidad de Caracas. Las mieles de la privatización de las empresas de servicios básicos se convirtieron en hieles para la nación cuando los tecnócratas entraron al gabinete ministerial. El natural choque de intereses dio un golpe mortal a la Venezuela saudita y la brecha económica entre ricos y pobres sólo fue bien gerenciada por quienes encontraron en ella una oportunidad de hacerse del poder y eternizarse en él.

Un proyecto populista, personalista y hegemónico nos arrebató el camino que habíamos andado de manera imperfecta y quejumbrosa, pero lejos, muy lejos de este horror. Y eso sucedió porque la respuesta política a una sociedad de clientes es el populismo, que no necesito explicar desde este tanque de inmersión. Pero vale la pena insistir en que no sólo se practica desde el poder sino también desde la aspiración al poder y, actualmente, nos acecha. Mientras más radical e inmediatista es la oferta, más populista es y mejor se venderá a quienes creyéndose ciudadanos, sólo son clientes.

Dewar los diferencia. Dice que los ciudadanos comprenden sus problemas en sus propios términos, que están conscientes de su relación entre unos y otros, lo que les impulsa a organizarse porque, sobre todo, creen en su capacidad de actuar. No conviene ser indiferentes porque Dewar advierte que “los buenos clientes hacen malos ciudadanos. Los buenos ciudadanos, en cambio, forman comunidades fuertes”.

Parece que tenemos un déficit de ciudadanos y no sólo en el sentido al que apuntó Dewar. Quizás el cambio de la representatividad por la participación protagónica haya influido, porque se difuminaron las garantías individuales y se intensificaron las colectivas que nos exigen mayor corresponsabilidad (algunos preferirán llamarla solidaridad) para solucionar nuestros problemas.

Creo que este incomprendido cambio de rol ha sido germen de ese sentimiento cuyas consecuencias intento mostrar. Nuestras vidas se transformaron para siempre pero no dejamos de ser clientes. Ahora que estamos politizados a la fuerza deberíamos reaccionar como ciudadanos porque nos han prometido protagonizar los cambios, pero no tenemos la formación y apenas nos queda tiempo, espacio y energía para sobrevivir. Cualquiera podría pensar que sería un alivio si la política volviera a ser prescindible y hay gente muy interesada en ello, a la que le convendría enormemente. Se trata de la gente que ya tiene poder para hacer valer sus intereses y opiniones y no necesita que la política exista. Esto lo explica con elogiable sencillez el filósofo español Daniel Innerarity cuando asegura que hay que defender la política en nombre de la gente, los intereses y los valores que no podrían abrirse paso a menos que la política funcione, y bien.

Innerarity tiene claro que la clase política es mejorable y que sus miembros circulan poco y deberían sustituirse con más frecuencia, pero asegura que los políticos no son una élite perversa “que se niega a hacer lo que nosotros sabemos y les decimos que hay que hacer pero no nos hacen caso, en una suerte de elitismo invertido (el elitismo de las masas), como si nosotros realmente supiéramos qué es lo que hay que hacer en político”. De esta manera alimentamos ese sentimiento hacia los únicos que nos pueden ayudar.

Porque ese sentimiento que nos impulsa a increpar a los políticos no resultará en nada si no enfrentamos antes nuestras deficiencias ciudadanas. De nada sirve que les exijamos si somos complacientes con nuestro clientelismo y si dejamos de participar en los asuntos colectivos. Todo sería contraproducente y nos acusaría porque, a fin de cuentas, ese sentimiento sólo es una proyección del que experimentamos hacia nosotros mismos cada vez que vemos lo que entre todos hicimos con nuestra sociedad.

30-09-17




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