Ginna Morelo 08 de marzo de 2018
Venezuela
pierde a sus nacionales en lo que se considera la primera migración masiva en
toda su historia. El Gobierno no lo reconoce, pero la falta de alimentos y
medicinas ha llevado al país a una crisis humanitaria devastadora. Este es el
primer reportaje de la serie periodística que narra el éxodo de venezolanos por
América Latina. El Perú es uno de los principales destinos de los migrantes.
Primera
estación: Valencia, Venezuela
“¡Aquí
no se habla mal de Chávez!” La frase está escrita en las calles. Y nadie habla,
ni para bien ni para mal.
En
Valencia, estado de Carabobo, Naycore Gallango, instrumentadora quirúrgica de
37 años, empaca sus uniformes de enfermera, ropa, zapatos, una batidora
eléctrica, dos libros de cocina, un budare para hacer arepas y dos bolsas de
harina pan.
En un
morral negro guarda todos sus documentos legalizados, apostillados y el
pasaporte cuyo trámite le costó 100 dólares, unos 21 millones de bolívares. Si
un venezolano tuviese todo ese dinero en el banco, sacarlo le implicaría ir 215
veces a la entidad financiera, porque solo pueden retirar hasta 100.000
bolívares al día.
Es
morena y alta. Fue modelo de ropa. Vive en un departamento con sus tres
hijos, su esposo y su madre.
“Todavía
falta algo”, le dice su madre, también enfermera. Termina de coser los
bolsillos falsos en las pretinas de los pantalones de Naycore, para que esconda
los dólares.
Despedirse
de su familia: De Valencia a Cúcuta
Naycore
Gallango comienza su travesía. Al despedirse de sus hijos y su esposo, les
promete un hasta pronto.
Runaylis,
de 17 años, Róger de 7 y Ronald de 6 se abrazan a la abuela mientras ven
alejarse a su mamá por el pasillo de la estación. Ella lleva un pantalón blanco
y una camiseta tipo polo gris. El adiós es temporal. “Nos veremos dentro de dos
meses”, dice. Sube las escalinatas del bus. Deja en suspenso su pasado.
Ella viaja
con José Servén hasta Cúcuta. Lo conoció por una página de Facebook:
“Venezolanos en Perú”. Él encontró una forma de empleo en la creciente crisis
migratoria. “Acompaño a los viajeros, me aseguro de que no se queden en
Colombia y por eso me pagan”, dice.
A
Colombia han entrado 550.000 venezolanos. No hay certezas de que Migración
cubra el subregistro de los que están en tránsito y no encuentran empleo.
Naycore estuvo del 30 de julio al 1.º de noviembre del 2017 en Medellín con su
esposo y los dos hijos menores, pero no consiguió trabajo.
Naycore
y José abordan el autobús de Valencia hasta San Cristóbal a las 4:00 de la
tarde del martes 30 de enero. Doce horas tardará el recorrido. Se cuentan sus
vidas en voz baja. Él es un joven casado, con dos hijos que alimentar. Vive en
un país que se derrumba a pedazos. La primera noche del que será un largo
recorrido ella llora. A ella la vencen el cansancio y la rabia contenida.
Segunda
estación: San Cristóbal, Venezuela
La
terminal de San Cristóbal, capital del Táchira, es un muladar. De la ciudad
comercial habitada por cientos de colombianos que hicieron dinero y compraron
propiedades en la época del bolívar fuerte, queda poco. Los almacenes cierran a
las 4:00 p.m. En el parque central dos ancianos juegan cartas con 300.000
bolívares. Ese dinero no alcanza ni para un cartón con 30 huevos.
En las
paredes de los edificios se lee “Diálogo es traición”. Es la advertencia de la
oposición más radical a los intentos de tender algún canal de comunicación con
Nicolás Maduro y el gobierno. La guardia que se moviliza en una patrulla impide
tomar la foto. El Gobierno expidió una ley del odio que, dicen en las calles,
solo aplica para enjuiciar a quienes están en contra del gobierno.
En los
barrios hay decenas de casas con avisos de se vende. Los precios se han
desplomado y una casa o apartamento cuesta 4 veces menos que su valor real. La
crisis obliga a los migrantes a abandonar sus propiedades y a quienes ven en
ello una oportunidad, a comprarlas. Una experiodista que se dedica al negocio
de bienes raíces cuenta que sus mayores clientes pagan en dólares. ¿Inversión a
largo plazo?
Los
perros no ladran, están flacos y sarnosos. El muchacho que vende café en la
terminal de transportes se queja porque nadie le compra. Los hombres de la
guardia apuntan con linternas directamente a las cabezas de los viajeros
acurrucados debajo de cobijas de superhéroes.
Hace
frío. La migrante se pone un gorro de lana de alpaca y recuesta su cabeza en la
ventanilla del bus. El recorrido dura una hora y durante ese tiempo hubo que
sortear tres retenes de la guardia venezolana. Algunos billetes fueron a parar
a los bolsillos de los uniformados.
Tercera estación: Paso fronterizo,
Venezuela-Colombia
Los
que están en el paso fronterizo llevan el desconsuelo tatuado en la piel. Son
las 5:00 de la madrugada. Está amaneciendo, pero la luna aún acompaña a los
migrantes a hacer una ordenada fila, larga. Avanzan lentamente hasta la
ventanilla donde sellan el pasaporte de salida de Venezuela. Naycore enfrenta
la mirada escrutadora del guardia que a esa hora come arepa y toma café. Tiene
regadas migajas en su barba escasa.
Los
migrantes avanzan despacio con la cabeza gacha por el puente Simón Bolívar.
– No
mires a la guardia– le dice un muchacho a Naycore.
– ¡Ey
tú!, papeles– le grita un guardia a un chico que lleva la gorra del tricolor y
las estrellas. Una mujer que va a su lado le suelta la mano y acelera el paso.
– No
hay que voltear atrás, es mejor no hacerlo. Él se las arreglará – dice la
muchacha. Es su novia.
El sol
despunta y el paso fronterizo está abierto a partir de las 6:00 de la mañana.
Los
que cruzan el puente dicen que se van en busca de comida. “En Valencia no
podías dejar el apartamento solo. La gente entraba y asaltaba las neveras”,
cuenta Naycore.
¡Guayaquil,
Lima, Santiago, Buenos Aires! Los gritos ofreciendo tiquetes reciben a los
migrantes del lado fronterizo colombiano. Carlos Ozuna lleva aretes negros y
tiene ojos verdes. El catire venezolano ofrece tiquetes a todas las capitales
de América Latina. “Todo es mejor que Venezuela, el país de mis padres ya no es
el mío”.
José,
el agente viajero informal que acompaña a Naycore, ya tiene todo bajo control.
Paga los 130 dólares que cuesta el tiquete a Guayaquil y la acompaña a sacar el
sellado del pasaporte en Migración Colombia. Es una turista en tránsito.
La
flota despacha desde una casa de dos pisos. En la segunda planta hay
dormitorios y baños revolcados. A las 8:30 a.m. las bocinas alertan los
despachos. Llaman a cada pasajero para firmar la póliza de seguro y exigir el
pago de $2.000 por una estampilla, unos 80 centavos de dólar. Marcos Romero, de
58 años, le dice al despachador: “Pana, solo contaba con los 110 dólares del
tiquete hasta Tulcán, Ecuador. Ayúdame”. El despachador colombiano lo insulta
con la mirada. Una mano caritativa le pasa un billete de $ 2.000 a Marcos y le
dice: “No se preocupe”, páguele para que no pierda el bus”. “Gracias catira. En
todos lados hay ángeles”, responde él.
La
flota le reconoce a José $ 25.000 de comisión por vender el tiquete de Naycore,
unos 9 dólares. Él también quiere irse a Guayaquil pero debe reunir 1.200
dólares para los tiquetes de sus dos hijos, su esposa y los trámites de
pasaporte. Necesita por lo menos 130 clientes más.
Cuarta
estación: Puerto Boyacá, Colombia
Son
las 10:00 de la noche del miércoles 31 y la mujer está mareada, llorosa, no le
provoca comer. Se toma el tercer analgésico para el dolor de cabeza y el
segundo para el mareo. Pide un caldo de costilla y apenas si lo prueba.
Comienza a hablar.
“Un
día mi hijo Ronald me hizo una pataleta porque no quería plátano sancochado. Me
preguntó cuándo iba a comer arepa otra vez, pues. Otro día el más pequeño,
Róger, me dijo –¿Mamita, cuándo vas a volver a hacer una gelatina de colores
con crema de leche?–. Runaylis me contaba todos los días que se estaba quedando
sin compañeros de clase, sin profesores. Una noche le dije a mi esposo,
–Gregorio, me voy a buscar un mejor futuro sin tantas privaciones para mis
hijos–”.
Naycore
estudió el bachillerato en Valencia, hizo la licenciatura en Enfermería en la
Universidad Rómulo Gallegos en San Juan de los Moros, capital del Estado
Guarico, y un diplomado en instrumentación quirúrgica en la Universidad de
Carabobo. Le siguió los pasos a su madre, quien le ha dedicado 38 años de su
vida a la enfermería. “Ella hizo de mí lo que soy, y también mi esposo,
cirujano”.
Gregorio
llegó a la vida de Naycore luego de dos matrimonios. Él tiene cuatro hijas, una
migró a Miami, dos viven en Medellín y una se quedó en Caracas porque su esposo
es piloto y gana en dólares.
El
conductor del bus grita: “Vamos a saliiiiirrrr”. Naycore se apresura al baño a
lavarse la cara, se sienta en la silla 27, cierra los ojos. Se le quitaron las
ganas de seguir conversando.
El
amanecer del jueves 1º de febrero llega entre lomas. A lo lejos titilan cientos
de luces. “¿Por dónde vamos?, pregunta. El paso obligado es Pereira y de ahí
rápidamente a Cartago, Valle. Saca el teléfono celular y toma fotografías. Está
de mejor ánimo y pregunta si estamos cerca de la tierra de la salsa, justo
cuando pasamos por los cañaduzales. A ella le gusta bailar, cuenta.
El
desayuno en el autobús es a base de galletas festival y gaseosa. Manuel Ortiz,
ayudante del autobús de placas XVO-752 de Floridablanca, informa que se detendrá
en Santander de Quilichao, y que para eso faltan unas tres horas. El eco del
cansancio se oye en el bus.
El
pasajero de al lado, Luis Valero, se quedó sin carga en el celular. “¿A usted
le funciona?”, pregunta. Quiere hablar, necesita hablar de algo tras 24 horas
de viaje entre Cúcuta y el Valle. Luis pregunta sobre Colombia, cuánto es el
salario mínimo, si es fácil o difícil conseguir empleo. “Tengo un primo en
Barranquilla, pero me dice que la cosa es dura, entonces mejor voy a probar
suerte a Quito”, dice.
Tiene
manos grandes y piernas largas que no logra acomodar en el espacio limitado
entre los asientos del bus. Pregunta qué hora es. Tiene dos hijos que se
quedaron en Barinas junto a la esposa. “No tenía otra opción”. Luis cuenta que
sabe oficios varios. Se queda callado un rato, respira y se descarga: “Fui de
la guardia, pedí la baja, no me la dieron pero me salí a probar suerte. Si
seguía allí me iba a morir no solo de hambre, sino de pena moral”.
A las
11:00 de la mañana el autobús arribó a Santander de Quilichao, Cauca. Los
migrantes bajaron agotados. No habían probado bocado desde la noche anterior.
El conductor del bus repartió unas fichas para el almuerzo y advirtió que
también les servirán para tomar las duchas.
Naycore
y Daniela Hernández, una tatuadora de 23 años que va a Machu Picchu, Perú,
entraron al primer cuarto. El dueño del hotel ordenó: “Se duchan rápido y se
cambian sin demora. Hay unas camas, pero no para que hagan siesta ni dejen
reguero”.
“Hay
pollo frito y carne”, les ofrece la mesera. Marbelis Graterol, ingeniera
informática de 26 años, abrió sus ojos. “Hace mucho no como pollo. Eso en
Venezuela es un lujo”. Tiene una hija de 3 años, Giselle. “Ella me habla por
teléfono y me pregunta –¿mamita estás trabajando?–“. Leonardo Pineda, ingeniero
mecánico de 25 años y Naycore, se miran con tristeza. “Tengo hambre, pero me
cuesta comer sabiendo que atrás dejé a mi familia sin comida”, dice Leonardo.
Quinta
estación: Pasto, Colombia
Treinta
y cinco migrantes venezolanos, un ecuatoriano y dos colombianos han recorrido
1.000 km. A las 10:00 de la noche del jueves los primeros tres venezolanos
llegan a su destino final, una ciudad fría, Pasto.
Ehileris
Vargas, de 23 años, está embarazada, recoge su almohada y levanta la mano en
señal de despedida. La siguen su esposo, Francisco Araújo y su cuñada Milagros
Torres, de 39 años, oficinista, madre de 3 hijos.
En
Pasto tienen una amiga que los espera. Migraron porque temían que Ehileris no
recibiera una buena atención a la hora del nacimiento del bebé. “En Los Teques,
Miranda, no hay hospitales o clínicas que tengan medicinas. Si quieres atención
tienes que llevarle al médico desde una jeringa hasta un antibiótico. Y no hay
de dónde sacar la plata para comprar eso”, dice la chica, quien antes de quedar
embarazada trabajaba como secretaria.
Milagros
mira en el teléfono celular las fotos de sus hijos. Se seca las lágrimas. “Qué
difícil es pensar en el futuro”. Sale del bus. Las miradas de los migrantes que
a esa hora estaban despiertos se dirigen a la ventana para observarlos hasta
que se suben a un taxi que arriba al paraje de niebla y montaña donde se encuentran.
El
conductor arranca y se escucha un grito: “¡Esperen esperen, falta la chama
embarazada, esperen!”. La frase es de un pasajero que iba dormido, se levantó
aturdido, vio sillas vacías y recordó a la embarazada. “Cálmate pana, ellos se
quedaron en esta ciudad colombiana en donde seguro encuentran lo que se nos
perdió a nosotros en Venezuela”, respondió José Aranque, chef.
Sexta
estación: Rumichaca, Frontera Colombia - Ecuador
“Hasta
aquí llegamos nosotros. Entréguenme los pasaportes”, dice el ayudante Manuel
Ortiz. Todos se asustan. Va a sellar los pasaportes.
Uno a
uno los migrantes comienzan a bajar. El conductor, Miguel Mantilla entrega los
equipajes.
Los
cambistas de moneda se acercan con los fajos de dólares a ofrecer cambio. Los
migrantes han pasado de bolívares a pesos colombianos y ahora a dólares
ecuatorianos. Isaac Castro, de 64 años, de Manta, el único ecuatoriano que
venía en el bus, sugiere que lo mejor es ir a una casa de cambio.
– Él
tenía razón, allí me cambiaron a 2.850 – les cuenta a los migrantes María
Mella, venezolana. Va a Santiago de Chile.
2.
Cruzando Colombia: Cúcuta a Santander de Quilichao
Queriendo
llegar a la frontera con Ecuador, un bus lleno de venezolanos cruza Colombia de
norte a sur, en un viaje de más de 30 horas.
Los
pasaportes llegan media hora después y los migrantes atraviesan de noche el puente
internacional. “Bienvenidos a Ecuador”, dice el aviso. Los recibe una fila con
376 venezolanos que esperan el sellado. Bebés, mujeres, adultos y ancianos
están arropados desde la cabeza hasta los pies. Por el acento, todos son
venezolanos. “Dios mío, Venezuela va a quedar como un país fantasma”, dice
Naycore.
– El
salario mínimo mensual es una burla, chama, habla Yunaira Martínez en la fila.
– Pero
el Gobierno dice que todo está bien, que nadie sufre. ¿Y entonces por qué nos
vinimos a aguantar frío y a probar suerte? Seguro lo inventamos, dice Luis
Valero.
Dos
venezolanas caminan al baño. “No te preocupes, ya vendrán y pronto estaremos
trabajando como me lo dijo el hombre del que te hablé”, menciona la rubia de
ojos verdes, alta. La otra luce nerviosa. La señora que asea y cobra 25
centavos de dólar por persona, interviene:
– ¿Y
qué trabajo les prometieron?
–
Primero vamos a Quito. Luego nos dirán qué ciudad del mundo ofrece trabajos
bien pagos– responde la rubia.
–
Tengan cuidado, a las venezolanas bonitas se las roban, les dice la señora del
aseo.
La más
joven, delgada, morena, de cabello castaño y largo, palidece.
Las
muchachas se reincorporan a la larga fila de migración.
A las
12:00 de la noche Naycore llega hasta la ventanilla de sellado del pasaporte.
La temperatura es de 3º C. No hay café. Hay que esperar otros 30 minutos hasta
que comiencen los despachos a Tulcán.
Séptima
estación: Tulcán, Ecuador
La
primera imagen que tienen de Tulcán es la de cientos de compatriotas que huyen
como ellos. No hay espacio dónde acomodarse. El frío es intenso y los ayudantes
de buses, hostiles. Un ecuatoriano que trabaja en la terminal cierra el baño.
“No lo voy a abrir porque lo dejan sucio. Ellos no están en su país”, señala a
los venezolanos.
En
Tulcán se fragmenta el grupo de los 35 migrantes. 19 van a Lima, Perú; 8 se
quedan en Ecuador; 3 van a Buenos Aires, Argentina y 2 a Santiago de Chile.
Una
mujer que vende tiquetes dice que el trasbordo de la flota que llevará a los
ocho migrantes de Tulcán a Quito se fue y regresa más tarde. Tardó cinco horas.
Durante ese tiempo los migrantes se acomodaron en el piso y en las pocas sillas
vacías. La despachadora de buses a quien se le consultó sobre la hora de
partida simplemente se encogió de hombros.
4. La
prueba más difícil: Ecuador
La
fila en migración ecuatoriana es interminable. A 3º C Naycore debe esperar más
tiempo porque no hay transporte a Tulcán.
A las
5:30 de la madrugada 8 de los migrantes abordan el bus a Quito. Pelean los
cupos con otros venezolanos que llevaban 2 días con los huesos entumidos del
frío, esperando salir de Tulcán. Por la Panamericana anduvieron 244 km y solo
hubo una parada, al baño.
En
Quito se quedó Luis, el exguardia. “La patria es grande, como decía Bolívar”,
menciona. A Guayaquil solo van Naycore y cinco más.
Octava
estación: Guayaquil, Ecuador
A las
9:00 p.m. del viernes 2 de febrero Naycore llega a Guyaquil. Se funde en un
abrazo con Gustavo César Gallango, su hermano mayor, de 41 años, que emigró en
busca de sustento para su esposa y cuatro hijos. Llueve fuerte en Guayaquil.
Gustavo
no ha llevado una vida buena en Ecuador. Llegó hace 6 meses, consiguió trabajo
como soldador, ahorró para comprar herramientas y lo robaron. “Me voy a
Santiago, un compadre dice que pagan mejor”. El pasaje a Chile cuesta 250
dólares. Si acredita su discapacidad, tiene una prótesis en la cadera, obtendrá
una rebaja del 50 %.
Se va
con Naycore a su reducida habitación en la pensión. La muchacha quiso comprar
su tiquete esa misma noche para irse a Lima, pero no había cupo. Acomodan las
maletas en una esquina del cuarto, tiran una colchoneta en el piso y hablan
hasta dormirse. Naycore está agotada, triste. Apenas si es consciente de lo
ruda que puede ser la vida que le espera.
5. Una
nueva esperanza: de Quito a Perú
Naycore
se encuentra con su hermano en Guayaquil antes de emprender su último viaje
hacia Lima.
Amanece.
Es un sábado húmedo. Naycore se lava con un menudo chorro de agua en un baño
desvencijado que comparten todas las personas de la pensión donde vive Gustavo.
Se cambia de ropa, toma sus maletas y sale a la terminal de transportes de
Quito. “No puedo quedarme más manito”. Le habla y le toca la cara con cariño.
La
terminal de buses de Guayaquil es un hervidero humano. Las empresas de
transporte no dan abasto para los cientos de venezolanos que se acercan a
comprar tiquetes a Tumbes, Perú, línea fronteriza con Ecuador.
“La
clave es llegar ahí para tomar la ruta a Lima, chama”, le explica un profesor
de natación de Caracas a Naycore. Se asume un migrante del mundo. A comienzos
del año 2000 se fue a Madrid, de ahí regresó a Caracas creyendo en el sueño
bolivariano de la igualdad, pero cuando el hambre comenzó a tocar a su puerta
de hombre soltero, emigró. “Ahora estoy aquí con tan solo 150 dólares en el
bolsillo, rogando pa’ que me alcance hasta Lima”, cuenta y se sonríe.
Doce
dólares cuesta el pasaje de Guayaquil a Tumbes, son 270 km más de recorrido
para luego sumarle otros 1.270 km hasta Lima. Un hombre alto, de Maracaibo,
acapara la taquilla con una bolsa de pasaportes en la mano. Compra los tiquetes
de todo un bus.
–
Tenemos que cerrar hasta que nos informen sobre la disponibilidad de otro bus–
anuncia la señora guayaquileña de ojos rasgados, robusta, de pelo negro y
pequeña estatura.
La
paciencia se esfuma a las 10:00 de la mañana en la fila de la terminal. Los
pasajeros se rebotan. A las 11:00 retorna la esperanza.
– El
próximo autobús a Tumbes sale a las 3:00 de la tarde para los interesados –
dice la despachadora.
El
júbilo se nota en las caras de los viajeros cansados. Gustavo está triste.
– Ten
estos 100 dólares manita. Llévatelos a Lima que los vas a necesitar – dice
Gustavo.
– Pero
tú también necesitas plata. Yo veo que la estás pasando muy mal – responde
Naycore.
– Esta
semana me va a salir una buena paga por un trabajo grande que hice. Llévatelos
que a las mujeres de verdad les toca más duro. Yo lo he visto. Yo sé por qué te
lo digo.
– Yo
te voy a ayudar. Ya verás. Cuando les dije a todos que me venía, nuestro
hermano menor me dijo: “vete, tú eres mi esperanza”.
– Sí,
porque en Venezuela no hay esperanza, chica, hay que salir a pescarla afuera.
El régimen no quiere al pueblo– dijo Gustavo.
La
conversación la interrumpe Naycore, mira el reloj y sabe que llegó la hora de
despedirse. Caminan hasta el parqueadero de donde sale el bus. Ya no recuerda
cuántos abrazos ha dado desde que salió de Valencia. Primero a la familia,
luego a los amigos hechos a lo largo del viaje y ahora este con su hermano
cargado de incertidumbre y dolor.
Novena
estación: Tumbes, Perú
En el
bus un chico alto, rapado, luce ansioso. Se levanta varias veces durante el
trayecto. Va al minúsculo baño del bus, solo para hombres, y se tarda. Lleva
audífonos. Le pregunta al videógrafo cuánto cuesta la cámara. Se sienta, cierra
los ojos para dormirse. No lo logra.
Durante
una hora el autobús se pasea entre montañas andinas cubiertas de niebla. El
agua cae por las laderas. En las curvas cerradas se observan, al costado
derecho, precipicio y al izquierdo, plantas enormes de hojas verdes y brillantes
por el agua que las baña.
El
chico rapado grita:
–
¿Cuánto falta pa’ llegar a Tumbes?
–
Cuando el paisaje cambie de verde a café– le responde el ayudante del bus.
El
videógrafo ató su mochila a la pierna derecha y cerró los ojos.
El
paisaje comienza a tornarse desértico. “Bienvenidos a la frontera – Huaquillas,
Ecuador, Tumbes, Perú”. El aviso recibe a los migrantes.
Casi
todos van a hacer la fila en la oficina de sellado de pasaportes. Otros van al
baño. Los policías que requisan el bus se quedan conversando con el conductor.
Tres
venezolanos entre los que está el chico rapado dialogan a un lado del bus:
– ¿Tú
fuiste al baño?
– Sí,
pero no hice nada
– Yo
cagué un poquito, pero me dio susto.
El
proceso de migración es rápido, todos vuelven a abordar el bus por unos 20
minutos más hasta llegar a Tumbes. En la terminal de buses el chico rapado
espera a que todos reclamen sus maletas. Luego le entrega unos billetes verdes
al ayudante a cambio de un paquetico.
La
frontera en Tumbes, al noroeste de Perú, es tierra de nadie, relatan los
cambistas que se amontonan en un pasaje central y guardan en sus bolsillos
billetes de dólares y soles. “No aceptamos bolívares”, dice uno de ellos
mientras le cambia a Naycore.
Naycore
compra el tiquete a Lima en una empresa que no promete aire acondicionado ni
wifi, ni conectores para recargar celulares. En el parqueadero viejo y sucio se
escuchan cumbias. Tres mujeres de labios rojos y faldas ajustadas le sonríen al
chico rapado y a sus amigos. Lucen más relajados. No compraron el pasaje de 43
dólares a Lima. “Lo más duro ya pasó, ya casi coronamos”, dijo uno de ellos.
Naycore
se agacha para ordenar una maleta que ya está ordenada. Saca su pasaporte del
bolso. Lo vuelve a guardar. Frota sus manos. Por fin acepta despedirse de los
periodistas. Le tiembla la barbilla. Está a más de 2.900 kilómetros de su casa
y la batalla para traer a su familia lejos del infierno apenas comienza. “Los
sueños a veces duelen”, dice.
Este reportaje de El Tiempo (Colombia)
forma parte de la serie trasnacional Venezuela
a la fuga en la que participan Efecto Cocuyo (Venezuela) y OjoPúblico con el respaldo del
Instituto de Prensa y Sociedad y Consejo de Redacción.
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