Andrés Cárdenas M. 08 de agosto de 2020
La
amistad entre las personas llamadas a una misma misión permite que esta sea
siempre un camino lleno de felicidad.
Finales de los años cuarenta. En Zurbarán, una de las
primeras residencias universitarias femeninas de Madrid, tienen la costumbre de
pasar en vela una noche al mes adorando a Jesús en la Eucaristía. Levantarse de
madrugada, por turnos, para no dejar solo al Señor siempre tiene su emoción en
el espíritu de una universitaria. La beata Guadalupe, que es la directora,
encabeza esa empresa nocturna; se queda despierta escribiendo cartas en su
despacho, muy cerca del oratorio, por si alguna de las chicas quiere continuar
ese momento de oración con una buena conversación. Entonces, en medio del
silencio de la noche, se comparten mutuamente ilusiones, propósitos,
preocupaciones… Guadalupe no duerme para ofrecer a todas su amistad. No es
extraño que quienes la conocieron recuerden que «tenía una facilidad
extraordinaria para hacer amigas. Es obvio que tenía un don de gentes especial,
una simpatía muy atractiva, y muchos valores humanos; pero me gustaría hacer
hincapié en su fuerte sentido de la amistad»[1].
Una relación circular
La amistad está siempre caracterizada por la
gratuidad; si se la busca por obligación o si se quiere conseguir algo como
fin, simplemente no surge de manera auténtica. Guadalupe, por ejemplo, no
acumulaba ese cansancio físico de dormir un poco menos porque lo exigiera un
contrato, ni las chicas que acudían con prisa a sentarse en su despacho lo
hacían por tener que rendir cuentas sobre su vida, mucho menos durante aquellas
horas de la noche. Guadalupe y cada residente compartían algo que las empujaba
a abrirse mutuamente. Tal vez alguna de ellas también estudiaría química, otra
tendría la ilusión de viajar por el mundo, quizá una tercera habría perdido
hace poco a su padre; probablemente Guadalupe compartiría con alguna ese anhelo
por tener una vida interior más profunda y con otra incluso la vocación al Opus
Dei. Pensando en esa variedad de gustos e ilusiones que podemos tener en común
con los demás, san Juan Crisóstomo señala que, mientras más importante es
aquello que nos une, mayores pueden ser los vínculos que de allí pueden surgir:
«Si el solo hecho de ser de una misma ciudad les basta a muchos para hacerse
amigos, ¿cuál tendrá que ser el amor entre nosotros, que tenemos la misma casa,
la misma mesa, el mismo camino, la misma puerta, idéntica vida, idéntica
cabeza; el mismo pastor y rey y maestro y juez y Creador y Padre?»[2].
El prelado del Opus Dei –a quien muchos llaman Padre precisamente
por presidir una familia– señala que «entre fraternidad y amistad se da una
íntima relación. La fraternidad, de simple relación fundamentada en la común
filiación, se hace amistad por el cariño entre hermanos»[3]. Y, al mismo tiempo, Dios actúa en las
relaciones de amistad, llegando muchas veces incluso a escoger a dos o más
amigos para una misma misión, como ha pasado con tantos santos a lo largo de la
historia. Es decir, entre fraternidad y amistad se genera una relación circular
positiva: mientras la primera ofrece permanentemente a las personas una sólida
base común –cimentada, por ejemplo, en haber recibido una igual llamada–, la
segunda contribuye a que esos deseos permanezcan en el tiempo a lo largo de un
camino feliz. San Josemaría, en el año 1974, apenas hubo llegado al lugar en el
que tendría una reunión con hijos suyos supernumerarios en Argentina, decía:
«Os pido hoy, al comenzar, que viváis de tal manera vuestra fraternidad, que
cuando alguno tenga penas no le dejéis, y cuando tenga alegrías, tampoco. Esto
no es un seguro de vida, es más: es un seguro de vida eterna»[4].
Aquí está el dedo de Dios
Precisamente en Argentina había nacido, en el año
1902, Isidoro Zorzano, hijo de padres españoles. Tres años después regresó a
Europa, a la ciudad de Logroño, en donde conoció a san Josemaría cuando ambos
eran adolescentes. Rápidamente se hicieron amigos aunque, al terminar los
estudios, uno optó por la ingeniería y otro por el sacerdocio. Pero el contacto
entre ambos no terminó allí y su correspondencia epistolar es testimonio de
aquella amistad. «Mi querido amigo: Como ya estoy más descansado, puedo salir
la tarde que tú gustes, para lo cual no tienes más que ponerme una tarjeta.
Recibe un abrazo de tu buen amigo, Isidoro»[5], escribía uno. Mientras el otro, cuando
ya vivía en la capital española, en alguna carta respondía: «Querido Isidoro:
Cuando vengas por Madrid no dejes de venir a verme. Tengo cosas muy
interesantes que contarte. Un abrazo de tu buen amigo»[6]. Al poco tiempo, cuando tenía veintinueve
años, llegaría aquel momento crucial en la vida de Isidoro. Por un lado, sentía
en su interior que Dios le pedía algo; por otro, su amigo Josemaría quería
hablarle sobre el Opus Dei, que estaba dando sus primeros pasos. Fue necesario
un solo encuentro, en el que charlaron sobre la santidad en medio del mundo,
para que Isidoro se diera cuenta de que Dios había obrado dentro de esa amistad
regalándole la vocación a la Obra. Esa relación que los unía desde la
adolescencia, esa preocupación mutua, adquiría entonces un nuevo vigor y llevó
a Isidoro a concluir: «El dedo de Dios está aquí»[7].
Es lógico que el descubrimiento de la vocación por
parte de Isidoro no dejara en un segundo plano los vínculos afectivos de
aquellos años de amistad. Dios nos ha creado en alma y en cuerpo, por lo que la
unión sobrenatural no anula los bienes naturales que todos buscamos; lo vemos
en el ejemplo de Jesús, que compartía su vida con amigos. Por eso señala san
Josemaría que «Dios Nuestro Señor quiere, en la Obra, la caridad cristiana y la
natural convivencia, que se hace fraternidad sobrenatural, y no el
convencionalismo de la forma»[8]. El cariño no es algo espiritualizado sino
que es concreto, encarnado, se manifiesta en el tú a tú. No se trata de un
formalismo que puede quedarse en unos simples buenos modales o en una cortesía
que tranquiliza la propia conciencia, sino que busca querer a todos como lo
haría su propia madre.
El 14 de julio de 1943, poco más de diez años después
de aquel crucial encuentro en Madrid, ambos amigos –ahora convertidos en padre
e hijo de una familia sobrenatural– tienen su última conversación. Durante esos
momentos recuerdan quizá su adolescencia, sus cartas, los trabajos codo con
codo en la Academia DYA, los trámites para abrir la primera residencia, los
vaivenes de la guerra civil, el diagnóstico del cáncer de Isidoro… San
Josemaría se despidió de Isidoro confesando un deseo: «Le pido al Señor que me
dé una muerte como la tuya»[9]. Jesús nos enseñó que «nadie tiene amor
más grande que el de dar la vida por sus amigos» (Jn. 15,13) y eso es
precisamente lo que ilusionaba a Isidoro durante sus últimos días: poder seguir
unido a todos en la Obra desde el cielo tal y como lo había estado en la
tierra.
El menos celoso de los amores
Todos conocemos que, en muchas importantes relaciones
humanas, el vínculo objetivo que las une –como el ser marido y mujer, o hermano
y hermana– no genera de manera automática una relación de amistad. Incluso la
existencia, en algún momento, de una verdadera amistad no garantiza la inmunidad
de esa relación frente a las normales secuelas del paso del tiempo. También
Benedicto XVI –siendo todavía cardenal–, al ponderar la fraternidad
sobrenatural entre los cristianos, hacía notar con realismo que «el hecho de
ser hermanos no significa, automáticamente, que sean un modelo de amor»[10]. Y recordaba que en la Sagrada Escritura
abundan los ejemplos, desde el libro del Génesis hasta las parábolas que relata
Jesús.
Por eso, «la fraternidad radicada en la común vocación
a la Obra pide expresarse en una amistad»[11] que, como en las demás relaciones
en las que interviene la libertad humana, no surge de manera instantánea.
Requiere el paciente trabajo de ir al encuentro del otro, de abrir el propio
mundo interior para enriquecerlo con lo que Dios nos quiere regalar a través de
los demás. Las tertulias o las reuniones familiares, por ejemplo, en las que
cada uno despliega su personalidad, son momentos para crear lazos de auténtica
amistad. Allí no existen temas de la vida de los demás –preocupaciones,
alegrías, tristezas, intereses– que no nos toquen personalmente. Crear un hogar
con pasillos luminosos y puertas abiertas a los demás es también parte de un
proceso de maduración personal, ya que «la criatura humana, en cuanto de
naturaleza espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más
las vive de manera auténtica, tanto más madura también en la propia identidad
personal. El hombre se valoriza no aislándose sino poniéndose en relación con
los otros y con Dios»[12]. El hombre se explica satisfactoriamente
a sí mismo solo dentro del tejido social en el que despliega sus afectos.
Esto sucede porque la amistad, cuando busca ser
auténtica, procura no mezclarse con un afán de posesión del otro. Al contrario,
al haber experimentado ese gran bien, sabe lo que tiene para ofrecer a otras
personas: una amistad auténtica es escuela de más amistades, nos enseña a
disfrutar de la compañía de las demás personas aunque, naturalmente, no con
todas se llegue a tener la misma cercanía. C. S. Lewis notaba que «la verdadera
amistad es el menos celoso de los amores. Dos amigos se sienten felices cuando
se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el
recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo. Pueden entonces
decir, como dicen las ánimas benditas en el Dante, “aquí llega uno que
aumentará nuestro amor”; porque en este amor “compartir no es quitar”»[13]. Incluso llega a compararlo con la
imagen que nos podemos hacer del cielo, ya que allá cada uno de los
bienaventurados aumentará el gozo de todos, comunicando su singular visión de
Dios a los demás.
San Agustín, en sus Confesiones, al
recordar con cierta nostalgia a un grupo de amigos suyos, dice sin contener la
emoción: «De muchos hacíamos uno solo»[14]. Relata que lo que los unía eran largas
conversaciones acompañadas de risas, servirse mutuamente con buena voluntad,
leer cosas juntos e, incluso, los repentinos desacuerdos que ayudaban a poner
el foco en todo lo que tenían en común; recuerda las amargas sensaciones ante
la ausencia de alguno, que luego se veían compensadas por la alegría de su
llegada. «La felicidad personal no depende de los éxitos que conseguimos sino
del amor que recibimos y del amor que damos»[15]; depende de sentirnos queridos y de
tener un hogar, en donde nuestra sola presencia es insustituible, al cual
siempre volver, pase lo que pase. Es lo que san Josemaría quería que fueran las
casas de sus hijos e hijas. Precisamente en esos términos se recuerda a la
primera labor apostólica del Opus Dei en Madrid, el año 1936: «Si al piso de
Luchana se acudía por invitación, en cambio se permanecía por amistad»[16]; este es el amable vínculo que,
humanamente, es capaz de mantener la unidad. «Si os amáis, cada una de nuestras
casas será el hogar que yo he visto, lo que yo quiero que haya en cada uno de
nuestros rincones. Y cada uno de vuestros hermanos tendrá un hambre santa de
llegar a casa, después de la jornada de trabajo; y tendrá después ganas de
salir a la calle, a la guerra santa, a esta guerra de paz»[17].
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