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viernes, 27 de agosto de 2021

La vacuna, por @camilodeasis


Juan Guerrero 26 de agosto de 2021

@camilodeasis 

Esa tarde no nos esperábamos la llegada de la enfermera. Una señorita uniformada que venía de la Sanidad. Ella tenía una forma muy particular de tocar a la puerta, caminar y saludar. Con su falda a medio paso, marrón, su blusa blanca manga corta y sus zapatos marrones de tacón corto y medias de nylon, entraba sosteniendo una bandeja de metal y saludándonos con su sonrisita un tanto sarcástica. –Buenas tardes, cómo están ustedes. Acto seguido, nuestra maestra con su voz segura y de tono firme, ordenaba: -Niños, de pie. –Saluden a la señorita. Todos al unísono, respondíamos: -Buenas tardes, señorita.

Pero como ya era tradicional en nosotros, de inmediato dirigíamos nuestras miradas a quien sería el primero de la lista, Acosta Villar, Freddy. Era un negrito carbón que pelaba los ojos mientras todos lo seguíamos mirando con burla y también con curiosidad. Nos relajábamos cruzando los brazos y dejándolos caer en el pupitre, donde apoyábamos la cabeza como queriendo desaparecer por debajo del mueble.


Eran los tiempos de las vacunas. Tantas, que ya hasta nos habíamos acostumbrado a ellas. También a montarnos en el viejo autobús amarillo de la Malariología, donde nos llevaban a la medicatura para los exámenes de sangre, revisarnos la piel y los dientes. Eran tiempos de limpieza general, del aseo y la revisión higiénica que comenzaba siempre a las 7 de la mañana, después de entonar el himno nacional y del estado Zulia.

La maestra, Josefa de Morles, se colocaba frente a la entrada del salón y ordenaba dos filas. Primero entraban las niñas y luego, los varones. Teníamos que extender los brazos frente a ella, doblar y mostrar las palmas de las manos, también los dedos y dejar al descubierto las uñas, abrir la boca y sacar la lengua, ladear la cabeza de un lado y luego del otro, mientras ella se acercaba y miraba las orejas y nos olía, cual can husmeando entre nuestras axilas.

Pero ahí seguíamos contemplando a la señorita enfermera mientras ordenaba los frasquitos, jeringas, algodones y el oloroso alcohol. Ellas conversaban y nosotros rogábamos que se alargara la tertulia deseando que algún milagro ocurriera. Mirábamos a Freddy mientras se iba transformando, emblanqueciendo de tanto nervio y angustia. El tiempo se detenía, como ahora, y de repente las dos mujeres, como siguiendo un ritual previamente acordado, una alzaba el frasquito y con la mano derecha, pinchaba con la jeringa, mientras la maestra, sacudía la carpeta de asistencia y lanzaba por los aires a nuestro conejillo de indias: -Acosta Villar, Freddy.

Como un autómata se paró y de inmediato, frente a la enfermera, desnudó su brazo izquierdo. –No mi corazón, dijo la enfermera. –Esta es diferente. Tienes que desabotonarte la camisa, y te pones un poco inclinado bajando la cabecita, mientras yo te alzo por detrás la camisa y la franelilla hasta arriba. Acto seguido, le clavó la jeringa en la espalda y nuestro héroe hizo solo un respiro tan hondo, que se le marcó todo el costillar cual perro callejero.

Esa tarde todos en el salón lloramos, otros gritaron, otros sollozaron, pero al final, la maestra sentenció, junto con la enfermera: -Se han portado muy bien, ¡felicitaciones!

En el recreo nadie dijo nada. Nadie preguntó, como por estos tiempos: ‘Para qué era esa vacuna’, ‘de qué laboratorio es’, ‘qué efecto tiene’, ‘qué país la fabricó’. Nada de nada. La maestra y la enfermera, solas, tomaban la decisión y ¡zas!, te pinchaban y listo. No había caricias, ni ‘pobrecito’, ni si ‘es posible para mañana, o el otro día, o tengo tos’. Nada. Tampoco en la casa. Uno llegaba y apenas le decía a la mamá, o al hermano: -Me pusieron la vacuna (así, en la pura generalidad), y luego escuchabas: -Ajá. ¿Y te dolió? Luego, la respuesta era un encogerse de hombros y seguir al cuarto o al patio, a lamentarse en la soledad de uno con uno mismo, y nada más.

Ahora, no. Ahora es un puje tras puje. Una criticadera, una duda, una preguntadera generalizada. Lo viví hace poco. Yo mismo me vi entre una larga fila de preguntones: -¿Será que esa vacuna china sirve? ¿O mejor esperamos la rusa? Mientras la mujer en la medicatura seguía con su cara bien lavada y descubierta, llamando y ordenando a la gente para el pinchazo.

Total, escucho a alguien a mi lado murmurar: -Es que el porcentaje de efectividad de esta vacuna es inferior a las que existen en otros países. Lo observo, apenas si sabe manipular su costoso teléfono de última generación. La gente se desordena, tanto por la espera como por tanto infiltrado que llega de último y lo pasan de primero.

Después de tres horas, en medio de una lluvia mañanera y con hambre de perro, da igual la que nos pongan. Pienso en mis tiempos de cuando era niño. Había orden y la maestra y la enfermera disponían de nuestro mundo y nosotros, a fin de cuentas, confiábamos en ellas y en las vacunas.

Juan Guerrero

@camilodeasis 

  

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