Américo Martín 19 de abril de 2021
Los
empresarios tienen mala fama y han sido acusados, por cierto sin abundancia de
pruebas, de cuantos delitos puedan ser imaginados. No pienso limpiarlos de todo
pecado, pero me gustaría, en nombre de la coherencia, emitir juicios
equilibrados sobre su papel en ciertos momentos históricos, como el actual.
Permítanme,
antes de retomar la crónica de este problema, aludir a un interesante debate
organizado por notables intelectuales venezolanos acerca del tema de cuál fue
la personalidad del siglo XIX más determinante de los acontecimientos del siglo
XX. Se escucharon nombres obvios, como Metternich o Talleyrand, pero quizás por
afán de introducir una travesura, interpuse a Carlos Marx. Al fin y al cabo, la
cuarta parte del mundo se había organizado bajo la bandera del marxismo y
contaba este movimiento con una influencia escandalosa que se manifestó
precisamente en el siglo XX.
Lo que
debo aclarar es que cuando emití este juicio ya me había desasido completamente
de la influencia marxista que durante varios años profesé. Había llegado a la
conclusión de que el marxismo es un mito, una fábula inconsistente destinada a
desaparecer.
Paradójicamente,
esos defectos tan acusados le daban una inesperada fuerza a la travesura de
haber propuesto a Marx, porque ya no podía alegarse que su doctrina terminaría
obteniendo logros realmente inolvidables.
El
caso es que Marx fue el crítico más duro contra el rol del empresariado y, su
insistencia en estigmatizar al capitalismo, sembró las ideas más deplorables
sobre la figura del empresario. No obstante, brillantes economistas y, en
particular Marshall y Schumpeter, introdujeron una excelente variante cuando
hablaron del papel emprendedor de los capitanes de la industria al cual debemos
en buena parte la modernidad, el desarrollo de la tecnología y el resultado de
todo ello, la globalización.
Insisto:
no estoy interesado en glorificar a nadie, incluidos, por supuesto, esos
líderes industriales, pero el progreso tiene muchos rostros que han sido
distinguidos por sus aportes en diferentes áreas, de modo que no se debería
dejar por fuera la moderna gerencia empresarial.
En
medio de la situación catastrófica que vive Venezuela, Fedecámaras anunció su
decisión de ayudar a resolver problemas conjuntamente con el gobierno de
Maduro. La primera respuesta del oficialismo fue positiva, lo que despertó el
interés colectivo y animó a no pocos dueños de empresas. Sin embargo, el
entusiasmo duró poco, cuando de la manera más inesperada, en Miraflores se
produjo un viraje sorprendente; llovieron acusaciones algo polvorientas,
extraídas del viejo baúl de los malos recuerdos. Se acusó a Fedecámaras de
urdir planes conspirativos a los que supuestamente nunca habría renunciado. Fue
un mazazo que desconcertó a los defensores de la iniciativa de Fedecámaras y
probablemente despertaría ácidas críticas en el seno del oficialismo contra el
gobierno de Maduro. Quedamos pues, en el mismo lugar, sin avanzar ni
retroceder, lo cual en las condiciones de Venezuela representa un peligro real.
Personalmente,
considero que la iniciativa de Fedecámaras era necesaria y lamento que de nuevo
estemos envueltos en incógnitas al respecto.
No sé
si tan lamentable incidente le pone fin a este esfuerzo para que distintos
sectores del país resuelvan problemas tangibles, pero si así fuere, el costo
podría ser inmensurable, entre otras cosas porque desanimaría las iniciativas
plausibles provenientes de otros sectores de la sociedad.
El
oficio político siempre está en juego en ocasiones como la que aquí he
comentado y, sin duda en todos los casos donde se ejerce con probidad, deja una
enseñanza fundamental: no se puede tomar una iniciativa juzgada positiva para
abandonarla ante los primeros obstáculos. Por eso, sería importante que
siguieran surgiendo propuestas constructivas en función del bienestar, de la
libertad, del progreso social y material de un pueblo colocado en niveles tan
dramáticos como el nuestro. Por supuesto, todo en el marco de la democracia.
Uno de
los más grandes políticos del siglo XIX, nuestro Libertador Simón Bolívar,
sabía sacarle provecho a las confrontaciones más difíciles y a las
declaraciones más comprometedoras, pocas de las cuales tan trágicas como el
Decreto de Guerra a Muerte, dictado en la noche del 14 al 15 de junio de 1813
en un pueblo de los Andes de Venezuela, por un joven héroe de 30 años, para
entonces general en jefe del Ejército patriota, a la orden del Congreso de
Nueva Granada.
En
estado febril, razonando consigo mismo, llegó a la conclusión de que él no
podría responder con balidos de oveja a la brutal sed de sangre de los
ejércitos del rey.
Como
era de esperarse fue coreado y aplaudido por los jóvenes oficiales que lo
acompañaban y, no obstante, el Libertador deslizó una variante que atenuaba en
forma interesante el rigor del decreto. A los españoles y canarios que había
prometido la muerte, ahora les brindaba la mejor manera de escapar a ella: «…Y
se unan a nosotros; en una palabra, los españoles que hagan señalados servicios
al Estado, serán reputados y tratados como americanos».
Con
una claridad absoluta en un momento de exaltación tan crispante, Bolívar dejó
claro que es la unidad de los maltratados —con la colaboración incluso de sus
perseguidores dispuestos a unirse a la República— el camino posible para
redimir a los pueblos en libertad, en democracia, en respeto a la dignidad; la
única vía para volver a tener una patria libre, democrática y próspera. Tómense
estas sabias palabras de un gran líder político para que en los momentos de
extremas necesidades todos persistamos en los propósitos más elevados sin
doblegarse, sin desanimarse y perseverando hasta el fin de la vida si fuere
necesario.
Américo
Martín
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