Por Gregorio Salazar
«Vivir para ver», dice
con irrebatible sencillez la sabiduría popular atribuyéndole a la permanencia
en el tiempo la posibilidad de presenciar cambios insospechables, proezas que
se creían imposibles, lo inverosímil hecho realidad. El tránsito terrenal enhebra,
al fin y al cabo, un constante desfilar de eventos insólitos de indistintos
signos, fatales o maravillosos, derrumbes de mitos e imperios, el renacer de
causas, pasiones, cruzadas que se creían perdidas y otras que se manifestaban
infalibles e invencibles pulverizadas por la rueda de la historia.
El tiempo deja ver que
no hay victorias definitivas ni derrotas totales, que desde cualquier matorral
saltará la liebre que enseguida se le escapará a cualquier cazador de invicta
puntería.
El tiempo frota su paño
implacable sobre el espejo opaco de la realidad y deja ver nítidamente cuán
fútil, vana o vacua fueron las causas que condujeron a terribles tragedias y
qué fácil hubiera sido evitarlas.
Lo único permanente es
el cambio, se repite ahora con asiduidad. Y siempre habrá en la vida de los
pueblos quien se pare, sobre un riel —para bien o para mal, con éxito o sin él—
a tratar de detener una locomotora con las manos. La política es campo fértil
para ello, pero ese es otro cuento. Lo apreciable es que la esencia de la
condición humana nos lleve a olvidar tan pronto las causas por las cuales
erraron fatalmente otros mortales.
Viene motivado tan
largo introito, sin ánimo de hacer de la materia filosófica pieza de bisutería,
por la irresistible fascinación que (nos) sigue despertando la fatal e
increíble historia de la cual se acaban de cumplir 109 años: el hundimiento del
Titanic en su primer y último viaje. ¿Sería exageración o herejía afirmar que
ese navío es hoy mundialmente tan conocido como la milenaria Arca de Noé y que
su historia tiene ribetes de parábola del Nuevo Testamento?
Un banquero superpoderoso, una línea naviera rutilantemente exitosa, la vanguardia de la ingeniería mundial, el mayor astillero conocido se unieron para construir un prodigio naval, un buque de potencia y suntuosidad maravillosas, un «inhundible» palacio flotante que en su viaje inaugural no navegó ni 100 horas antes de quedar despedazado y dormido en un lecho eterno, oscuro y silencioso, a tres kilómetros de la superficie marina.
Ambición, codicia,
arrogancia, desafío temerario a la naturaleza, menosprecio por la vida de los
demás, de todo ello se encontrará en esa historia que, de manera
sorprendentemente premonitoria, fue contada 14 años antes en la novela que su
autor, Morgan Robertson, curiosamente tituló, por primera vez, Futilidad. Lo
cambió después de verla hecha realidad por El naufragio del Titán.
Vamos a lo fútil en la
tragedia del Titanic y encontraremos un nombre que comúnmente no aparece tan
aparejado a la del primero, pero que desde un principio gravitó sobre este:
Mauritania, el trasatlántico que desde 1906 se había convertido en el más
grande y más veloz de la historia, propiedad de la Cunard Line, la naviera
rival White Star Line, propietaria del Titanic.
Era tras las preseas
del Mauritania que iba Bruce Ismay, el obnubilado propietario de la White Star
a bordo de su grandioso buque, al que llevó finalmente al desastre. El
Mauritania poseía desde 1907 la Banda Azul, galardón por la travesía
trasatlántica más rápida de la historia en sentido este y también oeste, la
primera de ellas, dato no menor, en su viaje inaugural.
Cuando el Titanic se
hizo a la mar, el 10 de abril de 1912, el Mauritania, tenía tres años con el
récord de velocidad medido en 28 nudos, unos 52 kilómetros por hora en cálculo
terrestre, y lo mantuvo durante 20 años. Esto equivale a decir que ni el Titanic
ni sus hermanos idénticos que le sobrevivieron —el Olympic y el Britannic—
pudieron nunca con el récord de velocidad y travesía del Mauritania. En primer
lugar, porque sus máquinas estaban diseñadas para un rango algo menor: 23
nudos, 43 km/h.
Bruce Ismay, quien
cobardemente salvó su vida del naufragio, pero fue el primer responsable de la
muerte de 1.513 personas, iba entonces tras un imposible. Cuántas muertes y
cuantos genocidios no han ocasionado quienes se amarran a quimeras ideológicas.
Van como Ismay, sin importarles las inmensas montañas de hielo que la realidad
le va anteponiendo a sus planes y que los harán sucumbir irremediablemente.
Como sucinto corolario,
fue el Carpathia, buque de pasajeros de modestas dimensiones propiedad de la
Cunard, el que rescató a los 712 sobrevivientes del Titanic. Su capitán, Arthur
Rostron, pasó como un héroe a la historia, mientras que el tan meritorio
capitán Smith subordinó su experiencia y capacidad a los demenciales dictados
de su patrón. En ello se le fue la gloria y la vida. Como la humanidad no
aprende, el Carpathia también terminó seis años después en el fondo del mar,
llevado allí por un torpedo alemán en la Primera Guerra Mundial.
Ah, el naufragio del
Titanic también provocó el estrepitoso hundimiento económico de la White Star
Line, que terminó fusionada a la archirrival competidora que enfrentaba
ferozmente: la Cunard Line, que aún opera grandes cruceros. Vivir para ver. Ver
para creer. Vueltas que da la vida.
Gregorio Salazar es
Periodista. Exsecretario general del SNTP.
25-04-21
https://talcualdigital.com/vueltas-que-da-la-vida-por-gregorio-salazar/
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