Carolina Gómez-Ávila 25 de abril de 2021
Lo que soy es una nada, esto
me da a mí y a mi carácter la satisfacción
de conservar mi existencia en
el punto cero, entre el frío y el calor,
entre la sabiduría y la
necedad, entre el algo y la nada, como un simple quizás.
Jean-Paul Sartre
Solo
Dios sabe lo complicado que es para nosotros, simples mortales, entender
cabalmente a Sartre. Podríamos comprender las categorías aristotélicas, la
dialéctica hegeliana y la ética kantiana y, aun así, irnos de bruces entre
Heidegger y Sartre, especialmente si miramos sus posiciones políticas.
Cuando
se dieron cuenta de esto, los cerebros más selectos conformaron una especie de
club para intercambiar lisonjas y repartir menosprecios y, como ya Gramsci les
había dado espacio propio para la organicidad, las ideas más complejas
descendieron al vulgo en forma de alegatos políticos o, mejor, deformadas para
ser convertidas en argumentos políticos.
Así
fue que, en 2018, se introdujo «la nada» para etiquetar, con glamour sartriano,
a quienes no corrieran a dar su voto a Henri Falcón, porque «abstencionistas»
ya se había desgastado en la intención de degradar a los adversarios, como se
hizo con judíos y tutsis.
Sucede
que lo que alguien pudo creer que era un bien amoblado razonamiento a favor del
voto —¡sin importar la circunstancia en la que se adelante la lucha política!—
terminó siendo propaganda seguida de un platanazo del tambor mayor, cuando
defendió otra abstención porque los candidatos eran «Satanás y Belcebú».
Hay
que ser venezolanos para saber que, si algo sobra en nuestro folklore, son
nombres para el innombrable. No empujen, que cada uno tendrá el suyo en la
farsa regional. Lo importante es que las falacias tienen las patas un poquito
más largas que las mentiras, pero no mucho.
Valga
la advertencia para los académicos y aspirantes a intelectuales de aquí, que
aspiran a suceder al intelectual orgánico. No olviden que la honestidad
intelectual exige la no-intencionalidad política del discurso. Claro que
ustedes también son libres de arrastrar su reputación igual que el otro, pero
no tengo que decirles que les dolerá más y les importará más que a uno que no
tiene otro interés que el que se vio que tiene.
Otra
cosa: cuando en 1964 Jean-Paul Sartre rechazó el Nobel de Literatura —honor y
dinero, las dos cosas— dicen que apoyó a los guerrilleros venezolanos. Pero
unos años más tarde, a la chita callando, intentó cobrar lo que había
despreciado públicamente. El desenlace fue el mismo que estoy viendo en este
papelón: los suecos se hicieron los ídem, el filósofo sufrió la náusea y sus
pretensiones se volvieron la nada.
Carolina
Gómez-Ávila
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