Por Luis B. Petrosini
Existen momentos en la vida
de un país en los que luce imposible que su situación empeore. Es ese período
en el cual todo es precario, las calamidades alcanzaron su más alto nivel, las
condiciones de vida de los ciudadanos se tornan angustiantes y comienza a
inquietarles una auténtica desazón, una suerte de pesadumbre que convierte a
muchos en una especie de zombis para quienes ciertas cosas que en algún momento
importaban acaban perdiendo su significado.
Es entonces que los más
optimistas comienzan a vaticinar que “hemos tocado fondo”, frase que sugiere
que se iniciará un rebote de la situación. Pero la historia, siempre tan
aleccionadora, ha enseñado que siempre se puede retroceder, o, como acotan
algunos seguidores de las llamadas leyes de Murphy, “sonría, que mañana puede
ser peor.”
Resultan imposibles de
entender ciertas vicisitudes si pretendemos abordarlas por la vía de la razón,
esto es, la lógica de las cosas y de la vida. Esto no basta para comprender lo
que ocurre en esta Venezuela. Carece de sentido que un país que se derrumba en
todos los órdenes no encuentre respuestas sensatas por parte de sus dirigentes
para detener esa caída. Por el contrario, más bien pareciera que hacen todo lo
posible, que ponen todo su empeño en acelerar el desplome; ciertamente, esto
resulta difícil de explicar. Pero hagamos un ejercicio y tratemos de entender
esta locura.
Quienes tomaron el poder a
fines del siglo pasado han tratado de imponer un modelo que se traduce en el
cambio radical del contrato social con el cual, con sus cualidades e
imperfecciones, habíamos convivido en los últimos años. Lo que se suponía
ganado con tal cambio de rumbo, sería la progresiva disminución de la pobreza
en el país y un mejor reparto de los recursos disponibles, así como una mayor
eficiencia en la utilización de esos recursos que permitiera incrementar los
bienes y servicios con los cuales satisfacer las necesidades de la población.
Está a la vista que tales premisas no se han cumplido. Muchos advertimos que
eso sólo sería posible siempre que los ingresos petroleros reales por habitante
mantuvieran una tendencia creciente o, al menos, estable. En la época de las
alzas, los años 2005 a 2009, las cosas funcionaron medianamente. No importaba
que la clase media sufriese los efectos negativos de las políticas públicas
instrumentadas, al fin y al cabo nunca iban a ser simpatizantes del régimen y si
se empobrecían cada día, mejor todavía; recordemos aquella célebre frase: “el
socialismo solo se construye desde la pobreza”. Bastaba con que tuviera el
gobierno la capacidad de auxiliar a su base de apoyo fundamental, los más
desposeídos, para mantener el poder en cualquier elección que se presentase.
Pero todo cambió
radicalmente. Inclusive antes del derrumbe de los precios petroleros ya el
sistema acusaba profundas grietas que indicaban su precariedad. El más
elemental análisis de todas las encuestas realizadas en Venezuela en los
últimos tiempos comprueba la brutal caída en el respaldo que la población le
otorga a la gestión gubernamental. Ello hace vislumbrar una derrota del
oficialismo en el proceso electoral del venidero mes de diciembre que elegirá a
los nuevos miembros de la Asamblea Nacional, un revés que supondría un cambio
importante en el entorno político del país. En medio de esa situación, se
podría pensar que el presidente y las altas autoridades tomarían medidas que
alivien la situación, pero resulta que no es así. Por el contrario, la gestión
política busca disfrazar los problemas cotidianos tratando de desviar la
atención de la opinión pública hacia otros conflictos y situaciones. Es así que
de pronto nos vemos envueltos en una supuesta guerra económica en la que cada
día se cree menos. Un abominable crimen es utilizado como instrumento para
crear la impresión de que el delincuente tiene estrechas vinculaciones con
líderes de oposición y que es financiado con divisas provenientes directamente
de políticos estadounidenses, quienes le habrían enviado en el pasado dólares
en efectivo para crear zozobra en el país; macabra pero ridícula intentona. Más
tarde nos peleamos con Guyana, con la excusa de unas operaciones petroleras
realizadas por una empresa del imperio, argumento que se viene al suelo al
constatarse que el propio inmortal parece haber acordado tal operación con las
autoridades guyanesas. Y ahora le toca a Colombia, como si con el cierre de
fronteras se fueran a resolver los problemas Y las colas siguen, la escasez
aumenta, todo se desploma y la moneda de fuerte pasa a raquítica.
Todo luce como si el
gobierno, convencido ya de la inevitabilidad de la derrota, tensara más la
cuerda de las provocaciones para generar un caos que proporcione la excusa para
aplazar los comicios, apostando a que dentro de algunos meses algún milagro se
produzca y la situación mejore, sin percatarse de que lo más probable es que
ocurra todo lo contrario, por lo que se le puede recordar a Maduro que es mejor
que sonría hoy, que mañana será peor. ¿O será que algo oscuro se cuece en el
caldero?
Y mientras este desastre
ocurre cada día, las loas gubernamentales me recuerdan la estrofa de una vieja
canción de Serrat que coreaba: “Nada tienes que temer, al mal tiempo buena
cara, la Constitución te ampara, la justicia te defiende, la policía te guarda,
el sindicato te apoya, el sistema te respalda y los pajaritos cantan y las
nubes se levantan.” Y ellos lo creen de verdad, ¡pobres!
13-09-15
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