FÉLIX PALAZZI 07 de mayo de 2016
@FelixPalazzi
Existen
sobrados motivos para desesperarnos. Aquellos que vivimos sumergidos en los
avatares de la vida cotidiana tenemos que enfrentar obstáculos inesperados que
se nos presentan en el camino. No me refiero únicamente a los propios de
cualquier existencia humana sino, en particular, a la dificultad de vivir con
un sueldo que no alcanza y de no encontrar lo más básico para la subsistencia,
como la comida y las medicinas. Todos, con excepción de algunos privilegiados,
hemos tenido que padecer el avanzado deterioro de nuestro sentido de
pertenencia, prosperidad y seguridad. Esto trastoca la forma como vivimos y
entendemos la esperanza. Pero en nuestro contexto, para hablar de la esperanza,
tenemos que referirnos a la desesperanza y preguntarnos si hay posibilidad de
superarla.
La
esperanza no se limita a lo meramente subjetivo y privado. Bien les convendría
a los políticos de turno recordar aquella idea de Maquiavelo: “nunca ha sido
una buena opción inculcar la desesperanza en el pueblo, porque quien no espera
el bien tampoco teme al mal”. Apostar al caos y a la desesperanza es una
herramienta de alto costo político que comporta un riesgo a corto plazo.
Lamentablemente, el discurso político se aleja, cada vez más, de principios éticos,
retorciéndolos a su mezquino favor.
Dante,
al iniciar su viaje al infierno en la Divina Comedia, señala: “ustedes que
entran, dejen atrás toda esperanza”. Esto nos permite inferir que cuando no hay
esperanza ya se está viviendo en un infierno. Hoy más que nunca es necesario
reconocer los “infiernos” de nuestra sociedad para discernirlos y superarlos.
No se trata de hablar de ellos como quien enumera una lista de pecados.
Descender a los propios infiernos y reconocerlos, permite vislumbrar su
asunción y posible superación porque en la raíz de toda desesperanza, existe
siempre la llama de la esperanza. No desesperaríamos si no esperásemos algo.
Discernir lo humano
La
desesperanza se traduce en apatía, miedo o alienación. Pero existe la
posibilidad de descubrir en ella una oportunidad para discernir lo que tiene más
valor en nuestras vidas. Es una ocasión para discernir lo verdaderamente
humano. Nada hay más potente que recordar aquello que realmente es motivo de
nuestra esperanza. Por ello, no basta hacer una simple ponderación de valor de
la desesperanza, si es positiva o negativa. Es un dato y un hecho que marca
nuestra realidad cotidiana, pero ella puede ser asumida sea como una fuerza
destructora o como una transformadora capaz de recrear nuestros vínculos
sociales.
Santo
Tomás recordaba que “la esperanza es contraria al miedo”. La esperanza requiere
de la confianza en nosotros mismos, pero siempre en total honestidad respecto
de nuestro pasado, presente y futuro. No se vive de la esperanza desde el
simple abandono al devenir del tiempo. No cabe el dicho: “como vaya viniendo
vamos viendo”. Fomentar la esperanza es mucho más que el abandono inerte y
apático al desenlace de la historia. Es asumirnos como protagonistas de
nuestras vidas y poder decidir por nosotros mismos.
Se
vive de la esperanza cuando afrontamos con coraje lo cotidiano y asumimos sin
pesadumbre a quienes nos están cerca. Desde la valoración del otro se va
fomentando y entretejiendo a la esperanza propia. Por ello, más allá del ciego
optimismo, la esperanza es uno de los valores más importantes para sanar los
miedos, la indiferencia y la alienación. Ella nos abre al otro desde la acogida
y el acompañamiento solidarios. Depende de nosotros asumirla.
Felix
Palazzi
@FelixPalazzi
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