CARLOS PADILLA ESTEBAN 07 de mayo de 2016
Hay
mucha gente que no sabe amar bien y le dice a la persona a la que ama: “Yo te
quiero a mi manera”. Lo he escuchado tantas veces…
Tal
vez es una frase hecha o una forma de salir del paso. Con ello justifican sus
omisiones o sus formas ajenas al amor. Se convencen de que no son egoístas, que
tienen sólo un distinto lenguaje, distintas formas.
Pienso
que el amor no se construye a partir de promesas vacías. O de formas que el
otro no comprende. El amor tiene un lenguaje oculto y cierto.
Tal
vez es que sólo hay una forma verdadera de amar. La de Jesús. La de Aquel que
se dio por mí por entero. La del que no espera nada y sigue amando. La del que
busca al que ama sin cansarse. Una única forma de amar. Un amor verdadero.
No se
puede amar a alguien a su manera y que el otro no entienda esa forma de amar. O
el otro me entiende cuando le amo o hay algo que no está funcionando bien. No
me puedo escudar en que son mis formas, mi lenguaje, mi manera de amar para
justificar así mi egoísmo.
En el
fondo todos sabemos cómo es el verdadero amor. Y por eso cuando escuchamos la
descripción de san Pablo en la carta a los corintios nos emocionamos. Queremos
un amor así. Un amor que no lleva cuentas del mal que recibe ni del bien que
hace. Un amor que no es envidioso.
Comenta
el papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: “El verdadero amor valora
los logros ajenos, no los siente como una amenaza, y se libera del sabor amargo
de la envidia. Acepta que cada uno tiene dones diferentes y distintos caminos
en la vida. Entonces, procura descubrir su propio camino para ser feliz,
dejando que los demás encuentren el suyo”.
Un
amor que respeta, que tolera, que acepta. Un amor que no se compara y no mira
con recelo o envidia la vida de los demás. El amor que da su vida por los que
ama. El amor que nos ha dado la vida.
Todos
somos hijos de un amor primero, el de nuestros padres. Un amor que se hizo
carne en nosotros. El otro día miraba a mi madre. Y pensaba que hacía ya muchos
años ella estuvo a punto de morir en mi parto. Y Dios me la regaló por muchos
años.
Estuvo
a punto de dar la vida por mí ese mismo día de mi nacimiento. Luego la ha
seguido dando durante muchos años. Me da tanta paz estar a su lado… Tiene la
cabeza más allí que aquí, pero está feliz, con paz.
Ya no
peca, ya no se enfada y a todo le dice que sí con una sonrisa. Para ella no hay
plan malo. Se alegra si estamos cerca. Pienso que estar con ella es como estar
con Dios. Le doy gracias a ella por darme la vida.
Mi
madre se parece cada vez más a un Cristo roto. No puede hacer ya nada sola. La
lavan, la mueven, le dan de comer. Y ella se deja hacer. Dócil, callada,
tranquila. Es mi cristo roto vivo a mi lado.
Me
gusta estar con ella a ver si se me pega algo de su luz. A ver si me parezco a
ella un poco más. Un amor que espera, un amor que no se queja, un amor que
sonríe y besa. Así me gustaría aprender a amar.
Pienso
que muchas veces yo soy sus brazos. Cuando la hago caminar, cuando le doy la
comida. Sus brazos y sus pies. Y ella me sonríe. Como mi Cristo roto, sin
brazos.
Me
conmueve pensar en ese amor que se deja hacer. Pensar en ese Jesús crucificado,
llagado, sin vida. Un Cristo que espera y ama en silencio. Sin grandes
declaraciones. Sin justificar nada. Sin hacer promesas.
Creo
que así es el verdadero amor. Pero no siempre amamos así. No siempre mi amor es
puro. No siempre pienso en la felicidad del otro antes que en la mía propia. No
siempre me desgasto sin esperar nada, doy sin querer recibir, me entrego sin
esperar cambios. Tengo envidias, me comparo, no llevo con paciencia los
defectos de los otros.
Quiero
el amor de Dios en mí. Quiero que forme mi corazón en sus manos y me
transforme.
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