Por Piero Trepiccione
Venezuela pareciera
estar bifurcada en dos mundos absolutamente disociados que conviven, pero no se
entremezclan ni se comprenden.
El país social, según
cifras aportadas por la última Encovi, pero
también expresadas por la Cepal, la ONU, FAO, Banco mundial, FMI, publicaciones
especializadas en economía, diversos observatorios nacionales e
internacionales, la OPEP, entre muchos otros; dan cuenta de un deterioro
progresivo y reiterado que se fue agudizando durante los últimos cinco
años. El resultado: una recesión sin parangón.
Las conocidas
dificultades social
El deterioro interno
del país ha sido inexorable, tanto en las condiciones de vida en términos
multidimensionales como en la infraestructura de servicios públicos.
Un panorama tan desolador que obligó, prácticamente, a cerca de cinco
millones de venezolanos a marcharse
a otros países para poder llevar la
carga de la sobrevivencia de sí mismos y de sus familiares que quedaron en
territorio nacional sometidos a extremas limitaciones.
Un retroceso sin igual
en la historia republicana del país. Una creciente demanda de respuestas
estatales que no se vislumbran bajo ninguna circunstancia, y agravada por
una pandemia que al principio parecía pasar de lado de nuestras fronteras y
que, de pronto, comenzó a crecer a un ritmo vertiginoso. Nos llega con el
sistema de salud colapsado y sin capacidad de responder adecuadamente.
Aunado a esto, lo ya
conocido. Una ciudadanía quejándose de los cortes eléctricos, de la falta
de agua, de gas doméstico, de la gasolina, de la inflación galopante, del
déficit enorme en el transporte público, entre otras necesidades, cuya
satisfacción pasa por un auténtico calvario. Un país social donde la
pobreza aumentó desproporcionadamente durante los últimos años. Un país
que no pudo hacer sustentable el desarrollo apenas comenzaron a descalabrarse
los precios petroleros en el mercado internacional. Este es el país de la
cotidianidad, el duro de vivir. Uno que no encuentra eco en el otro país.
Las dificultades
políticas
El país político por su
parte, avanza en otra dirección y hacia otros intereses. En primer lugar, un
gobierno que se mira su ombligo sin creer en la alternabilidad del poder. Sus
acciones reflejan un mantener el poder a toda costa, independientemente del
descalabro económico que esto implique.
Un gobierno que piensa
en elecciones no participativas sino cerradas a un club de amigos que garantice
su permanencia en el poder, aun cuando alrededor de un 80% de la población
manifieste abiertamente su descontento hacia él. En fin, un gobierno que bajo
unos pocos argumentos que terminan culpabilizando siempre a otros de los males
que nos aquejan, se nutre de esquemas propagandísticos que intentan
desinformar a una población que ya no cree pero que está atada en sus
libertades.
Pero en segundo lugar,
nos encontramos con una serie de partidos cuyo objetivo central más que el país
y sus necesidades, es conseguir el “control” de la oposición política con fines
grupales y personales.
A estos partidos les interesa
ir a elecciones no para lograr un cambio real en el poder, sino para asegurarse
“cuotas” de representación que garanticen acceder a beneficios públicos. Se
trata de una serie de partidos que ha sido mayoría en el segmento opositor y
que han obtenido un respaldo importante de la comunidad
internacional para promover el cambio político. Sin embargo, por sus
ambiciones personales y egos desatados, se han perdido en el debate.
Nada fácil la situación
de Venezuela en los actuales momentos. Un enemigo más peligroso que el
otro. La pandemia con toda su furia acechando todo el territorio nacional y
ahora, la fragmentación del liderazgo que provoca una desconexión
emocional del país social con el país político. Esa fractura puede traer
consecuencias mucho más lamentables que las nefastas circunstancias a las
cuales estamos sometidos. La sociedad civil tiene la palabra en esta
hora donde los partidos se han aislado sin ninguna necesidad.
09-08-20
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