Francisco Fernández-Carvajal 09 de agosto de
2020
@hablarcondios
— Para ser buenos
cristianos hemos de ser ciudadanos ejemplares.
— Los primeros
cristianos, ejemplo para nuestra vida en medio del mundo.
— Estar presentes allí
donde se decide la vida de la sociedad.
I. Acababan de
llegar de nuevo a Cafarnaún –leemos en el Evangelio de la Misa1–,
y los recaudadores del tributo del Templo se acercaron a Pedro para
preguntarle: ¿No va a pagar vuestro Maestro la didracma? La
contribución anual de dos dracmas para el sostenimiento del culto era
obligatoria para todo judío que hubiera cumplido los veinte años, aunque
viviera fuera de Palestina. La respuesta afirmativa de Pedro a los recaudadores
sin contar con Jesús nos muestra que, efectivamente, el Señor acostumbraba a
pagar el impuesto. La escena debe ocurrir fuera de la casa y en ausencia del
Maestro, y, al entrar, Jesús, que se encontraba dentro, se anticipó con esta
pregunta: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quién reciben tributo o censo los
reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?
Bajo las monarquías antiguas, el tributo del censo era
considerado como una contribución especial en beneficio de la familia real. De
aquí la pregunta de Jesús a Pedro: los reyes de la tierra, ¿de quiénes
cobran tributos o censos? La respuesta era bien fácil: de los
súbditos, de los extraños, había respondido Pedro. Luego
los hijos -concluye el Señor- están libres. Ante este
tributo del Templo, Jesús se encuentra en el mismo caso que los hijos del rey
respecto al censo debido al soberano. Y al declararse exento, enseña que es el
propio Hijo de Dios y que habita en la casa del Padre2,
en casa propia. Es el Hijo del Rey, y no está obligado a pagar tributo.
Pero el Señor quiso cumplir con toda exactitud sus
deberes de ciudadano, como los demás, aunque mostró su condición divina en la
forma de obtener la suma que se le pedía. Este pasaje del Evangelio, que solo
ha recogido San Mateo, nos muestra también la pobreza de Jesús, que no posee ni
dos dracmas, una cantidad pequeña; también, la distinción que el Señor hace con
Pedro al pagar por los dos: para no escandalizarlos -dice
Jesús a Simón-, ve al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique
sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estater; tómalo y dalo por Mí y por
ti. El estater equivalía a cuatro dracmas3.
Y comenta San Ambrosio: es una gran lección, «que
enseña a los cristianos la sumisión al poder soberano, a fin de que nadie se
permita desobedecer los edictos de un rey de la tierra. Si el Hijo de Dios ha
pagado el tributo, ¿crees que tú eres mayor para dejar de pagarlo? Aun Él, que
nada poseía, ha pagado el tributo; y tú, que buscas los bienes de este mundo,
¿por qué no reconoces las cargas del mismo?, ¿por qué te consideras por encima
del mundo...?»4.
De este y de otros pasajes del Evangelio podemos
aprender que, si queremos imitar al Maestro, hemos de ser buenos ciudadanos que
cumplen sus deberes en el trabajo, en la familia, en la sociedad: pago de
impuestos justos, voto en conciencia, participación en las tareas públicas...
«Ama y respeta las normas de una convivencia honrada, y no dudes de que tu
sumisión leal al deber será, también, vehículo para que otros descubran la
honradez cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a Dios»5.
II. Después de la
venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles tuvieron más clara
conciencia de ser enviados por el Señor para estar presentes en la entraña
misma de la sociedad. Como el Maestro, no eran del mundo6,
y el mundo en muchas ocasiones les rechazaría y no tendría con ellos la sonrisa
de benevolencia que se reserva para lo que es propio. Sin ser del mundo, sin
ser mundanos, los primeros cristianos rechazaron costumbres y modos de conducta
incompatibles con la fe que habían recibido, pero jamás se sintieron extraños a
la sociedad a la que por derecho propio pertenecían. Los Apóstoles recordarían
en su predicación con particular firmeza aquellas parábolas que les vinculaban
al propio corazón de la sociedad humana, porque solo allí podían alcanzar su
pleno cumplimiento: la sal, que tiene que sazonar y preservar de la corrupción
la vida de los hombres; la levadura, que se mezcla y se confunde con la harina
para fermentar toda la masa; la luz, que ha de brillar ante las gentes, para
que convencidos por las obras glorifiquen al Padre que está en los cielos.
Los primeros cristianos no buscaron el aislamiento, ni
colocaron barreras defensivas que garantizaran su subsistencia en momentos en
que la incomprensión arreciaba. Su actitud en las mismas épocas de persecución
no fue ni agresiva ni medrosa, sino de serena presencia; la levadura opera
confundida entre la masa. La presencia cristiana en el mundo fue
radicalmente afirmativa, y toda la injusticia de los perseguidos se reveló
incapaz de turbar la actitud serena y constructiva de los cristianos, que se
mostraron siempre como ciudadanos ejemplares. La violencia de las persecuciones
no hizo de ellos personas inadaptadas o antisociales, ni logró deshacer su
solidaridad esencial con el resto de los hombres, sus iguales. «Se nos echa en
cara que nos separamos de la masa popular del Estado» –arguye Tertuliano–, y
eso es falso, porque el cristiano se sabe embarcado en la misma nave que los
demás ciudadanos y participa con ellos de un común destino terreno, «porque si
el Imperio es sacudido con violencia, el mal alcanza también a los súbditos y
en consecuencia a nosotros»7.
Calumniado e incomprendido a veces, el cristiano se mantuvo fiel a su vocación
divina y a su vocación humana, ocupando en el mundo el lugar que le
correspondía, ejerciendo sus derechos y cumpliendo acabadamente sus deberes8.
Los primeros cristianos no solo fueron buenos
cristianos, sino ciudadanos ejemplares, pues estos deberes eran para ellos
obligaciones de una conciencia rectamente formada, a través de las cuales se
santificaban. Obedecían a las leyes civiles justas no solo por temor al
castigo, sino también a causa de la conciencia9,
escribía San Pablo a los primeros cristianos de Roma. Y añade: por esta
razón -en conciencia- les pagáis también los tributos10.
«Como hemos aprendido de Él (de Cristo) –escribe San Justino Mártir a mediados
del siglo ii–, nosotros procuramos pagar los tributos y contribuciones,
íntegros y con rapidez, a vuestros encargados (...). De aquí que adoramos solo
a Dios, pero os obedecemos gustosamente a vosotros en todo lo demás,
reconociendo abiertamente que sois los reyes y los gobernadores de los hombres,
y pidiendo en la oración que, junto con el poder imperial, tengáis también un
arte de gobernar lleno de sabiduría»11.
Nosotros podemos preguntarnos hoy en la oración si se
nos conoce por ser buenos ciudadanos que cumplen puntualmente sus deberes, si
somos buenos vecinos, buenos compañeros de trabajo...
III. La
Iglesia ha exhortado siempre a los cristianos, «ciudadanos de la ciudad
temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales,
guiados siempre por el espíritu evangélico»12.
Los demás han de ver en nosotros esa luz de Cristo reflejada en un trabajo
honesto, en el que se cumplen con fidelidad las obligaciones de justicia con la
empresa, con quienes trabajan a nuestro cargo, con la sociedad en el pago de
los impuestos que sean justos; el estudiante, formándose a conciencia en su
futura profesión; el profesor, preparando cada día sus clases, mejorando su
explicación año tras año, sin caer en la rutina y en la mediocridad; la madre
de familia, cuidando del hogar, de los hijos, del marido, pagando lo justo a
quien le ayuda en las tareas de la casa...
No pueden ser buenos cristianos quienes no son buenos
ciudadanos; se equivocan quienes «bajo pretexto de que no tenemos aquí ciudad
permanente, pues buscamos la futura (cfr. Heb 13, 14),
consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que
la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas
ellas, según la vocación personal de cada uno»13.
El cristiano no puede quedar contento si solo cumple
sus deberes familiares y religiosos; ha de estar presente, según sus
posibilidades, allí donde se decide la vida del barrio, del pueblo o de la
ciudad; su vida tiene una dimensión social y aun política que nace de la fe y
afecta al ejercicio de las virtudes, a la esencia de la vida cristiana. «Desde
esta perspectiva adquiere toda su nobleza y dignidad la dimensión social y
política de la caridad. Se trata del amor eficaz a las personas, que se actualiza
en la prosecución del bien común de la sociedad»14.
Como cristianos que se han de santificar en medio del mundo, hemos de tener
siempre muy en cuenta «la nobleza y dignidad moral del compromiso social y
político y las grandes posibilidades que ofrece para crecer en la fe y en la
caridad, en la esperanza y en la fortaleza, en el desprendimiento y en la
generosidad». Y «cuando el compromiso social y político es vivido con verdadero
espíritu cristiano, se convierte en una dura escuela de perfección y en un
exigente ejercicio de las virtudes»15.
Si somos ciudadanos que cumplen ejemplarmente sus
deberes todos, podremos iluminar para muchos el camino que lleva a seguir a
Cristo. En nuestros días, «una masa nueva y sin informar ha surgido en las
viejas tierras cristianas, mientras el mundo, en toda su anchura, es el campo
de una acción apostólica que ha de alcanzar a todos los hombres y en la cual
estamos comprometidos todos los cristianos. Hoy la Iglesia y cada uno de sus
hijos se hallan de nuevo en estado de misión, y a la levadura se le pide que ponga
en acto la plenitud de su fuerza renovadora»16;
esto es posible cuando nos sentimos, ¡porque lo somos!, ciudadanos de pleno
derecho que cumplen sus deberes y ejercitan sus derechos, y no se esconden ante
las obligaciones y vicisitudes de la vida pública.
1 Mt 17,
21-26. —
2 Cfr. Jn 16,
15. —
3 Cfr. F.
Spadafora, Diccionario bíblico, E. L. E., Barcelona 1968,
p. 160. —
4 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, IV, 73.
—
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 322. —
6 Cfr. Jn 17,
16. —
7 Tertuliano, Apologeticum,
28. —
8 Cfr. D.
Ramos, El testimonio de los primeros cristianos, Rialp,
Madrid 1969, p. 170 ss. —
9 Rom 13,
5. —
10 Rom 13,
6. —
11 San
Justino, Apología, 1, 17. —
12 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 42. —
13 Ibídem.
—
14 Conferencia
Episcopal Española, Instr. Past. Los católicos en la vida
pública, 22-1V-1986, 60 y 63. —
15 Ibídem.
—
16 J.
Orlandis, La vocación cristiana del hombre de hoy, Rialp,
3ª ed., Madrid 1973, pp. 74-75.
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