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viernes, 25 de septiembre de 2020

Ideología y moral por @angeloropeza182

 Por Ángel Oropeza

La semana pasada fue hecho público el Informe de la Misión internacional independiente de las Naciones Unidas, encargada de investigar las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones forzadas, las detenciones arbitrarias, y las torturas y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes cometidos desde 2014 en Venezuela.

En un informe que debe ser de obligatoria lectura para quien quiera entender–más allá de sus creencias o posturas ideológicas- la actualidad de la situación de los Derechos Humanos en nuestro país, la ONU identifica en Venezuela “patrones de violaciones y crímenes altamente coordinados de conformidad con las políticas del Estado” y agrega que “parte de un curso de conducta tanto generalizado como sistemático, constituyendo así crímenes de lesa humanidad”. Además, el Informe determinó que “tanto el presidente Nicolás Maduro como los ministros de Interior y de Defensa estaban al tanto y dieron órdenes, coordinaron actividades y suministraron recursos en apoyo de los planes y políticas en virtud de los cuales se cometieron los crímenes”. Para la Misión independiente de la ONU, el patrón de torturas y crímenes por motivos políticos, “lejos de ser actos aislados, se coordinaron y cometieron de conformidad con las políticas del Estado, con el conocimiento o el apoyo directo de los comandantes y los altos funcionarios del gobierno”. En otras palabras, forman parte de una política sistemática del Estado venezolano.


En la actualidad, los sistemas políticos se definen y clasifican no sólo por su origen sino fundamentalmente por una dimensión clave para diferenciar democracias de regímenes tiránicos que se denomina “legitimidad de desempeño”.

De acuerdo con la Carta Interamericana Democrática, legitimidad de desempeño se refiere al cumplimiento por parte de los gobiernos de los elementos esenciales contenidos en los artículos 3 y 4 de dicha Carta, que reza:  “son elementos esenciales de la democracia, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”.

De esta manera, el mundo moderno reconoce y establece taxativamente el respeto estricto a los derechos humanos de las personas como el primer criterio para evaluar como legítimo o no cualquier gobierno o práctica política.  No son las etiquetas prefabricadas que cualquier régimen se adjudique a sí mismo, y mucho menos su ubicación en un continuo de ubicación ideológica. No. El criterio definitorio principal para ser considerado legítimo es el tratamiento concreto a personas concretas. Lo humano es el criterio.

La Constitución venezolana se inscribe en esta visión moderna, y es por ello que establece desde su Preámbulo no sólo el respeto y defensa del derecho a la vida como objetivo superior, sino que además desarrolla un amplio articulado en materia de derechos humanos, uno de los cuales, el artículo 46, obliga a que  «ninguna persona puede ser sometida a penas, torturas o tratos crueles, inhumanos o degradantes». En este sentido,  la tortura y la violación de los derechos humanos no es sólo una trasgresión y un desacato a lo que ordena la Constitución nacional, sino que es además –y esto es lo importante– un factor incontestable y definitivo de deslegitimación política y moral.

En cualquier gobierno pueden existir delincuentes entre las filas de la burocracia represiva o de los organismos de seguridad. El problema grave es cuando la tortura y la violación a los derechos humanos se convierten en una práctica de Estado. Ello no solo descalifica moralmente al régimen y a sus funcionarios, sino que constituye –de nuevo- una peligrosa pero inequívoca causa de deslegitimación política. Un gobierno que recurre de manera sistemática y permanente a la tortura y a los delitos contra los derechos humanos automáticamente deja de ser legítimo, además que por supuesto pierde toda justificación moral.

Las personas inteligentes observan conductas, no etiquetas. Una de las diferencias entre personas de mentalidad política primitiva y otras de razonamiento moderno, es que las primeras se quedan discutiendo sobre los formulismos tipológicos o la autodefinición ideológica de sus gobernantes, mientras las segundas observan su desempeño concreto. Estas últimas se fijan y deciden en función de las acciones del gobierno de turno, mientras las primeras no pueden superar la adicción infantil por los discursos y la palabrería oficialista. Por ello, si un gobierno tortura y viola los derechos humanos como política de Estado, no importan ni sus autoetiquetas ni sus justificaciones: ya perdió el sustento moral sobre el cual descansa su legitimidad.

Más allá de las diferencias ideológicas o de credo político, lo que nos une como raza humana es la primacía de la persona y el sagrado respeto por sus derechos, no importa de quien se trate. Ese es el criterio que en lo individual diferencia a una persona de un animal, y el que en lo político define si un régimen es o no moralmente justificable.

Cuando las ideologías pierden su razón moral, se convierten en simples etiquetas para intentar disfrazar modelos de dominación y explotación humanas.  Por ello son importantes afirmaciones de estos últimos días provenientes de la izquierda latinoamericana, como las de la diputada del Partido Comunista de Chile Camila Vallejo, para quien “los informes de la ONU sobre Venezuela han sido lapidarios. Las violaciones a los DDHH son intolerables y no pueden quedar impunes”, o las del alcalde comunista de Recoleta (Chile), para quien “la vigencia de los Derechos Humanos es de carácter universal y por lo mismo condeno cualquier tipo de violación en el lugar que sea y venga de donde venga”, o las del intelectual argentino de izquierda Pablo Stefanoni, quien habla abiertamente de “la degradación política y moral de la cúpula cívico-militar bolivariana”

Cuando las etiquetas ideológicas se confrontan con la moral, los explotadores se ocultan en las primeras. Parte del trabajo de liberación, por el contrario, es enfatizar siempre la primacía incuestionable de la última. 

24-09-20

https://www.elnacional.com/opinion/ideologia-y-moral/

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