Por Ángel Oropeza
A pesar de la crónica
incertidumbre que nos acompaña desde hace mucho tiempo a los venezolanos con
respecto al devenir político del país, agravada ahora por las particularidades
sanitarias de la coyuntura, hay cosas que son ciertas y que sí sabemos. El
problema está en que el hecho de saberlas nos abre nuevas interrogantes y nos
exige nuevos retos.
Entre las cosas que sí
sabemos, no obstante la desinformación y la incertidumbre, señalemos en este
espacio tres de las más importantes.
La primera, la situación
social de la mayoría de la población empeora –objetivamente– a pasos
agigantados. Para el lunes 20 de abril, la encuesta nacional Impacto Covid-19
que realiza diariamente la Comisión de Expertos de Salud de la Presidencia
Interina arroja datos de una crudeza lacerante.
Así, por ejemplo, solo un
minúsculo 4,8% de los encuestados reporta recibir el suministro eléctrico de
manera regular y sin fallas. Los estados Amazonas, Mérida, Lara, Barinas y
Táchira son los que presentan mayor falla en el servicio eléctrico. En esos
estados, más de 65% de la gente reporta fallas de 24 horas o más a la semana.
75,8% de la población nacional recibe suministro de agua potable de manera
irregular, mientras que 19,6% reporta ausencia de suministro de agua desde hace
más de 7 días. 47,1% de los encuestados señala ausencia total de transporte público,
mientras que 49,8% describe el servicio con fallas o con precios no accesibles.
Y con respecto a la gasolina, 86,6% reporta ausencia total del suministro.
Mención especial en este
escenario de colapso de los servicios públicos básicos y de agravamiento de las
condiciones cotidianas de vida tiene el rubro de la capacidad de resistencia
económica, según los ingresos o ahorros de las personas. De acuerdo con el
instrumento, 91,4% de los encuestados manifiesta no tener ningún tipo de ahorro
para hacer frente a la situación de cuarentena. Solo 7,4% afirma tener ahorros
o ingresos para cubrir entre una semana y un mes, y 1,2% dice poseer recursos
para cubrir más de un mes.
Un segundo elemento de la
coyuntura que también sabemos es que el régimen de Maduro, a juzgar por sus
actuaciones y los datos disponibles, parece estar aprovechando la emergencia
sanitaria provocada por la pandemia para reforzar su estrategia de
desmovilización y control social. De hecho, la represión selectiva contra
personal de salud, periodistas y dirigentes sociales se ha arreciado. Solo el
Foro Penal ha contabilizado al menos 39 detenciones arbitrarias desde que
comenzó la cuarentena el pasado 16 de marzo. Y el Colegio Nacional de
Periodistas ha informado que durante lo que va de cuarentena, 18 periodistas
han sido detenidos por informar sobre el estado de los servicios públicos,
entre ellos el de salud.
Y un tercer aspecto que
también conocemos es que, contrario a lo que algunos pudieran pensar, las
protestas populares no amainan. El Observatorio Venezolano de Conflictividad
Social registró 580 el pasado mes de marzo, lo que equivale a un promedio de 19
diarias. Pero el dato más revelador es que 23% de estas protestas se realizaron
después del decreto de cuarentena nacional.
En síntesis, el escenario
real es uno de agravamiento acelerado de las condiciones de vida de los
venezolanos, de una represión desatada por parte del régimen en medio de una
evidente estrategia de desmovilización y control social, y de una población que
no se calla, aunque muchos no la oigan, y que no deja de protestar, aunque
muchos no la vean.
Estas tres cosas la sabemos.
El problema –y allí la respuesta es mucho más complicada– es cómo
conectarse de mejor manera con ese país indignado y en ebullición, a fin de acompañarlo
y ayudarle a encontrar los cauces políticos necesarios para transformar esa
rabia ciudadana en mecanismos eficaces de solución. Y cuando nos referimos a
conectarse de mejor manera con la indignación popular es sin olvidar las
inmensas dificultades de movilización física, los severos problemas de
conectividad electrónica y los cada vez mayores riesgos personales que supone
la lucha por la liberación democrática de Venezuela.
Durante la crisis de finales
de 2001 en Argentina, y en medio de las protestas populares de ese momento,
surgió una consigna que expresaba la sensación de desamparo que percibía una
gran parte de la población: “Que se vayan todos”. El lema evidenciaba un
desencanto generalizado hacia la dirigencia política, tanto del gobierno como
de la oposición, y la percepción de que todos eran igualmente responsables por
no acompañar eficazmente al pueblo en sus penurias.
El caso venezolano está
todavía lejos de ese peligro que vivió la Argentina de 2001. La distancia entre
el rechazo a Maduro y la aprobación de Guaidó, la comparativamente alta
simpatía hacia las propuestas de la oposición democrática y el mayoritario
porcentaje de la población que señala al régimen madurista como responsable de
la tragedia nacional, permiten suponer que tal escenario no parece probable, al
menos en el corto plazo.
Sin embargo, el riesgo
siempre está latente. Evidencia de ello es el intento de reaparición en
algunos, quizás por pereza intelectual, descuido o interés, de la caduca tesis
de la polarización política para intentar explicar la realidad venezolana.
Llama la atención cómo algunos opinadores continúan describiendo a Venezuela
como un país polarizado, y se refieren, por ejemplo, a “los actores políticos
en conflicto”, como si se estuviera hablando de las discrepancias naturales de
cualquier democracia occidental.
Lo cierto, y hay que
insistir en esto, es que no estamos en presencia de un escenario que pueda
simplonamente definirse como de dos facciones políticas en pugna por el poder.
Esto no es solo demostradamente falso, sino que es el argumento preferido de la
clase política gobernante para ocultar la tragedia social e intentar mantener
la discusión argumental y los diagnósticos de la realidad solo en el terreno de
unas supuestas y legítimas “diferencias políticas”. La verdad objetiva es
que el caso venezolano es el de un inmenso país sufriente enfrentado a una
oligarquía que se enriquece día a día a costa de ese sufrimiento. Y la
estrategia de dividir artificialmente a un país donde todos sufren en 2 pretendidos
bloques políticamente enfrentados por supuestas razones ideológicas, una de las
cosas que busca es que la frustración popular generalizada se dirija hacia un
enemigo inexistente –los otros venezolanos– y no hacia la dictadura,
responsable principal de los sufrimientos del pueblo.
Pocas cosas generan tanta
desesperanza en una población y terminan alimentando a la oligarquía gobernante
como la percepción de que todos –quienes les explotan y quienes luchan por la
superación de esa explotación– son iguales y que nada los diferencia.
Pero no se trata solo de
alertar sobre estos peligros argumentales y combatirlos, dado su efecto
desmoralizador y paralizante. Una tarea crucial de toda nuestra dirigencia
social y política en todos sus niveles y desde todas sus particularidades es
seguir pensando, discutiendo y diseñando mecanismos para acompañar a la gente,
para ayudarle a que sufra menos, para compadecerse con sus dificultades y
para canalizar su indignación de forma tal que esta nunca se desvíe hacia la
misma población, sino que se convierta en un mecanismo eficaz de transformación
política.
No es un reto fácil.
Requiere inteligencia, discernimiento y valentía. Pero en política, como
nos vuelve a recordar el poeta Antonio Machado, “solo triunfa quien pone la
vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la
vela».
23-04-20
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