Francisco Fernández-Carvajal 21 de abril de
2020
@hablarcondios
— El Señor nos amó
primero. Amor con amor se paga. Santidad en los quehaceres de cada día.
— Amor efectivo. La
voluntad de Dios.
— Amor y sentimiento.
Abandono en Dios. Cumplimiento de nuestros deberes.
I. Tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que crea
en él no perezca sino que tenga la vida eterna1.
Con estas palabras del Evangelio de la Misa se nos
muestra cómo la Pasión y Muerte de Jesucristo es la manifestación suprema del
amor de Dios por los hombres. Él tomó la iniciativa en el amor entregándonos a
quien más quiere, al que es objeto de sus complacencias2:
su propio Hijo. Nuestra fe «es una revelación de la bondad, de la misericordia,
del amor de Dios por nosotros. Dios es amor (Cfr. 1 Jn 4,
16), es decir, amor que se difunde y se prodiga; y todo se resume en esta gran
verdad que todo lo explica y todo lo ilumina. Es necesario ver la historia de
Jesús bajo esta luz. Él me ha amado, escribe San Pablo, y cada uno
de nosotros puede y debe repetírselo a sí mismo: Él me ha amado y sacrificado
por mí (Gal 2, 20)»3.
El amor de Dios por nosotros culmina en el Sacrificio
del Calvario. Dios detuvo el brazo de Abraham cuando estaba a punto de
sacrificar a su hijo único, pero no detuvo el brazo de quienes clavaron a su
Hijo Unigénito en la Cruz. Por eso exclama San Pablo, lleno de esperanza: El
que no perdonó a su propio Hijo (...), ¿cómo no nos dará con Él todas las
cosas?4.
La entrega de Cristo constituye una llamada apremiante
para corresponder a ese amor: amor con amor se paga. El hombre ha sido creado a
imagen y semejanza de Dios5,
y Dios es Amor6.
Por eso el corazón del hombre está hecho para amar, y cuanto más ama, más se
identifica con Dios; solo cuando ama puede ser feliz. Y Dios nos quiere
felices, también aquí en la tierra. El hombre no puede vivir sin amor.
La santificación personal no está centrada en la lucha
contra el pecado sino en el amor a Cristo, que se nos muestra profundamente
humano, conocedor de todo lo nuestro. El amor de Dios a los hombres y de los
hombres a Dios es un amor de mutua amistad. Y una de las características
propias de la amistad es el trato. Para amar al Señor es necesario conocerlo,
hablarle... Le conocemos meditando su vida en los Santos Evangelios. En ellos
se nos muestra entrañablemente humano y muy cercano a la vida nuestra. Le
tratamos en la oración y en los sacramentos, especialmente en la Sagrada
Eucaristía.
La consideración de la Santísima Humanidad del Señor
-especialmente cuando leemos el Evangelio y cuando consideramos los misterios
del Rosario- alimenta continuamente nuestro amor a Dios y es enseñanza viva de
cómo hemos de santificar nuestros días. En su vida oculta, Jesucristo quiso
descender a lo más común de la existencia humana, a la vida cotidiana de un
trabajador manual que sustenta a una familia. Y así le vemos durante casi toda
su vida trabajando día a día, cuidando los instrumentos del pequeño taller,
atendiendo con sencillez y cordialidad a los vecinos que llegaban para
encargarle una mesa o una viga para la nueva casa, cuidando con gran cariño de
su Madre... Así cumplió la Voluntad de su Padre Dios en esos años de su
existencia. Mirando su vida, aprendemos a santificar la nuestra: el trabajo, la
familia, la amistad... Todo lo verdaderamente humano puede ser santo, puede ser
cauce de nuestro amor a Dios, porque el Señor, al asumirlo, lo santificó.
II. Saber que Dios
nos ama, con amor infinito, es la buena nueva que alegra y da sentido a nuestra
vida, y es la extraordinaria noticia que Cristo resucitado nos envía a anunciar
a todos los hombres. Nosotros también podemos afirmar que hemos
conocido y creído el amor que Dios nos tiene7.
Y ante este amor nos sentimos incapaces de expresar lo que nuestro corazón
tampoco acierta a sentir: «¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he
vuelto loco?»8.
Cuanto el Señor ha hecho y hace por nosotros es un
derroche de atenciones y de gracias; su Encarnación, su Pasión y Muerte en la
Cruz que hemos contemplado en estos días pasados, el perdón constante de nuestras
faltas, su presencia continua en el sagrario, los auxilios que a diario nos
envía... Considerando lo que ha hecho y hace por los hombres, nunca nos debe
parecer suficiente nuestra correspondencia a tanto amor.
La prueba más grande de esta correspondencia es
la fidelidad, la lealtad, la adhesión incondicional a la Voluntad
de Dios. En este sentido Jesús nos enseña mostrando sus deseos infinitos de
hacer la Voluntad del Padre, y nos dice que su alimento es hacer el querer del
que le envió9. Yo he guardado los mandamientos de mi Padre -dice
el Señor- y permanezco en su amor10.
La Voluntad de Dios se nos muestra principalmente en
el cumplimiento fiel de los Mandamientos y de las demás enseñanzas que nos
propone la Iglesia. Ahí encontramos lo que Dios quiere para nosotros. Y en su
cumplimiento, realizado con honradez humana y presencia de Dios, encontramos el
amor a Dios, la santidad.
El amor a Dios no consiste en sentimientos
sensibles, aunque el Señor los pueda dar para ayudarnos a ser más
generosos. Consiste esencialmente en la plena identificación de nuestro
querer con el de Dios. Por eso debemos preguntarnos con frecuencia: ¿hago
en este momento lo que debo hacer?11.
¿Ofrezco mi quehacer a Dios al comenzarlo y durante su realización? ¿Rectifico
la intención cuando se intenta introducir la vanidad, «el qué dirán»...?
¿Procuro trabajar con perfección humana? ¿Soy fuente habitual de alegría para
quienes viven o trabajan junto a mí? ¿Les acerca a Dios mi presencia diaria en
medio de ellos?
«Amor con amor se paga», pero amor efectivo, que se
manifiesta en realizaciones concretas, en cumpIir nuestros deberes para con
Dios y para con los demás, aunque esté ausente el sentimiento, y hayamos de ir
«cuesta arriba». «En lo que está la suma perfección claro está que no es en
regalos interiores ni en grandes arrobamientos (...) -escribía Santa Teresa-,
sino en estar nuestra voluntad tan conforme a la Voluntad de Dios, que ninguna
cosa entendamos que quiera, que no la queramos con toda nuestra voluntad»12.
El amor debe subsistir incluso con una aridez total si
el Señor permitiera esa situación. Es en estas ocasiones donde, habitualmente,
el trato con el Señor se purifica y se hace más firme.
III. En
el servicio a Dios, el cristiano debe dejarse llevar por la fe, superando así
los estados de ánimo. «Guiarme por el sentimiento sería dar la dirección de la
casa al criado y hacer abdicar al dueño. Lo malo no es el sentimiento sino la
importancia que se le concede (...). Las emociones constituyen en ciertas almas
toda la piedad, hasta tal punto que están persuadidas de haberla perdido cuando
en ellas desaparece el sentimiento (...). ¡Si esas almas supieran comprender
que ese es precisamente el momento de comenzar a tenerla!...»13.
El verdadero amor, sensible o no, incluye todos los
aspectos de nuestra existencia, en una verdadera unidad de vida; lleva
a «meter a Dios en todas las cosas, que, sin Él, resultan insípidas. Una
persona piadosa, con piedad sin beatería, procura cumplir su deber: la devoción
sincera lleva al trabajo, al cumplimiento gustoso -aunque cueste- del deber de
cada día... hay una íntima unión entre esa realidad sobrenatural interior y las
manifestaciones externas del quehacer humano. El trabajo profesional, las
relaciones humanas de amistad y de convivencia, los afanes por lograr -codo a
codo con nuestros conciudadanos- el bien y el progreso de la sociedad son
frutos naturales, consecuencia lógica, de esa savia de Cristo que es la vida de
nuestra alma»14. La falsa piedad carece de consecuencias en la vida ordinaria
del cristiano. No se traduce en un mejoramiento de la conducta, en una ayuda a
los demás.
El cumplimiento de la voluntad de Dios en los deberes
-las más de las veces pequeños- de cada jornada es la más segura guía para el
cristiano que ha de santificarse en medio de las realidades terrenas. Estos
deberes pueden realizarse de modos muy diferentes: con resignación, como quien
no tiene más remedio que hacerlos; aceptándolos, lo que supone una adhesión más
profunda y meditada; con conformidad, queriendo lo que Dios quiere porque,
aunque no se vea en ese momento, el cristiano sabe que Él es nuestro Padre y
quiere lo mejor para sus hijos; o bien con pleno abandono,
abrazando siempre la Voluntad del Señor, sin poner límite alguno. Esto último
es lo que nos pide el Señor: amarle sin condiciones, sin esperar situaciones
más favorables, en lo ordinario de cada día y, si Él lo permite, en
circunstancias más difíciles y extraordinarias. «Cuando te abandones de verdad
en el Señor, aprenderás a contentarte con lo que venga, y a no perder la
serenidad, si las tareas -a pesar de haber puesto todo tu empeño y los medios
oportunos- no salen a tu gusto... Porque habrán “salido” como le conviene a
Dios que salgan»15.
Con palabras de una oración que la Iglesia nos propone
para después de la Misa, digámosle al Señor: Volo quidquid vis, volo
quia vis, volo quómodo vis, volo quámdiu vis16:
quiero lo que quieres, quiero porque lo quieres, quiero como lo quieres, quiero
hasta que quieras.
La Santísima Virgen, que pronunció y llevó a la
práctica aquel hágase en mí según tu palabra17,
nos ayudará a cumplir en todo la Voluntad de Dios.
1 Jn 3,
15. —
2 Cfr. Mt 3,
17. —
3 Pablo
VI, Homilía en la fiesta del Corpus Christi, 13-VI-1975.
—
4 Rom 8,
32. —
5 Cfr. Gen 1,
27. —
6 1
Jn 4, 8. —
7 1
Jn 4, 16. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. —
9 Cfr. Jn 15,
10. —
10 Jn 15,
10. —
11 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 772. —
12 Santa
Teresa, Fundaciones, 5, 10. —
13 J.
Tissot, La vida interior, Herder, Barcelona 1963, p. 100.
—
14 San
Josemaría Escrivá, In memoriam, EUNSA,
Pamplona 1976, pp. 51-52. —
15 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 860. —
16 Misal
Romano, Oración del Papa Clemente XI. —
17 Lc 1,
38.
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