Francisco Fernández-Carvajal 16 de abril de
2020
@hablarcondios
— La pesca milagrosa.
Junto al Señor, los frutos son siempre abundantes. Distinguir al Señor en medio
de los acontecimientos de la vida.
— El apostolado supone
un trabajo paciente.
— Contar con el tiempo.
Poner más medios humanos y sobrenaturales cuanta más resistencia ofrezca un
alma.
I. Jesucristo...
es la piedra angular: ningún otro puede salvar; bajo el cielo no se nos ha dado
otro nombre que pueda salvarnos1.
Los Apóstoles han marchado de Jerusalén a Galilea,
como les había indicado el Señor2.
Están junto al lago: en el mismo lugar o en otro semejante donde un día los
encontró Jesús y los invitó a seguirle. Ahora han vuelto a su antigua
profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó. Jesús los halla de nuevo en
su tarea. Acaeció así: estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado
Dídimo, Natanael, que era de Caná de Galilea, los hijos de Zebedeo y otros dos
de sus discípulos3.
Son siete en total. Es la hora del crepúsculo. Otras barcas han salido ya para
la pesca. Entonces, les dijo Simón Pedro: Voy a pescar. Le contestaron:
Vamos también nosotros contigo. Salieron, pues, y subieron a la barca, pero
aquella noche no pescaron nada.
Al alba, se presentó Jesús en la orilla.
Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su
amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los
discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús, no acaban de reconocerle.
Están a unos doscientos codos, a unos cien metros. A esa distancia, entre dos
luces, no distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando
levanta la voz. ¿Tenéis algo que comer?, les pregunta el
Señor. Le contestaron: No. Él les dijo: Echad la red a la derecha de la
barca, y encontraréis. Y Pedro obedece: La echaron y ya no podían
sacarla por la gran cantidad de peces. Juan confirma la certeza interior de
Pedro. Inclinándose hacia él, le dijo: ¡Es el Señor! Pedro,
que se ha estado conteniendo hasta este momento, salta como impulsado por un
resorte. No espera a que las barcas lleguen a la orilla. Al oír Simón Pedro que
era el Señor, se ciñó la túnica y se echó al mar. Los otros discípulos
vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a doscientos codos,
arrastrando la red con los peces.
El amor de Juan distinguió inmediatamente al Señor en
la orilla: ¡Es el Señor! «El amor, el amor lo ve de lejos. El amor es el
primero que capta esas delicadezas. Aquel Apóstol adolescente, con el firme
cariño que siente hacia Jesús, porque quería a Cristo con toda la pureza y toda
la ternura de un corazón que no ha estado corrompido nunca, exclamó: ¡es el
Señor!»4.
Por la noche –por su cuenta–, en ausencia de Cristo
habían trabajado inútilmente. Han perdido el tiempo. Por la mañana, con la luz,
cuando Jesús está presente, cuando ilumina con su Palabra, cuando orienta la
faena, las redes llegan repletas a la orilla.
En cada día nuestro ocurre lo mismo. En ausencia de
Cristo, el día es noche; el trabajo, estéril: una noche más, una noche vacía,
un día más en la vida. Nuestros esfuerzos no bastan, necesitamos a Dios para
que den fruto. Junto a Cristo, cuando le tenemos presente, los días se
enriquecen. El dolor, la enfermedad, se convierten en un tesoro que permanece
más allá de la muerte; la convivencia con quienes nos rodean se torna junto a
Jesús un mundo de posibilidades de hacer el bien: pormenores de atención,
aliento, cordialidad, petición por los demás...
El drama de un cristiano comienza cuando no ve a Cristo
en su vida; cuando por la tibieza, el pecado o la soberbia se nubla su
horizonte; cuando se hacen las cosas como si no estuviera Jesús junto a
nosotros, como si no hubiera resucitado.
Debemos pedirle mucho a la Virgen que sepamos
distinguir al Señor en medio de los acontecimientos de la vida, que podamos
decir muchas veces: ¡Es el Señor! Y esto, en el dolor y en la
alegría, en cualquier circunstancia. Junto a Cristo, cerca siempre de Él,
seremos apóstoles, en medio del mundo, en todos los ambientes y situaciones5.
II. Cuando
descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez puesto encima y
pan. Jesús les dijo: Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora.
Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces
grandes. Y aunque eran tantos no se rompió la red.
Los Santos Padres han comentado con frecuencia este
episodio diciendo que la barca representa a la Iglesia, cuya unidad está
simbolizada por la red que no se rompe; el mar es el mundo; Pedro, en la barca,
simboliza la suprema autoridad de la Iglesia; el número de peces significa los
llamados6. Nosotros, como los Apóstoles, somos los pescadores que han de
llevar a las gentes a los pies de Cristo, porque las almas son de Dios7.
«¿Por qué contó el Señor tantos pescadores entre sus
Apóstoles? (...). ¿Qué cualidad vio en ellos Nuestro Señor? Creo que había una
cosa que apreció particularmente en quienes habían de ser sus Apóstoles: una
paciencia inquebrantable (...). Han trabajado toda la noche y no han pescado
nada; muchas horas de espera, en las que la luz gris de la aurora les traería
su premio, y no lo ha habido (...).
»¡Cuánto ha esperado la Iglesia de Cristo a través de
los siglos (...) extendiendo pacientemente su invitación y dejando que la
gracia hiciera su obra! (...) ¿Qué importa si en un sitio o en otro ha
trabajado duramente y recogido muy poco para su Maestro? Sobre su palabra, pese
a todo, volverá a echar la red, hasta que su gracia, cuyos límites no guardan
proporción con el esfuerzo humano, le traiga de nuevo una nueva pesca»8.
No sabemos cómo ni cuándo, pero todo esfuerzo apostólico da su fruto, aunque en
muchas ocasiones nosotros no lo veamos. El Señor nos pide a los cristianos la
paciente espera de los pescadores. Ser constantes en el apostolado personal con
los amigos y conocidos. No abandonarlos jamás, no dejar a nadie por imposible.
La paciencia es parte principal de la fortaleza y nos
lleva a saber esperar cuando así lo requiera la situación, a poner más medios
humanos y sobrenaturales, a recomenzar muchas veces, a contar con nuestros
defectos y con los de las personas que queremos llevar a Dios. «La fe es un
requisito imprescindible en el apostolado, que muchas veces se manifiesta en la
constancia para hablar de Dios, aunque tarden en venir los frutos.
»Si perseveramos, si insistimos bien convencidos de
que el Señor lo quiere, también a tu alrededor, por todas partes, se apreciarán
señales de una revolución cristiana: unos se entregarán, otros se tomarán en
serio su vida interior, y otros –los más flojos– quedarán al menos alertados»9.
III.
Jesús llamó a los Apóstoles conociendo sus defectos. Los quiere como son. A
Pedro le dirá, después de haber comido con ellos aquella mañana: Simón,
hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?... Apacienta mis corderos... Apacienta
mis ovejas10.
Cuenta con ellos para fundar su Iglesia; les da el poder de realizar en su nombre
el Sacrificio del altar, el poder de perdonar los pecados, les hace
depositarios de su doctrina y de sus enseñanzas... Confía en ellos y los forma
con paciencia; cuenta con el tiempo para hacerlos idóneos para la misión que
han de desempeñar.
El Señor también ha previsto los momentos y el modo de
santificar a cada uno, respetando su personal correspondencia. A nosotros nos
toca ser buenos canales por los que llega la gracia del Señor, facilitar la
acción del Espíritu Santo en nuestros amigos, parientes, conocidos, colegas...
Si el Señor no se cansa de dar su ayuda a todos, ¿cómo nos vamos a desalentar
nosotros, que somos simples instrumentos? Si la mano del carpintero sigue firme
sobre la madera, ¿cómo va a ser reacia la garlopa en realizar su trabajo?
No es corta la senda que conduce al Cielo. Y Dios no
suele conceder gracias que consigan inmediatamente y de forma definitiva la
santidad. Nuestros amigos, de ordinario, se acercarán poco a poco hasta el
Señor. Encontraremos resistencias, consecuencia muchas veces del pecado
original, que ha dejado sus secuelas en el alma, y también de los pecados
personales. A nosotros nos corresponde facilitar la acción de Dios con nuestra
oración, la mortificación, el quererles de verdad, el ejemplo, la palabra oportuna,
la amistad sincera, la comprensión, el pasar por alto sus defectos... Si
nuestros amigos tardan en responder a la gracia, nosotros debemos prodigar las
muestras de amistad y de afecto, hacer más sólido el soporte humano sobre el
que se apoya el apostolado. Afianzar el trato humano con esa persona, que
parece no querer comprometerse en aquello que pueda acercarle a Cristo, es
señal por nuestra parte de amistad verdadera y de rectitud de intención, de que
nos mueve verdaderamente el deseo de que Dios tenga muchos amigos en la tierra,
y el bien de nuestros amigos.
El Evangelio nos muestra cómo el Señor era Amigo de
sus discípulos, dedicándoles todo el tiempo necesario: les pregunta si tienen
algo que comer, para iniciar el diálogo, les prepara luego una pequeña comida a
la orilla del lago, se marcha con Pedro mientras Juan les sigue, le dice que
continúa confiando en él. No nos debe extrañar que unos amigos así tratados por
el Amigo, den luego la vida hasta el martirio, por Él y por la salvación del
mundo. Pidamos a Santa María que nos ayude a imitar a Jesús, de modo que en la
amistad no seamos «un elemento pasivo tan solo. Tienes que convertirte en
verdadero amigo de tus amigos: “ayudarles”. Primero, con el ejemplo de tu
conducta. Y luego, con tu consejo y con el ascendiente que da la intimidad»11.
1 Primera
lectura. Hech 4, 12. —
2 Cfr. Mt 28,
7. —
3 Jn 21,
2 y ss. —
4 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 266. —
5 Cfr. F.
Fernández-Carvajal, La tibieza, Palabra, 6ª ed., Madrid
1986, pp. 157 y ss. —
6 Cfr. San
Agustín, Comentario sobre San Juan, in loc. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 267. —
8 R.
A. Knox, Sermón predicado en la festividad de San Pedro y San
Pablo, 29-VI-1947. —
9 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 207. —
10 Jn 21,
15-17. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 731.
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