Por Valentina Oropeza
El doctor Lenin Chaustre
sigue el mismo protocolo en cada llamada, sin importar que vaya por su tercer
día de guardia, sea de madrugada y necesite dormir. La ficha del sistema indica
que llama una paciente de 32 años para una consulta sobre COVID-19. No tiene
fiebre, tos, ningún síntoma respiratorio. Solo urticaria.
A través de un micrófono
conectado a unos audífonos, Lenin saluda y le pregunta a qué se debe su
consulta. Ella leyó en las redes sociales que un porcentaje mínimo de pacientes
infectados con el coronavirus sufren de urticaria. Ella la tiene, quiere
hacerse una prueba diagnóstico para confirmar si está infectada con el virus.
—No vaya a la clínica si no
tiene síntomas —dice Lenin.
—Tú no me estás sirviendo
para nada —responde la paciente.
—¿Ha estado expuesta a
algún químico? —replica el doctor, haciendo uso de la dosis de paciencia
que le queda.
—Lavé ropa con cloro.
—Si tiene la piel sensible
puede tener una alergia.
—Eres un desconsiderado. No
sirves para nada.
Lenin sabe que ella tiene
miedo, pero no cede. No contradecirá la recomendación de la Organización
Mundial de la Salud y todos los médicos que han luchado contra la pandemia del
coronavirus en China, Italia, España: evitar ir a los centros de salud donde
podría pescar el virus por exponerse al contacto con saliva o moco de pacientes
infectados. Aunque ello implique un cambio de paradigma en la atención de
emergencias sanitarias.
—¿Y entonces qué hago?
—insiste la paciente.
—Quédese en casa.
Lenin Chaustre es médico
cirujano, tiene 28 años y quiere especializarse en Medicina Interna y
Gastroenterología. Durante los últimos tres años ha trabajado en la central
telefónica de Venemergencia, una compañía venezolana de atención domiciliaria
de emergencias, fundada con el criterio que rige hoy todos los intentos mundiales
por frenar la transmisión del COVID-19: evitar que la gente vaya al hospital o
a la clínica si no es necesario, y colapse el sistema sanitario.
Lenin Chaustre es médico
cirujano y atiende las llamadas de pacientes que sospechan tener síntomas del
COVID-19, en el centro de atención telefónica de la compañía venezolana
Venemergencia. Fotografía de Alfredo Lasry | RMTF
Los médicos Andrés Simón
González Silen y Luis Velázquez Díaz fundaron Venemergencia en 2004. Mientras
hacían guardias en el Hospital José María Vargas en Caracas, se dieron
cuenta de que la mayoría de casos que llegaban a Emergencia se dividían en
dos grupos: pacientes que morían porque nadie les había dado primeros auxilios
y pacientes que no habrían necesitado ir al hospital si hubiesen tratado sus
dolencias en casa. La formación en primeros auxilios era la solución para ambas
situaciones, una materia que no figuraba en el pénsum de Medicina ni en la
educación primaria o secundaria en Venezuela.
La técnica fundamental de
primeros auxilios es la reanimación cardiopulmonar (RCP):
compresiones en el pecho y respiración boca a boca. El objetivo es mantener el
suministro de oxígeno a través de la circulación de la sangre, para que las
células del cuerpo se mantengan vivas mientras llega la ayuda profesional. La
Asociación Estadounidense del Corazón indica que una persona puede morir
en ocho
o diez minutos si su corazón se detiene y no llega
sangre oxigenada al cerebro. Para evitarlo, se comprime el pecho entre cien a
ciento veinte veces por minuto para reemplazar mecánicamente el corazón o
treinta compresiones por cada dos respiraciones de rescate.
Las afecciones cardíacas son
la principal causa de muerte en Venezuela y el mundo; en la mayoría de los
casos, cuando alguien se desploma sin razón aparente, se debe a un infarto.
Andrés Simón y Luis se
propusieron dar talleres de primeros auxilios los fines de semana. ¿Pero quién
pagaría por un curso dictado por dos estudiantes de Medicina que parecían
adolescentes? Ofrecieron los talleres para los guías de un campamento de verano
en Yaracuy. Eran chicos de quinto año de bachillerato y comienzos de la
universidad, que durante las vacaciones tendrían a su cargo a niños que jugaban
al aire libre. Andrés Simón y Luis lograron que el Colegio San Ignacio, donde
habían estudiado, les prestara una sala y un retroproyector; imprimieron en
acetato las láminas que hicieron en Power Point.
Luis aprendió a dar RCP en
bachillerato, cuando formaba parte del centro de excursionistas del colegio.
Andrés Simón no sabía cómo hacer la reanimación cardiopulmonar. La única
referencia que tenían sobre cursos presenciales de primeros auxilios era el que
dictaba la Cruz Roja, en su sede de San Bernardino en Caracas. Cada sábado
durante dos meses, daban clases sobre la actividad eléctrica del corazón y
otros tecnicismos que a Andrés Simón y a Luis les parecieron más dirigidos a
personal médico que a gente corriente. Por eso decidieron enseñar la
reanimación cardiopulmonar en un día, con un lenguaje sencillo que cualquiera
pudiera entender.
Cuando iban a ensayar la
clase, se dieron cuenta de que no tenían muñecos para simular el colapso del
paciente y practicar la RCP. Dentro de una chaqueta metieron una bandeja y
debajo una almohada. La bandeja simulaba la dureza del esternón, el hueso que
recubre el corazón y se une a las costillas superiores y a las clavículas. La
almohada imitaba la holgura de la caja torácica, que se ensancha cada vez que
inhalamos y se contrae cuando exhalamos. Para ilustrar las respiraciones boca a
boca, le quitaron la cabeza a una muñeca y le pusieron una bolsa con un tubo
por dentro, para fingir la expansión del pecho cuando se infla por la boca.
Se sintieron exitosos cuando
el campamento les pagó el primer curso. Pero no habían conversado sobre qué
harían con el dinero. Ambos tuvieron la intuición de que no debían tocarlo; si
uno retiraba su parte, el otro tendría que hacer lo mismo. Sin proponérselo,
Andrés Simón y Luis descubrieron que guardar el dinero era un gesto de respeto
mutuo.
Cuando reunieron doscientos
dólares, Andrés Simón aprovechó un viaje para visitar a sus padres, que vivían
en Miami, y compró dos simuladores de látex, un muñeco grande de adulto y
uno pediátrico. Al papá de Andrés Simón, el cirujano y urólogo Luis
González-Serva, le pareció interesante el nuevo hobby de su hijo,
pero le advirtió que tendría que dejarlo cuando la carrera de Medicina se
volviera más exigente.
A medida que dictaban
cursos, Andrés y Luis incorporaban protocolos que recomendaba
la Asociación Estadounidense del Corazón y otras instituciones
internacionales para la formación en primeros auxilios. Explicaban
la evaluación inicial del lesionado: cómo valorar los síntomas de una
persona en emergencia. Luego instruían sobre la cadena de supervivencia, pasos
que van desde identificar los síntomas y llamar a los servicios de Emergencia,
hasta hacer RCP y usar desfibriladores, máquinas que restituyen el
funcionamiento del corazón con descargas eléctricas. Destinaban todo el dinero
a comprar desfibriladores, muñecos, y nuevos equipos que les permitieran
expandir los cursos.
Mientras estudiaban cuarto
año de Medicina, Andrés Simón y Luis diseñaron un logo y registraron la marca
de Venemergencia. Decidieron ofrecer los cursos a empresas en lugar de
particulares para ampliar el impacto con el mismo esfuerzo.
Cuando terminaban los
talleres, los asistentes pedían botiquines de primeros auxilios para sus casas
o autos. Compraron cajas de herramientas y armaron botiquines básicos con
algodón, adhesivo, tablilla, yodo, curitas, gasas y una tijera. Las cajas de
acetaminofén llevaban la indicación: “Una tableta cada seis horas si tiene
dolor o fiebre”. Compraron una impresora a color para imprimir cruces rojas y
las pegaban en las cajas con papel contact, el mismo que usaban para forrar los
libros en el colegio. Con el tiempo, confeccionaron botiquines intermedios,
avanzados y especiales para las empresas.
—¿Ustedes tienen ambulancia?
Necesitamos una este fin de semana para una boda —les preguntó un amigo
que tenía una compañía de seguridad para eventos.
—¿Para qué quieren una
ambulancia si pueden tener dos paramédicos? —respondió Andrés Simón.
Compraron una tabla espinal,
que se usa para inmovilizar al paciente con sospecha de lesión en la columna
vertebral durante el traslado. Andrés Simón y Luis pasaban los fines de semana
rodeados de mesoneros que despachaban tequeños desde las cocinas de las fiestas
o bajo carpas que instalaban en competencias deportivas en universidades y
escuelas.
Un año después de registrar
Venemergencia, los llamaron al teléfono fijo del apartamento de Andrés Simón,
el número de contacto de la empresa que aparecía en Internet. La compañía que
gerenciaba el teleférico de Caracas abrió una licitación para instalar un
puesto fijo de enfermería en el parque Ávila Mágica.
Mientras otros propusieron
poner un médico con una ambulancia todoterreno en la cumbre de la montaña,
Andrés Simón y Luis ofrecieron instalar a dos paramédicos con radios en el
parque; si había una emergencia, ellos pondrían a los paramédicos en contacto
con especialistas que pudieran ayudarlos. Esos especialistas eran sus
profesores en la Escuela Vargas. El traslado se haría en una cabina del
teleférico que siempre debía estar disponible para emergencias. Cuando les
informaron que habían ganado la licitación, se dieron cuenta de que lograron el
primer contrato que no podían acometer ellos solos.
En un portal de empleos,
publicaron una convocatoria para contratar a tres paramédicos. Imprimieron los
currícula y Andrés Simón entrevistó a los candidatos en una panadería en
Chacao. Ninguno había recibido formación universitaria en asistencia de
emergencia o prehospitalaria. Unos eran bachilleres con cursos de primeros
auxilios; otros habían adquirido experiencia informal en hospitales o grupos de
rescate. En Venezuela no había centros técnicos o de educación superior donde formarse
como paramédico.
Para inaugurar el puesto de
enfermería fija en Ávila Mágica hicieron un simulacro de emergencia. Mandaron a
parar el teleférico y ensayaron cómo meter la tabla espinal en la cabina cuando
tuvieran un paciente inmovilizado. Al día siguiente, llegaron a clases con las
radios prendidas para comunicarse con los paramédicos.
Mientras veían materias
prácticas como Medicina Interna y Cirugía en quinto año, a mediados de 2005 se
promulgó una reforma a la Ley Orgánica de Prevención, Condiciones y Medio
Ambiente de Trabajo (Lopcymat), que exigía a las empresas hacer exámenes
médicos a sus empleados y trasladarlos hasta los laboratorios donde serían
evaluados.
Las empresas que tenían
servicios de enfermería fija con Venemergencia pidieron que la compañía se
ocupara de los chequeos de la Lopcymat. No tenía sentido trasladar quinientos
empleados a un laboratorio, así que harían las evaluaciones en las enfermerías.
Contrataron a los residentes que les daban clases; en un día pagaban lo que el
residente ganaba por un mes de trabajo en el hospital. Hacían tantos chequeos a
la semana, que armaron un laboratorio propio en un consultorio del papá de
Andrés Simón en San Bernardino. Llevar el laboratorio hasta el paciente le
ahorraba horas de espera y la incomodidad de ir en ayunas, y al empleador le
evitaba el traslado de los trabajadores.
Para evitar que el paciente
llegara a un hospital o una clínica si no era necesario, diseñaron un sistema
de atención domiciliaria de emergencias médicas y lo ofrecieron a aseguradoras.
Instalaron un centro de llamadas para que los pacientes se comunicaran con
médicos que podían orientarlos en primeros auxilios y tratamientos básicos.
Mandaban al médico en una moto, manejada por un paramédico, hasta la casa del
paciente para chequearlo, atenderlo, y decidir si había que trasladarlo en
ambulancia. Siete de cada diez casos se resolvían con una “moto-ambulancia”.
Solo 10% llegaba a la clínica.
Una vez que se graduaron, el
doctor González-Serva comenzó a preocuparse porque Andrés Simón no había
empezado a estudiar Cirugía.
—Papá, nos vamos a enfocar
en atención domiciliaria —le dijo Andrés Simón por teléfono cuando le preguntó
cuándo iría a Estados Unidos a presentar los exámenes de nivelación para el
posgrado.
—Cuidado con los cursitos y
los botiquines que tú tienes que ser cirujano.
En lugar de iniciar un
posgrado, Andrés Simón y Luis se inscribieron en cursos de atención de
emergencias en la Asociación Americana del Corazón, la Asociación Nacional de
Técnicos Médicos de Emergencia en Estados Unidos, y en el Colegio Americano de
Cirujanos. Luis estaba listo para hacer el posgrado en Medicina Interna, pero
Andrés Simón no lo estaba para Cirugía. Si querían prosperar, debía aprender a
gerenciar una empresa. Invitó a su papá a Caracas, le mostró la compañía que
habían creado y le dijo que no iba a ser cirujano. Ya se había inscrito en el
IESA para hacer la maestría en Administración.
Cuando al doctor
González-Serva le diagnosticaron cáncer en Estados Unidos, Andrés Simón montó
en su apartamento todo lo necesario para atenderlo. El doctor volvió a Caracas
y se agravó. Venemergencia acababa de mudarse a un edificio en Chacao y Andrés
Simón debía reunirse con un representante de la alcaldía, porque los vecinos se
habían quejado. No querían tener ambulancias cerca. Cuando regresó a casa, su
padre había muerto.
Andrés Simón González Silen
es médico y se ha especializado en la atención de emergencias. Fotografía de
Alfredo Lasry | RMTF
Para profesionalizar a los
paramédicos, Andrés Simón y Luis crearon la Fundación Venemergencia y se
aliaron con la Universidad Simón Bolívar, para lanzar en 2017 el diplomado
Proveedor de Auxilio Médico de Emergencia, un curso teórico-práctico de seis
meses que enseña a los asistentes desde RCP hasta la atención de partos de
emergencia.
Crearon un servicio de
emergencia médica comunitaria para dar cursos de primeros auxilios a
brigadistas en barrios de Caracas. Mientras habilitaban un servicio de
telefonía que conectara a los 16.000 voluntarios que habían entrenado en zonas
vulnerables, entendieron que podían crear un sistema de telemedicina de acceso
público que conectara a los habitantes de Caracas.
En diciembre de 2019,
mientras el gobierno de una ciudad china llamada Wuhan reportaba el contagio de
un virus desconocido desde un mercado de mariscos, las alcaldías de Chacao, El
Hatillo, Baruta y Sucre suscribieron el convenio gratuito de telemedicina de
acceso público.
Una vez que Venezuela entró
en cuarentena, el lunes 16 de marzo de 2020, Venemergencia habilitó un
cuestionario digital para ayudar a los usuarios a descartar síntomas del
COVID-19, y comenzó a recibir alrededor de cincuenta llamadas al día, el doble
que antes del confinamiento. La empresa también abrió un servicio de atención
telefónica para orientar a venezolanos que viven en el exterior.
Los médicos que atienden las
llamadas en el centro de atención telefónica de Venemergencia orientan a los
pacientes sobre su nivel de riesgo a contagiarse con el coronavirus. Fotografía
de Alfredo Lasry | RMTF
En la central telefónica,
Lenin ha tratado por teléfono desde subidas de tensión y traumatismos por
caídas hasta crisis depresivas. Una noche, una mujer le dijo que se sentía
desolada, quería suicidarse. Aunque las llamadas no duran más de diez minutos,
Lenin conversó con la paciente durante casi una hora, hasta que la convenció de
que llamara a unos amigos que vivían cerca para que la acompañaran a superar
aquel momento sombrío. Solo cuando supo que estaba acompañada, Lenin colgó el
teléfono.
En tiempos de COVID-19,
reciben llamadas durante la madrugada de pacientes mayores que tienen miedo a
estar infectados. Lenin ha escuchado la misma afirmación decenas de veces:
“Tengo el virus, no sé qué hacer”. En la mayoría de los casos, los pacientes
confirman tener las amígdalas blancas e inflamadas; es común que hayan tenido
amigdalitis semanas antes. Con firmeza, les dice que no tienen síntomas del
coronavirus y les recomienda ir al médico sólo si los síntomas se agudizan 72
horas después de la conversación. En promedio descarta siete de cada diez
llamadas de pacientes que dicen estar convencidos de que tienen el virus.
Venemergencia ha recibido
37.000 visitas para recibir información y 12.950 consultas digitales sobre el
COVID-19 en los últimos 16 días. De ellas, 10.000 han sido calificadas como
casos de riesgo leve; 2.950 ameritaron llamadas y seguimiento, y se recomendó
ir a un centro de salud para una consulta presencial aproximadamente a 500
personas.
Después de colgar con la
paciente que tenía urticaria, Lenin terminó su turno a las siete de la mañana,
se montó en el carro y trató de echar gasolina. El policía que custodiaba la
fila le dijo que no le importaba si era médico, no había gasolina para nadie.
Al día siguiente, tomó el metro en Catia a las 6:20 de la mañana, y antes de
llegar al trabajo, recorrió catorce estaciones sin sentarse ni tocar las
barandas.
15-04-20
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