Ismael Pérez Vigil 25 de abril de 2020
A la memoria del amigo, Emeterio Gómez
El gobierno tiene muy claro su objetivo: Mantenerse a
toda costa en el poder para continuar disfrutando de los beneficios y recursos
del Estado. No necesita un Plan B. Su estrategia, o su Plan A, ha sido muy
claro y ha tenido pocas variantes. Al principio este era un régimen que se
sostenía y se validaba a través de procesos electorales, desarrolló así una
maquinaría de ganar elecciones, bien alimentada y aceitada con recursos del
estado, que reforzaba con el abuso del poder y la fuerza represiva para intimidar
y desmoralizar a sus rivales.
Pero ganar elecciones era la pieza fundamental de la
estrategia, era lo que le daba cierta cobertura a nivel interno y a nivel
internacional y le permitía justificar ante sus seguidores –y ante el mundo–
todos los desmanes que hacía en el poder. Cuando la vía electoral comenzó a
complicarse, pues ya no solo perdía alguna gobernación o alcaldía, más o menos
importante, sino que perdía piezas importantes de su estrategia –como un
referéndum constitucional o la Asamblea Nacional– la estrategia entonces quedó
reducida a la utilización de la fuerza.
El coronavirus, como es el caso de todas las tiranías,
ha venido en su ayuda. Le permite justificar un mayor control social,
incrementando más impunemente la represión y le permite al mismo tiempo
disimular algunas carencias y problemas que se le volvieron críticos: la falta
de recursos financieros para mantener su clientela populista y la falta de
gasolina.
Pero la situación de la epidemia no solo le ha
permitido disimular las carencias de recursos y gasolina e incrementar la
represión y el control social, sino también quitarse de encima el tema
electoral. ¿Por qué lo hace, si se supone que controla los procesos electorales
y está en condiciones de ganar cualquier proceso de manera cómoda y sin
dificultad ninguna? Porque eso no es cierto. Como ya hemos dicho, no solo ha
perdido gobernaciones y alcaldías importante y la Asamblea Nacional, sino que
además las propias elecciones presidenciales, en los últimos comicios, se han
visto comprometidas.
Para el gobierno cualquier elección siempre es un
riesgo, a pesar de lo que piensan y dicen algunos furibundos abstencionistas.
No solo está el riesgo —como hemos visto— de perder procesos electorales sino
también porque las elecciones permiten la movilización popular, la organización
y fortalecimiento de organizaciones opositoras, que además se dan cuenta de que
son capaces de lograr objetivos. Eso deja al gobierno descarnadamente con la
última arma que le va quedando: la represión pura y dura y eso no es fácil de
sostener en el largo plazo, ni siquiera en las tiranías más abyectas. En algún
momento algunos de los que hoy le apoyan comenzarán a hacerse preguntas: ¿Por
qué la gente opina de esta manera? ¿Por qué hay que sostenerlo por la fuerza? Pero,
en cualquier caso –¡por ahora! –, el gobierno aún no necesita un Plan B.
Por otra parte, en la oposición se supone que también
tenemos un objetivo muy simple: Salir de este gobierno, destructor del país.
Razones sobran y no vale la pena repetirlas. Pero, aunque suponemos que en la
oposición hay un objetivo común y compartido, tal parece que el problema es que
no hay un solo plan, sino varios, o al menos diferencias de métodos, énfasis,
concepción y desarrollo.
El Plan A de la mayoría opositora es simple –los
planes, como las explicaciones, cuanto más simples siempre son los más
correctos–, acudir a elecciones e intentar revocatorios (RR) del mandato; pero,
lo que parecía tan simple se ha complicado de una manera extraordinaria, porque
la convocatoria a elecciones, hasta ahora, ha dependido del régimen, y éste,
que siempre teme a los procesos electorales –como hemos explicado– con la
excusa de la epidemia, tras decretar el pasado 13 de marzo el Estado de Alarma,
parece dispuesto a suspender las elecciones, cancelando de paso nuestro Plan A,
que tiene una debilidad fundamental y es que no es algo que depende
exclusivamente de nuestra voluntad, porque de nuestra voluntad solo depende la
decisión de participar o no en los procesos, no convocarlos ni organizarlos.
Así, dicen algunos, la necesidad de un Plan B y también la de pensar varios
escenarios, surge con una lógica contundente.
Pero planes B hay varios. El más elemental y favorito
de algunos es la intervención externa, sea militar o una acción de comando, que
desaloje del poder a los usurpadores que lo ocupan. A los que, tras el
despliegue militar en el Caribe de tropas americanas, contaban en “horas” lo
que faltaba para que se produjera esa intervención, hay que recordarles que son
ya muchas las horas –días, semanas– transcurridas sin que eso ocurra y por lo
visto, no ocurrirá. Declaraciones recientes de altos voceros norteamericanos
–proponiendo un gobierno de transición y reiterando la necesidad de
negociación, incluso con mediación de Noruega–, suponemos que ha enfriado esa
expectativa.
Si el Plan A, condenado siempre al fracaso, según
dicen quienes lo adversan, está ahora metido en el congelador quien sabe hasta
cuando, y la intervención externa está igualmente congelada, ¿Cuál es el Plan
B, entonces, que aún queda en pie?; es también muy simple: Algunos dicen o
sueñan –y ahora más, ante la falta de gasolina– con que un buen día saldremos
todos a la calle, con toda nuestra fuerza y nos quedaremos en ella hasta que
alguien “investido de autoridad” restablezca la Constitución.
En el ideal de sus “planificadores”, no importa donde
empiece –antes se pensaba que en el Este de Caracas, pero parece que ya no es
así– el desarrollo de este plan iría paralizando el tráfico y la vida de las
ciudades; en un momento dado se iría a una huelga general, pero esta vez –a
diferencia de 2002-2003– no se consumirá nada, se cerrarán los auto mercados,
las farmacias, las tiendas –las gasolineras ya están cerradas–, todo. Por
supuesto, suponemos que algunos entrarían en contacto con los cuarteles, con
los militares, para explicarles lo que ocurrirá, de manera que cuando la
población salga a la calle el día decisivo, estos militares entiendan cuál es
su deber constitucional: Tomar los cuarteles y guarniciones y decirle al
usurpador que debe dejar el poder usurpado, porque así lo determina el pueblo
soberano. Además, gracias a los contactos y presión en los niveles
internacionales, se contaría con el apoyo necesario para ser exitosos en
restablecer el estado de derecho. Es un plan que no puede fallar, es
absolutamente lógico. Pero, ¿Será así de simple? Porque cuando a un problema
complejo –así nos dicen a los que creemos en el Plan A– se le da una solución
tan simple, suele ser equivocada.
No sabemos a donde puedan llevar estos acontecimientos,
pero por el momento el problema, según vemos por lo ocurrido en los últimos
días, es que esa “revuelta popular”, cuando carece de objetivos políticos y se
da por la apremiante necesidad y el hambre, por frustración, usualmente
arremete contra la propiedad y los comercios, arrasándolos, satisfaciendo las
necesidades inmediatas de unos pocos –o miles– pero no soluciona el problema de
fondo y nos va dejando a todos sin los pocos recursos que quedan en el país y
que luego será más difícil reponer. ¿Quién va a reconstruir en las zonas
populares esos negocios arrasados cuya falta harán más complicada y difícil la
distribución de insumos, alimentos y medicinas a una población que los seguirá
necesitando?
Una vez más se confirma aquella afirmación de J.A.C.
Brown –Técnicas de Persuasión, Alianza,1978– de hace
más de 40 años, cuando analizaba el nazismo, fascismo y el comunismo: Cuando la
gente descontenta y frustrada está dispuesta a ponerse en movimiento, a llevar
adelante una acción de masas, lo puede hacer en cualquier “dirección” que
considere que tenga una eficacia inmediata y no siguiendo, necesariamente, una
idea, doctrina o programa particular. Espero que seamos muchos los que estemos
pensando en estos temas.
Ismael
Pérez Vigil
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