Páginas

sábado, 18 de abril de 2020

El 19 de abril, obra de mantuanos y pelucones caraqueños, por @EViloriaV




Enrique Viloria Vera 17 de abril de 2020
@EViloriaV

De acuerdo con Germán Carrera Damas el término mantuano, tan caro a los revolucionarios de antes y de ahora, es “una voz originaria de Caracas, derivada de “manto”, que fundada en el uso exclusivo de esa prenda por las señoras de los grandes propietarios y nobles de la Colonia, sirvió para designar a toda una clase social (…) A fines del siglo XVIII los mantuanos de Caracas, que junto con los pocos del interior del país escasamente sobrepasaban un centenar de cabezas de familia, estrechamente vinculados entre sí, se esforzaron por perfeccionar su control de la sociedad intentando convertirse en un “cuerpo de nobles” (…) El hecho es, sin embargo, que al enfrentarse tanto a los funcionarios reales, cuya actuación estimaban que de alguna manera amenazaba sus privilegios, como a los peninsulares que buscaban fortuna y labrarse una posición social, los mantuanos caraqueños desencadenaron un prolongado y profundo proceso político, militar e ideológico que condujo a la emancipación y a sentar las bases iniciales de una sociedad más igualitaria”. (Diccionario de Historia de Venezuela, 1977, tomo 3, 25 y 26).


Manuel Alfredo Rodríguez en su Discurso de Incorporación a la Academia Nacional de la Historia, precisa aún más el origen y circunstancias del término:

“El 11 de febrero de 1571 la Católica Majestad de don Felipe II dispuso desde Madrid se incorporase a las Leyes de Indias una disposición, según la cual, las mulatas, al igual que las negras libres o esclavas, no llevasen oro, seda, mantos ni perlas. Si fueren casadas con español podían usar unos zarcillos de oro con perlas, una gargantilla y en la saya o falda un ribete de terciopelo. En ningún caso podían ataviarse, so pena de confiscación de todas las joyas y ropa de seda que llevasen, de mantos de cualquier tipo de tela. Sólo se les permitía mantellinas o mantillas que llegaran un poco más debajo de la cintura pues los mantos estaban reservados a las señoras de superior condición. No puede estar más claro el origen del calificativo de “mantuanos” aplicado a los miembros de la aristocracia terrateniente”.

Guillermo Morón, por su parte, describe las características de esta clase social mantuana, formada básicamente por los blancos criollos:

“Esta clase social dirigente reclama y obtiene todos los derechos. Su situación es la una especie de aristocracia que cuida con celo sus prerrogativas frente al poder central y frente a las clases inferiores, más numerosas. Su función rectora es indiscutible, a través de ciertos órganos, como son el Ayuntamiento y la posesión de las tierras. Cada ciudad importante, sea o no cabeza de provincia, constituyó el centro del grupo social en su jurisdicción. Se trataba de grupos familiares y sociales particulares, más que una sola clase u oligarquía capaz de concebir una unidad de tipo nacional. El conjunto de familias radicadas en cada ciudad (…) se atrincheran en el Cabildo para ejercer desde él el poder municipal, una rectoría municipal. La vara de la justicia, el pendón real, el derecho a palio en las procesiones, son los medios de distinguirse (…) Este predominio político – social está avalado por la riqueza sustentada en la posesión de la tierra. En efecto, los grandes hacendados – cacao, tabaco, hatos de ganado – eran los descendientes de encomenderos. En eso radicaba su poder. Cuando la riqueza comienza a diversificarse por la aparición de oficios capaces de rendir y por la extensión de los conuqueros y de los comerciantes, empieza a aflojarse la rectoría mantuana. Es cuando los mulatos pretenden ya lograr iguales prerrogativas, y no será raro que Jerónima Garcés, mulata libre, entable pleito con el alcalde ordinario de Coro, José Antonio Gil, para que no se le impida usar manto en punta. Esto es ya en pleno siglo XVIII, hacia 1761”. (Morón, 1971, Tomo 4, 609).

El poder en la sociedad colonial giraba pues en torno a tres polos: los blancos peninsulares, los mantuanos o blancos criollos y los pardos que venían incrementando su influencia, tal como aconteció en la fallida Conjura de los Mantuanos.

Recordemos que los pardos fueron el producto de la mezcla de blancos y negros que se inició con la llegada de los esclavos africanos – Piezas de Indias – para sustituir a la “ineficiente” obra de mano indígena desconocedora de las tareas de la minería y de la agricultura formal. Ese mestizaje dio origen a una nueva casta social conocida como los pardos –expresión un tanto imprecisa, generalizada en el siglo XVII – considerada por la pacata sociedad colonial como “una generación propagada no por la santa alianza de la Ley, sino por las torpes uniones reprobadas por la religión”.

José Eliseo López analiza el largo periplo que llevó a los pardos de una inicial situación de marginalidad social y económica a constituirse en la pardocracia:

“De los pardos salieron los artesanos, los pulperos, los arrieros y en general. Todos aquellos trabajadores que podían adquirir cierta habilidad a través de de una práctica sencilla y rutinaria. Esa desventajosa situación tendió, sin embargo, a mejorar cuando por situaciones más interesadas que altruistas, surgieron disposiciones que concedían a los pardos libres un importante margen para intentar disminuir las trabas que les impedían su desarrollo social.

La conocida real cédula de 1795 de “gracias al sacar” fue uno de los hechos que estimularon sus aspiraciones de promoción. Por ella podían adquirir con cierta cantidad de reales de vellón, la calidad de blanco y supuestamente, los derechos que esa condición implicaba (…) Se permitió también a la “gente de color”, desde 1797, ingresar a las escuelas de medicina y ejercer el oficio de médico, en virtud de la escasez de blancos en esta actividad (…) En todas estas ciudades del país, hallábase este grupo, al comenzar el siglo XIX, formando gremios y cofradías, atendiendo a una diversidad de oficios que se habían hecho indispensables en las nuevas magnitudes urbanas. Su número se amplió a tal nivel que se hizo imposible establecer diferencias estrictas entre los variados estratos de la “gente de color” (…) Es a este tipo de pardo al que se refieren los historiadores que sostienen que alrededor del 80% de la población venezolana de la etapa colonial estaba formada por pardos. A ellos aluden también los escritores que hablan de “pardocracia” para insinuar el predominio numérico de esa capa social”. (Diccionario de Historia de Venezuela, 1977, Tomo 3, 490 y 491).

Y Manuel Alfredo Rodríguez, por su parte, en el ya mencionado discurso de incorporación, señala acerca de los pardos libres y su contribución a la sociedad, lo siguiente:

“En vísperas de la Declaración de Independencia era evidente que los pardos libres de Venezuela representaban en la sociedad colonial un papel muy similar al jugado en la contemporánea por la llamada “clase media». Ellos se emanciparon de la servidumbre a la gleba o al suelo. Adquirieron la habilidad técnica necesaria para elaborar materias primas, aprovecharon los prejuicios de la época para señorear numéricamente todos o casi todos los gremios artesanales. Proveyeron a la comunidad los productos que no eran alimentos y rebasaron el plano de la artesanía para elevarse a la superior categoría de la creación artística.

Esa peculiar «clase media» —incipiente burguesía— no era entonces homogénea como no lo ha sido después. Su capa superior la integraban individuos pudientes como los Mexías Bejarano, José Gabriel Landaeta y Domingo Arévalo con capacidad económica para enseñar latín a sus hijos y afrontar los crecidos gastos del procedimiento administrativo que habría de «blanquearlos», el pintor Juan José Landaeta — homónimo del compositor— quien pudo visitar Londres y los otros pintores, hasta ahora no identificados, a quienes Boulton ubica en Madrid como alumnos de la Real Audiencia de San Fernando.

Aún puede darse otro ejemplo con el nombre del «cerero» y próspero propietario de una fábrica de velas y velones Luis Lovera, hermano del pintor Juan. Hubo también un sector menos acaudalado, aunque con recursos como para darse el gusto de tener una buena librería o biblioteca, tal y como lo demuestran las casos del compositor Juan José Landaeta y del retrechero músico, líder en cierne, y aspirante a clérigo Juan Bautista Olivares. La gran mayoría era pobre de solemnidad. La burguesía favoreció la urbanización de Europa y los pardos libres de Venezuela contribuyeron de manera considerable al afianzamiento y desarrollo de Caracas y nuestros principales centros urbanos”.

Son pues los mantuanos quienes sin vacilar y según su mejor conveniencia lideran la Revolución de Caracas de 1810, aunque ya más experimentados en la búsqueda de apoyos y reconociendo la importancia creciente de esta casta social, incorporan al Cabildo “un representante de los pardos”. Mucha razón tiene Carlos Fuentes cuando analiza el difícil y contemporizador rol desempeñado por los blancos criollos en los procesos independentistas americanos:

“El criollo hispanoamericano, cada vez más enajenado respecto a la metrópoli española, pero respecto también a su propia mayoría nacional, se vio obligado a tomar la iniciativa antes de que la monarquía o el pueblo se la arrebatasen. El criollo se vio obligado a encabezar su propia revolución. Y habría de guiarla en su propio interés, ya no comprometiéndola con España, pero exorcizando al mismo tiempo el peligro de tener que compartirla con mulatos, negros o indios. Este cálculo, frío y desnudo, sería cobijado con el manto tibio de la naciente conciencia nacional, el sentimiento de unidad comprensiva proporcionado por la historia y la geografía, y excluyente tanto del imperialismo español como de la política igualitaria. Esto es lo que se propuso hacer la nación criolla, con la esperanza de que el arco de sus justificaciones morales, políticas, jurídicas, nacionalistas y aun sentimentales, acabaría por abarcar tanto la necesidad continuada de la monarquía española respecto a las colonias, como el creciente clamor de la mayoría de color para obtener libertad con igualdad”. (Fuentes, 1987, 345 y 346).

Luego de su defenestración como Gobernador y Capitán General, Vicente Emparan, en carta al Ministro de España Luis de Onis, comenta y reconoce el rol jugado por los blancos criollos, por los pelucones, por los mantuanos caraqueños en la rebelión caraqueña de abril de 1810:

“Me levanté de mi asiento y asomándome al balcón dije en voz alta: si era cierto que el pueblo quería que yo dejase el mando, y los que estaban más inmediatos y a distancia de percibir lo que se les preguntaba, respondieron:”no, señor, no”, pero otros más distantes a quien los revolucionarios hacían señas del balcón porque no me podían oír, y era sin duda de la chusma que tenía pagada dijo que sí: y sobre este sí de un pillo, los mantuanos revolucionarios me despojaron del mando, obligándome a que le transfiriese al cabildo, que hizo cabeza de la rebelión, por más que protesté la nulidad del acto pues no estaba yo autorizado para renunciarlo”.

En fin, la Revolución de 1810 fue mantuana, no fue ni militar ni eclesiástica y mucho menos popular. Fue una rebelión burguesa encabezada por los oligarcas caraqueños.

Enrique Viloria Vera
@EViloriaV

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico