Francisco
Fernández-Carvajal 29 de abril de 2020
@hablarcondios
— El anuncio de la
Sagrada Eucaristía en la sinagoga de Cafarnaún. El Señor nos pide una fe viva.
Himno Adoro te devote.
— El Misterio de
fe. La transubstanciación.
— Los efectos de la
Comunión en el alma: sustenta, repara y deleita.
I. Yo
soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron.
Este es el pan que baja del Cielo para que si alguien come de él no muera1.
Es el sorprendente y maravilloso anuncio que hizo Jesús en la sinagoga de
Cafarnaún, que hoy leemos en el Evangelio de la Misa. Continúa el Señor: Yo
soy el pan vivo que ha bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá
eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo2.
Jesús revela el gran misterio de la Sagrada
Eucaristía. Sus palabras son de un realismo tan grande que excluyen cualquier
otra interpretación. Sin la fe, estas palabras no tienen sentido. Por el
contrario, aceptada por la fe la presencia real de Cristo en la Eucaristía, la
revelación de Jesús resulta clara e inequívoca, y nos muestra el infinito amor
que Dios nos tiene.
Adoro te devote, latens deitas, quae sub his figuris
vere latitas: te adoro con
devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente bajo estas apariencias, decimos
con aquel himno a la Sagrada Eucaristía que compuso Santo Tomás y que desde
hace siglos fue adoptado por la liturgia de la Iglesia. Es una expresión de fe
y de piedad, que puede servirnos para manifestar nuestro amor, porque
constituye un resumen de los principales puntos de la doctrina católica sobre
este sagrado Misterio.
Te adoro con devoción, Dios escondido..., repetimos en la intimidad de nuestro corazón,
despacio, con fe, esperanza y amor. Quienes estaban aquel día en la sinagoga
entendieron el sentido propio y realista de las palabras del Señor; de haberlo
entendido en un sentido simbólico o figurado no les hubiera causado la
extrañeza y confusión que San Juan describe a continuación, y no hubiera sido
ocasión de que muchos le dejaran aquel día. Dura es esta enseñanza,
¿quién puede escucharla?3,
dicen mientras se marchan. Es dura –sigue siendo dura– para quienes no están
bien dispuestos, para quienes no admiten sin sombra alguna que Jesús de
Nazaret, Dios, que se hizo hombre, se comunica de este modo a los hombres por
amor. Te adoro, Dios escondido, le decimos nosotros en nuestra
oración, manifestándole nuestro amor, nuestro agradecimiento y el asentimiento
humilde con que le acatamos. Es una actitud imprescindible para acercarnos a
este misterio del Amor.
Tibi se cor meum totum subiicit, quia te contemplans
totum deficit: a Ti se somete mi
corazón por completo y se rinde totalmente al contemplarte. Sentimos necesidad
de repetírselo muchas veces al Señor, porque son muchos los incrédulos. También
a nosotros, a todos los que queremos seguir al Señor muy de cerca, nos
pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos?4.
Y al ver la desorientación y la confusión en que andan tantos cristianos que se
separaron del tronco de la fe, que tienen el alma como adormecida para lo
sobrenatural, se reafirma nuestro amor: Tibi se cor meum totum
subiicit... Nuestra fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía
debe ser muy firme: «creemos que, como el pan y el vino consagrados por el
Señor en la Última Cena se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, que
enseguida iban a ser ofrecidos por nosotros en la Cruz, así también el pan y el
vino consagrados por el sacerdote se convierten en el Cuerpo y en la Sangre de
Cristo, sentado gloriosamente en el Cielo, y creemos que la presencia
misteriosa del Señor, bajo la apariencia de aquellos elementos, que continúan
apareciendo a nuestros sentidos de la misma manera que antes, es verdadera,
real y substancial»5.
II. No se pueden
mitigar las palabras del Señor: el pan que yo daré es mi carne para la
vida del mundo. «Este es el misterio de nuestra fe», se proclama
inmediatamente después de la Consagración en la Santa Misa. Ha sido y es la
piedra de toque de la fe cristiana. Por la transubstanciación, las especies de
pan y vino «ya no son el pan ordinario y la ordinaria bebida, sino el signo de
una cosa sagrada, signo de un alimento espiritual; pero adquieren un nuevo
significado y un nuevo fin en cuanto contienen una “realidad”, que con razón
denominamos ontológica; porque bajo dichas especies ya no
existe lo que había antes, sino una cosa completamente diversa (...), puesto
que convertida la sustancia o naturaleza del pan y del vino en el Cuerpo y la
Sangre de Cristo, no queda ya nada de pan y de vino, sino las solas especies:
bajo ellas Cristo todo entero está presente en su realidad física, aun
corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar»6.
Nosotros miramos a Jesús presente en el Sagrario,
quizá a pocos metros, o se nos va el corazón hacia la iglesia más cercana, y le
decimos que sabemos, mediante la fe, que Él está allí presente. Creemos
firmemente en la promesa que hizo en Cafarnaún y que realizó poco tiempo
después en el Cenáculo: Credo quidquid dixit Dei Filius: nihil hoc
verbo veritatis verius: creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada es
más verdadero que esta palabra de verdad.
Nuestra fe y nuestro amor se deben poner particularmente
de manifiesto en el momento de la Comunión. Recibimos a Jesucristo, Pan vivo
que ha bajado del Cielo, el alimento absolutamente necesario para llegar a la
meta.
En la Sagrada Comunión se nos entrega el mismo Cristo,
perfecto Dios y perfecto Hombre; misteriosamente escondido, pero deseoso de
comunicarnos la vida divina. Cuando le recibimos en este Sacramento, su
Divinidad actúa en nuestra alma, mediante su Humanidad gloriosa, con una
intensidad mayor que cuando estuvo aquí en la tierra. Ninguno de aquellos que
fueron curados: Bartimeo, el paralítico de Cafarnaún, los leprosos... estuvo
tan cerca de Cristo –del mismo Cristo– como lo estamos nosotros en cada
Comunión. Los efectos que produce este Pan vivo, Jesús, en nuestra alma son
incontables y de una riqueza infinita. La Iglesia lo sintetiza en estas
palabras: «todo el efecto que la comida y la bebida material obran en cuanto a
la vida del cuerpo, sustentando, reparando y deleitando, eso lo realiza este
sacramento en cuanto a la vida espiritual»7.
Oculto bajo las especies sacramentales, Jesús nos
espera. Se ha quedado para que le recibamos, para fortalecernos en el amor.
Examinemos hoy cómo es nuestra fe; ante tantos abandonos, veamos cómo es
nuestro amor, cómo preparamos cada Comunión. Le decimos con Pedro: hemos
conocido y creído que Tú eres el Cristo8.
Tú eres nuestro Redentor, la razón de nuestro vivir.
III. La
Comunión sustenta la vida del alma de modo semejante a como el
alimento corporal sustenta al cuerpo. La recepción de la Sagrada Eucaristía
mantiene al cristiano en gracia de Dios, pues el alma recupera las fuerzas del
continuo desgaste que sufre debido a las heridas que permanecen en ella por el
pecado original y los propios pecados personales. Mantiene la vida de Dios en
el alma, librándola de la tibieza; y ayuda a evitar el pecado mortal y a luchar
eficazmente contra los pecados veniales.
La Sagrada Eucaristía aumenta también
la vida sobrenatural, la hace crecer y desarrollarse. Y a la vez que sacia
espiritualmente, da al alma más deseos de los bienes eternos: el que
viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed9.
«La comida material primero se convierte en el que la come y, en consecuencia,
restaura sus pérdidas y acrecienta sus fuerzas vitales. La comida espiritual,
en cambio, convierte en sí al que la come, y así el efecto propio de este
sacramento es la conversión del hombre en Cristo, para que no viva él sino
Cristo en él y, en consecuencia, tiene el doble efecto de restaurar las
pérdidas espirituales causadas por los pecados y deficiencias, y de aumentar
las fuerzas de las virtudes»10.
Por último, la gracia que recibimos en cada
Comunión deleita a quien comulga bien dispuesto. Nada se puede
comparar a la alegría de la Sagrada Eucaristía, a la amistad y cercanía de
Jesús, presente en nosotros. «Jesucristo, durante su vida mortal, no pasó jamás
por lugar alguno sin derramar sus bendiciones en abundancia, de lo cual
deduciremos cuán grandes y preciosos deben ser los dones de que participan
quienes tienen la dicha de recibirle en la Sagrada Comunión; o mejor dicho, que
toda nuestra felicidad en este mundo consiste en recibir a Jesucristo en la
Sagrada Comunión»11.
La Comunión es «el remedio de nuestra necesidad
cotidiana»12, «medicina de la inmortalidad, antídoto contra la muerte y
alimento para vivir por siempre en Jesucristo»13.
Concede al alma la paz y la alegría de Cristo, y es verdaderamente «un anticipo
de la bienaventuranza eterna»14.
Entre todos los ejercicios y prácticas de piedad,
ninguno hay cuya eficacia santificadora pueda compararse a la digna recepción
de este sacramento. En él no solamente recibimos la gracia, sino el Manantial y
la Fuente misma de donde brota. Todos los sacramentos se ordenan a la Sagrada
Eucaristía y la tienen como centro15.
Oculto bajo los accidentes de pan, Jesús desea que nos
acerquemos con frecuencia a recibirle: el banquete, nos dice, está preparado16.
Son muchos los ausentes y Jesús nos espera, a la vez que nos envía a anunciar a
otros que también a ellos les aguarda en el Sagrario.
Si se lo pedimos, la Santísima Virgen nos ayudará a ir
a la Comunión mejor dispuestos cada día.
1 Jn 6,
48-50. —
2 Jn 6,
51. —
3 Jn 6,
60. —
4 Cfr. Jn 6,
67. —
5 Pablo
VI, Credo del Pueblo de Dios, 24. —
6 Pablo
VI, Enc. Mysterium fidei, 3-lX-1965. —
7 Conc.
de Florencia, Bula Exultate Deo: Dz 1322-698. —
8 Jn 6,
70. —
9 Jn 6,
35. —
10 Santo
Tomás, Coment. al libro IV de las Sentencias, d. 12, q. 2,
a. 11. —
11 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la Comunión. —
12 San
Ambrosio, Sobre los misterios, 4. —
13 San
Ignacio de Antioquía, Epístola a los efesios, 20. —
14 Cfr. Jn 6,
58; Dz 875. —
15 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 65, a. 3. —
16 Cfr. Lc 14,
15 ss.
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