Francisco Fernández-Carvajal 17 de abril de
2020
@hablarcondios
— El Señor nos envía al
mundo para dar a conocer su doctrina.
— Como los Apóstoles,
encontraremos obstáculos. Ir contra corriente. La reevangelización de Europa y
del mundo. Santidad personal.
— «Tratar a las almas
una a una». Optimismo sobrenatural.
I. La Resurrección
del Señor es una llamada al apostolado hasta el fin de los tiempos. Cada una de
las apariciones concluye con un mandato apostólico. A María Magdalena le dice
Jesús: ... ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre1;
a las demás mujeres: Id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y
que allí me verán2.
Los mismos discípulos de Emaús sienten la necesidad, aquella misma noche, de
comunicar a los demás que Cristo vive3.
En el Evangelio de la Misa de hoy, San Marcos recoge el gran mandato
apostólico, que seguirá vigente siempre: Por último se apareció a los
Once, cuando estaban a la mesa (...). Y les dijo: Id al mundo entero y predicad
el Evangelio a toda la creación4.
Desde entonces, los Apóstoles comienzan a dar
testimonio de lo que han visto y oído, y a predicar en el
nombre de Jesús la penitencia para la remisión de los pecados a todas las
naciones, comenzando por Jerusalén5.
Lo que predican y atestiguan no son especulaciones, sino hechos salvíficos de
los que ellos han sido testigos. Cuando por la muerte de Judas es necesario
completar el número de doce Apóstoles, se exige como condición que sea testigo
de la Resurrección6.
En aquellos Once está representada toda la Iglesia. En
ellos, todos los cristianos de todos los tiempos recibimos el gozoso mandato de
comunicar a quienes encontramos en nuestro caminar que Cristo vive, que en Él
ha sido vencido el pecado y la muerte, que nos llama a compartir una vida
divina, que todos nuestros males tienen solución... El mismo Cristo nos ha dado
este derecho y este deber. «La vocación cristiana es, por su misma naturaleza,
vocación también al apostolado»7,
y «todos los fieles, desde el Papa al último bautizado, participan de la misma
vocación, de la misma fe, del mismo Espíritu, de la misma gracia (...). Todos
participan activa y corresponsablemente (...) en la única misión de Cristo y de
la Iglesia»8.
Nadie nos debe impedir el ejercicio de este derecho,
el cumplimiento de este deber. La Primera lectura de la Misa nos relata la
reacción de los Apóstoles cuando los sumos sacerdotes y los letrados les
prohíben absolutamente predicar y enseñar en el nombre de Jesús. Pedro y Juan
replicaron: ¿Puede aprobar Dios que os obedezcamos a vosotros en vez de
a él? Juzgadlo vosotros. Nosotros no podemos menos de contar lo que hemos visto
y oído9.
Tampoco nosotros podemos callar. Es mucha la
ignorancia a nuestro alrededor, es mucho el error, son incontables los que
andan por la vida perdidos y desconcertados porque no conocen a Cristo. La fe y
la doctrina que hemos recibido debemos comunicarla a muchos a través del trato
diario. «“No se enciende la luz para ponerla debajo de un celemín, sino sobre
un candelero, a fin de que alumbre a todos los de la casa; brille así vuestra
luz ante los hombres, de manera que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos”.
»Y, al final de su paso por la tierra, manda: “euntes
docete” —id y enseñad. Quiere que su luz brille en la conducta y en las
palabras de sus discípulos, en las tuyas también»10.
II. En cuanto los
Apóstoles comenzaron, con valentía y audacia, a enseñar la verdad sobre Cristo,
empezaron también los obstáculos, y más tarde la persecución y el martirio.
Pero al poco tiempo la fe en Cristo traspasará Palestina, alcanzando Asia
Menor, Grecia e Italia, llegando a hombres de toda cultura, posición social y
raza.
También nosotros debemos contar con las
incomprensiones, señal cierta de predilección divina y de que seguimos los
pasos del Señor, pues no es el discípulo más que el Maestro11.
Las recibiremos con alegría, como permitidas por Dios; las acogeremos como
ocasiones para actualizar la fe, la esperanza y el amor; nos ayudarán a
incrementar la oración y la mortificación, con la confianza de que la oración y
el sacrificio siempre producen frutos12,
pues los elegidos del Señor no trabajarán en vano13.
Y trataremos siempre bien a los demás, con comprensión, ahogando el mal en
abundancia de bien14.
No nos debe extrañar que en muchas ocasiones hayamos
de ir contra corriente en un mundo que parece alejarse cada vez más de Dios,
que tiene como fin el bienestar material, y que desconoce o relega a segundo
plano los valores espirituales; un mundo que algunos quieren organizar
completamente de espaldas a su Creador. A la profunda y desordenada atracción
que los bienes materiales ejercen sobre quienes han perdido todo trato con
Dios, se suma el mal ejemplo de algunos cristianos que, «con el descuido de la
educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso
con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que
revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»15.
El campo apostólico en el que habían de sembrar los
Apóstoles y los primeros cristianos era un terreno duro, con abrojos, cardos y
espinos. Sin embargo, la semilla que esparcieron fructificó abundantemente. En
unas tierras el ciento, en otras el sesenta, en otras el treinta por uno. Basta
que haya un mínimo de correspondencia para que el fruto llegue, porque es de
Dios la semilla, y Él quien hace crecer la vida divina en las almas16.
A nosotros nos toca el trabajo apostólico de prepararlas: en primer lugar, con
la oración, la mortificación y las obras de misericordia, que atraen siempre el
favor divino; con la amistad, la comprensión, la ejemplaridad.
El Señor nos espera en la familia, en la Universidad,
en la fábrica, en las asociaciones más diversas, dispuestos a recristianizar de
nuevo el mundo: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la
creación, nos sigue diciendo el Señor. Es la nuestra una época en la que
Cristo necesita hombres y mujeres que sepan estar junto a la Cruz, fuertes,
audaces, sencillos, trabajadores, sin respetos humanos a la hora de hacer el
bien, alegres, que tengan como fundamento de sus vidas la oración, un trato
lleno de amistad con Jesucristo.
El Señor cuenta con nuestros propósitos de ser
mejores, de luchar más contra los defectos y contra todo aquello, por pequeño
que sea, que nos separa de Él; cuenta con un apostolado intenso entre aquellas
personas con las que nos relacionamos más a menudo. Debemos pensar hoy en
nuestra oración si a nuestro alrededor, como ocurría entre los primeros
cristianos, hay una porción de gente que se está acercando más firmemente a
Dios. Debemos preguntarnos si nuestra vida influye para bien entre aquellos que
frecuentan nuestro trato por razón de amistad, de trabajo, de parentesco,
etcétera.
III. Del
misterio pascual de Cristo nace la Iglesia y esta se presenta a los hombres de
su tiempo con una apariencia pequeña, como la levadura, pero con una fuerza
divina capaz de transformar el mundo, haciéndolo más humano y más cercano a su
Creador. Muchos hombres de buena voluntad han respondido hoy a las frecuentes
llamadas del sucesor de Pedro para dar luz a tantas conciencias que andan en la
oscuridad en tierras en las que en otro tiempo se amaba a Cristo.
Como hicieron los primeros cristianos, «lo
verdaderamente importante es tratar a las almas una a una, para acercarlas a
Dios»17. Por eso, nosotros mismos debemos estar muy cerca del Señor,
unidos a Él como el sarmiento a la vid18.
Sin santidad personal no es posible el apostolado, la levadura viva se
convierte en masa inerte. Seríamos absorbidos por el ambiente pagano que con
frecuencia encontramos en quienes quizá en otro tiempo fueron buenos
cristianos.
La Primera lectura de la Misa nos dice que los sumos
sacerdotes, los ancianos y los letrados estaban sorprendidos viendo el aplomo
de Pedro y Juan, sabiendo que eran hombres sin letras ni instrucción, y
descubrieron que habían sido compañeros de Jesús19.
A los Apóstoles se les ve seguros, sin complejos, con el optimismo que da el
ser amigos de Cristo. Esa amistad que crece día a día en la oración, en el
trato con Él.
El cristiano, si está unido al Señor, será siempre
optimista, «con un optimismo sobrenatural que hunde sus raíces en la fe, que se
alimenta de la esperanza y a quien pone alas el amor (...).
»Fe: evitad el derrotismo y las lamentaciones
estériles sobre la situación religiosa de vuestros países, y poneos a trabajar
con empeño, moviendo (...) a otras muchas personas. Esperanza: Dios no
pierde batallas (San Josemaría Escrivá, passim) (...). Si
los obstáculos son grandes, también es más abundante la gracia divina: será Él
quien los remueva, sirviéndose de cada uno como de una palanca. Caridad:
trabajad con mucha rectitud, por amor a Dios y a las almas. Tened cariño y
paciencia con el prójimo, buscad nuevos modos, iniciativas nuevas: el amor
aguza el ingenio. Aprovechad todos los cauces (...) para esta tarea de edificar
una sociedad más cristiana y más humana»20.
Santa María, Reina de los Apóstoles, nos
encenderá en la fe, en la esperanza y en el amor de su Hijo para que
colaboremos, eficazmente, en nuestro propio ambiente y desde él, a
recristianizar el mundo de hoy, tal como el Papa nos pide. En nuestros oídos
siguen resonando las palabras del Señor: Id a todo el mundo... Entonces
solo eran Once hombres, ahora somos muchos más... Pidamos la fe y el amor de
aquellos.
1 Jn 20,
17. —
2 Mt 28,
10. —
3 Cfr. Lc 24,
35. —
4 Mc 16,
14-15. —
5 Cfr.
Lc 24, 44-47. —
6 Cfr. Hech 1,
21-22. —
7 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 2. —
8 A.
del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA, 1ª ed.,
Pamplona 1969, p. 38. —
9 Hech 4,
20. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 930. —
11 Mt 10,
24. —
12 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, nn. 694-697. —
13 Is 65,
23. —
14 Cfr.
Rom 12, 21. —
15 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 19. —
16 Cfr. 1
Cor 3, 6. —
17 A.
del Portillo, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 9. —
18 Cfr. Jn 15,
5. —
19 Hech 4,
13. —
20 A.
del Portillo, Ibídem, n. 10.
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