Tulio Ramírez 13 de abril de 2021
No
sería absurdo pensar que el Gabo se haya inspirado en Venezuela al momento de
escribir Cien años de soledad. Pero no porque en nuestro país
sucedieran las cosas más extrañas, insólitas y extraordinarias —que sí suceden—
sino por la manera como las explican y recrean nuestros compatriotas.
Tenemos
explicaciones y justificaciones para todo. Por ejemplo, imaginemos una película
donde un tierno unicornio azul lame afectuosamente el agreste caparazón de un
caimán del Orinoco mientras devora a un pequeño cachorro frente a su madre
impotente y desconsolada. Esto, de seguro, causaría el rechazo mayoritario de
cualquier público. Pero, en Venezuela, podría ser motivo de creativas
interpretaciones. Unas más alocadas que otras, como es de esperarse.
Habrá
a quien le disguste tan sórdida escena, pero nunca faltará quien, con pose de
crítico de arte formado autodidácticamente, señale que se trata de una
«genialidad de los Estudios Disney», como consecuencia de alguna «nueva etapa
onírica de sus creativos». Por supuesto, lo más seguro es que quien así opina
no tenga la más peregrina idea sobre el séptimo arte. Para lo que importa eso.
Somos
expertos en dictar cátedra sobre cualquier situación, por más extraña o
desconocida que sea, pero también somos unos primeros actores para escuchar
todas las mentiras, exageraciones y discursos de esos «expertos», sin darnos
por cobeados.
Somos
unos fenómenos para convencer. Si no encontramos argumentos con bases lógicas o
evidencias empíricas, las inventamos. Siempre tendremos auditorios dóciles para
ello. Y si algún curioso pide que ampliemos o expliquemos en detalle,
recurrimos a la estrategia usada por los jurisconsultos poco cultos y
temerarios: «Si no puedes aclarar, entonces confunde».
Pero
la vaina no se restringe a los habladores de pistoladas que usan pipa sin
picadura y lentes sin fórmula para parecer intelectuales, tampoco a oyentes muy
respetuosos, o temerosos, que no se animan a desenmascarar a estos habladores
de tonterías. La cosa es más común de lo que aquí cuento.
Basta
pararse un sábado a media mañana en una esquina de un barrio caraqueño, o del
interior del país, y escuchar a los cerveceros intercambiar historias y opiniones
sobre variados temas. Ni los catedráticos de Harvard hablan con tanta
autoridad.
Se
habla sobre todo, «con los pelos en la mano». Uno se entera de lo que «en
privado le dijo Trump a Biden sobre Venezuela», el día de la toma de posesión;
también que la CIA creó artificialmente al papa Francisco en un laboratorio del
área 54, como parte de un plan para controlar a los comunistas católicos; o
sobre la «carta bajo la manga y que nadie conoce», que tiene Messi para
negociar con el Barcelona; y qué decir de «los acuerdos secretos de no
invasión» entre los alienígenas sobrevivientes de Roswell y el presidente
Truman; o de los «verdaderos asesinos» de Kennedy, Corín Tellado y Consuelo.
Hay
cuatro hipótesis para tratar de entender esas conversaciones: 1) el que habla
sabe que cobea y asume que el resto se lo cree; 2) el que habla sabe que cobea
y el resto también lo sabe, pero se hacen los paisas; 3) el que habla se cree
lo que dice y el resto también; 4) cualquier otra combinación. Me inclino por
la opción 2, o sea, intención activa y pasiva de engaño.
A
conveniencia nos ubicamos en los extremos. Cuenteros, sabelotodo y conocedores
de lo humano y lo divino o actuando como «pendejos» cuando nos interesa.
Quizás
ese rasgo explique el porqué tratamos siempre de imponernos al otro como el
chivo que más micciona del patio o, en el extremo opuesto, hacerle creer al
otro que nos está convenciendo para luego descalificarlo ante terceros. A
lo mejor así es la política, pero lo cierto es que con estos comportamientos es
muy difícil lograr algún tipo de unidad sincera.
Tulio
Ramírez
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