Tulio Hernández 19 de febrero de 2023
@tulioehernandez
Ya lo
he contado otras veces. Pero me he propuesto volverlo a hacer, año a año, para
que los más jóvenes escuchen. Unos días después del fallido intento de golpe de
Estado del 4 de febrero de 1992, un grupo de universitarios que acudíamos con
regularidad al Palacio Federal, sede del parlamento venezolano, a conversar con
el senador Ramón J. Velásquez, volvimos a su despacho para escucharle.
Estábamos perturbados por las imágenes de los tanques intentado entrar a cañonazos al Palacio de Miraflores y por las fotografías de los cadáveres de jóvenes soldados tirados sobre charcos de sangre en el pavimento. Esperábamos con cierta inquietud la entrada de aquel hombre que había sido reportero, director del diario El Nacional, escritor, historiador, secretario de la presidencia de Rómulo Betancourt, varias veces ministro, parlamentario, y unos meses más tarde de aquel encuentro, por razones del azar, tendría que hacer de presidente interino de la república una vez que Carlos Andrés Pérez fue desalojado de la presidencia gracias a un complot en el que participaron jefes de su propio partido.
Así
que apenas el futuro presidente entró a la sala y se sentó, sin muchos
preámbulos, le pregunté: “Doctor Velásquez, desde su perspectiva ¿qué
significado tiene la asonada militar que acaba de ocurrir?”
Entonces,
nuestro maestro, que solía tomarse su tiempo para responder, tardó un poco más
de lo normal, subió el dedo índice, tomo aire como buscando las ideas en los
pulmones y, con su parsimonia de siempre, nos dijo:
–Miren,
se los voy a resumir de este modo: Alguien levantó la tapa del infierno en
donde a fuerza de padecer asesinatos, torturas, carcelazos, exilios y otras
persecuciones, varias generaciones de venezolanos demócratas habíamos logrado
encerrar los demonios del militarismo. ¡Ahora los demonios andan sueltos otra
vez!”.
Se
detuvo. Pasó la vista sobre nosotros. Creo que éramos dos historiadores, un
politólogo y un sociólogo. El mayor tendría, máximo, cuarenta años,
nuestras cabelleras bien pobladas, y al lado del doctor Velásquez quien
caminaba hacia los ochenta, resultábamos jóvenes.
Entonces,
el senador que era un hombre fuerte y memorioso tomó aire de nuevo, y
mirándonos con la piedad de un médico que ofrece un diagnóstico comprometido,
se preguntó: “¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a
encerrar?”.
La
sala se quedó en silencio. La frase, para decir lo menos, me produjo un cierto
escalofrío. Era otra manera de evaluar lo sucedido. Y como quien hablaba tenía
la auctoritas de haber sido protagonista de la historia política del siglo XX
–desde la dictadura de Juan Vicente Gómez, hasta los cuarenta años de democracia–
nos tomarnos en serio la premonición.
Ramón
J., como se le conocía en el mundillo político, era un profundo
conocedor del estamento militar, había publicado un exitoso libro –Conversaciones
imaginarias con Juan Vicente Gómez– en el que hurgaba en la sique del
caudillo militar que había metido en cintura al país durante 28 años. Y como
secretario de la presidencia de Rómulo Betancourt había recibido la tarea de
cuidar las relaciones con los uniformados. Porque, como solía afirmar,
todas las semanas –todas– en la oscuridad de los cuarteles algún grupo o logia
estaba tramando un golpe de estado.
Eso lo
sabía muy bien Rómulo Betancourt. El primer presidente electo que logro
terminar su gobierno, entre 1959 y 1963, sin que otro golpe de Estado lo sacara
de juego como a Gallegos. Lo hizo a fuerza de derrotar en duras batallas, con
el apoyo de los militares constitucionales, una decena de ataques armados.
Unos, como El Carupanazo y El Porteñazo, 1962, manejados desde Cuba con el
apoyo de la izquierda marxista que ya se preparaba para la guerrilla. Otros,
como el intento de magnicidio en el Paseo Los Próceres, desde República
Dominicana, con el apoyo de la Rafael Leónidas Trujillo, el dictador de
derecha, que encontraba en Betancourt una amenaza por su doctrina de condena a
todo tipo de dictadura.
Ya
caída la noche, de regreso a casa, la frase repicaba en mi cabeza como un eco
persecutorio: “¿Cuántas décadas les costará a ustedes volverlos a encerrar?”:
“¿Cuántas décadas les llevará a ustedes volverlos a encerrar?”. Sin embargo,
quizás para dormir bien, esa noche me dije a mismo que probablemente esta vez
el doctor Velásquez se equivocaba. Que los militares que volvían a intentar
tomarse el poder por las armas, no por los votos, habían sido derrotados e
irían a la cárcel. Que, tal vez pronto, todo volvería a la normalidad
democrática.
Pero,
obviamente, el equivocado era yo, no él. Por estos días de febrero se
están cumpliendo 31 años del golpe del 4F y de la pregunta por el destino
de los “demonios del militarismo”, como acertadamente los llamó. Han pasado un
poco más de tres décadas, los aún no cuarentones que escuchábamos aquella tarde
de 1992 transitamos, ahora, el trecho de los sesenta a los setenta años
de edad. Algunos tenemos canas. Varios estamos en el destierro. Unos como
emigrantes. Otros, como exiliados políticos.
Y
–aunque igual sufrido exilios, cárceles, torturas y asesinatos–, los demócratas
venezolanos del presente no hemos logrado encerrarlos de nuevo. Los demonios
siguen sueltos. Danzan, como los de Yare, gozosos en el espacio público.
Los militares golpistas y sus sucesores, son otra vez —como en el
perezjimenismo o el gomecismo—, dueños y jefes del país. Pero ahora de manera
más delictiva. Tanto en el imaginario como en los hechos verificables, tienen
mansiones, casinos, bodegones, carteles del narcotráfico, minas de oro, muchos
están presos en calabozos de EE.UU. o perseguidos por la DEA, uno que otro
investigado por crímenes de lesa humanidad.
Ramón
J. Velásquez sabía más por viejo que por diablo. Esa tarde de febrero tampoco se
equivocó.
Tulio
Hernández
@tulioehernandez
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