Opus Dei 16 de diciembre de 2023
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Comentario del domingo de la 3° semana de
Adviento (Ciclo B).
Evangelio
(Jn 1,6-8. 19-28)
Hubo
un hombre enviado por Dios,que se llamaba Juan. Éste vino como testigo, para
dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran.
No era
él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz.
Éste
es el testimonio de Juan, cuando desde Jerusalén los judíos le enviaron
sacerdotes y levitas para que le preguntaran: «¿Tú quién eres?». Entonces él
confesó la verdad y no la negó, y declaró:
—Yo no
soy el Cristo.
Y le
preguntaron:
—¿Entonces,
qué? ¿Eres tú Elías?
Y
dijo:
—No lo
soy.
—¿Eres
tú el Profeta?
—No,
respondió.
Por
último le dijeron:
—¿Quién
eres, para que demos una respuesta a los que nos han enviado? ¿Qué dices de ti
mismo?
Contestó:
—Yo
soyla voz del que clama en el desierto:
«Haced
recto el camino del Señor», como dijo el profeta Isaías.
Los
enviados eran de los fariseos. Le preguntaron:
—¿Pues
por qué bautizas si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el Profeta?
Juan
les respondió:
—Yo
bautizo con agua, pero en medio de vosotros está uno a quien no conocéis. Él es
el que viene después de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de
la sandalia.
Esto
sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan estaba bautizando.
Comentario
El
evangelio del tercer domingo de Adviento nos narra el testimonio que dio Juan
Bautista a los sacerdotes y levitas enviados desde Jerusalén. En tiempos de
Jesús latía una fuerte expectación mesiánica generalizada, hasta el punto de
que, como describe el historiador Flavio Josefo, bastantes personajes se
proclamaban a sí mismos el mesías prometido por Dios para liberar al pueblo.
Debía ser tan grande la fama de santidad del Bautista, que las autoridades
religiosas quisieron preguntarle directamente por su identidad y actividad.
El
evangelista ya nos ha aclarado en su prólogo quién es Juan para que entendamos
la escena de su testimonio: era “un hombre enviado por Dios” que “vino como
testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos creyeran”. Detrás
de las preguntas que las autoridades le hacen a Juan —“¿tú quién eres?”; “¿eres
tú Elías?”; “¿eres tú el Profeta?”—, se entrevén algunas corrientes religiosas
de entonces, entre las cuales estaba la creencia de que Elías llegaría justo
antes del advenimiento del mesías, así como se creía en la llegada de otro profeta
precursor y de identidad indeterminada. Jesús aclarará más tarde a sus
discípulos que en realidad Juan podía ser identificado con Elías (cfr. Mt
17,12).
En
cualquier caso, y a pesar de su prestigio, san Juan ataja inmediatamente
cualquier intento de ensalzar su persona o cualquier sombra de protagonismo. El
Bautista predicaba así con su ejemplo la humilde disposición interior que
exigía a las gentes y que sigue siendo un reclamo actual para nosotros. Como
expresaba san Josemaría, “hace falta, sin duda, una nueva mudanza, una lealtad
más plena, una humildad más profunda, de modo que, disminuyendo nuestro
egoísmo, crezca Cristo en nosotros, ya que illum oportet crescere, me
autem minui, hace falta que El crezca y que yo disminuya”[1].
A
propósito de este tiempo de Adviento y del evangelio de hoy cabe mencionar la
antigua costumbre de los emperadores de Roma de realizar advientos, es
decir, llegadas triunfales a la urbe, con todo un séquito de sirvientes, el
ejército e incluso un desfile de enemigos derrotados. La llegada del emperador
se convertía en símbolo de victoria y grandeza. En cambio, el adviento del
Señor en Belén fue discreto y sencillo, como lo fue cuando apareció a orillas
del Jordán, o a lomos de un burro en Jerusalén.
Esa
misma llegada discreta se produce ahora en la eucaristía, en nuestro quehacer
diario y en las necesidades de los demás. Ante esos sucesivos advientos del
Señor, corremos el riesgo de engrandecernos nosotros, sin dejarle espacio en
nuestros horarios e intereses. Y el tiempo litúrgico del Adviento nos invita,
por medio de la voz de Juan que clama en el desierto, a una nueva conversión y
una exigente preparación para la venida del Señor.
Al
mismo tiempo, la liturgia nos recuerda que ese dejar crecer a Cristo no nos
apoca ni entristece, sino todo lo contrario, al igual que le sucedió al
Bautista, que se llenó de alegría cuando vio llegar al Mesías. Como recordaba
Benedicto XVI, “la liturgia de este domingo, llamado Gaudete, nos
invita a la alegría, a una vigilancia no triste, sino gozosa. (…) La verdadera
alegría no es un simple estado de ánimo pasajero, ni algo que se logra con el
propio esfuerzo, sino que es un don, nace del encuentro con la persona viva de
Jesús, de hacerle espacio en nosotros, de acoger al Espíritu Santo que guía
nuestra vida. (…) En este tiempo de Adviento reforcemos la certeza de que el
Señor ha venido en medio de nosotros y continuamente renueva su presencia de
consolación, de amor y de alegría. Encomendemos nuestro camino a la Virgen
Inmaculada, cuyo espíritu se llenó de alegría en Dios Salvador. Que ella guíe
nuestro corazón en la espera gozosa de la venida de Jesús, una espera llena de
oración y de buenas obras”[2].
[1] San
Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 58
[2] Benedicto
XVI, Ángelus, 11 de diciembre de 2011.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/gospel/
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