Francisco Fernández-Carvajal 10 de febrero de 2024
@hablarcondios
— El
Señor viene a curar nuestros males más profundos. Curación de un leproso.
— La
lepra, imagen del pecado. Los sacerdotes perdonan los pecados in persona
Christi.
—
Apostolado de la Confesión.
I. La
curación de un leproso que narra el Evangelio de la Misa1 debió
de conmover mucho a las gentes y fue objeto frecuente de predicación en la
catequesis de los Apóstoles. Así nos lo hace ver el hecho de ser recogido con
tanto detalle por tres Evangelistas. De ellos, San Lucas precisa que el milagro
se realizó en una ciudad, y que la enfermedad se encontraba ya muy
avanzada: estaba todo cubierto de lepra2,
nos dice.
La lepra era considerada entonces como una enfermedad incurable. Los miembros del leproso eran invadidos poco a poco, y se producían deformaciones en la cara, en las manos, en los pies, acompañadas de grandes padecimientos. Por temor al contagio, se les apartaba de las ciudades y de los caminos. Como se lee en la Primera lectura de la Misa3, se les declaraba por este motivo legalmente impuros, se les obligaba a llevar la cabeza descubierta y los vestidos desgarrados, y habían de darse a conocer desde lejos cuando pasaban por las cercanías de un lugar habitado. Las gentes huían de ellos, incluso los familiares; y en muchos casos se interpretaba su enfermedad como un castigo de Dios por sus pecados. Por estas circunstancias, extraña ver a este leproso en una ciudad. Quizá ha oído hablar de Jesús y lleva tiempo buscando la ocasión para acercarse a Él. Ahora, por fin, le ha encontrado y, con tal de hablarle, incumple las tajantes prescripciones de la antigua ley mosaica. Cristo es su esperanza, su única esperanza.
La
escena debió de ser extraordinaria. Se postró el leproso ante Jesús, y le
dijo: Señor, si quieres puedes limpiarme. Si quieres... Quizá se
había preparado un discurso más largo, con más explicaciones..., pero al final
todo quedó reducido a esta jaculatoria llena de sencillez, de confianza, de
delicadeza: Si vis, potes me mundare, si quieres, puedes... En
estas pocas palabras se resume una oración poderosa. Jesús se compadeció; y los
tres Evangelistas que relatan el suceso nos han dejado el gesto sorprendente
del Señor: extendió la mano y le tocó. Hasta ahora todos los
hombres habían huido de él con miedo y repugnancia, y Cristo, que podía haberle
curado a distancia –como en otras ocasiones–, no solo no se separa de él, sino
que llegó a tocar su lepra. No es difícil imaginar la ternura de Cristo y la
gratitud del enfermo cuando vio el gesto del Señor y oyó sus palabras: Quiero,
queda limpio.
El
Señor siempre desea sanarnos de nuestras flaquezas y de nuestros pecados. Y no
tenemos necesidad de esperar meses ni días para que pase cerca de nuestra
ciudad, o junto a nuestro pueblo... Al mismo Jesús de Nazaret que curó a este
leproso le encontramos todos los días en el Sagrario más cercano, en la
intimidad del alma en gracia, en el sacramento de la Penitencia. «Es Médico y
cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma.
Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que
lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una
sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si
vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres –y Tú
quieres siempre–, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos
síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las
llagas; y el pus, si hay pus»4;
todas las miserias de nuestra vida.
Hoy
debemos recordar que las mismas flaquezas y debilidades pueden ser la ocasión
para acercarnos más a Cristo, como le ocurrió a este leproso. Desde aquel
momento sería ya un discípulo incondicional de su Señor. ¿Nos acercamos
nosotros con estas disposiciones de fe y de confianza a la Confesión? ¿Deseamos
vivamente la limpieza del alma? ¿Cuidamos con esmero la frecuencia con que
hayamos previsto recibir este sacramento?
II. Los
Santos Padres vieron en la lepra la imagen del pecado5 por
su fealdad y repugnancia, por la separación de los demás que ocasiona... Con
todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente peor que la lepra por su
fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos en esta vida y en la
otra. «Si tuviésemos fe y si viésemos un alma en estado de pecado mortal, nos
moriríamos de terror»6.
Todos somos pecadores, aunque por la misericordia divina estemos lejos del
pecado mortal. Es una realidad que no debemos olvidar; y Jesús es el único que
puede curarnos; solo Él.
El
Señor viene a buscar a los enfermos, y Él es quien únicamente puede calibrar y
medir con toda su tremenda realidad la ofensa del pecado. Por eso nos conmueve
su acercamiento al pecador. Él, que es la misma Santidad, no se presenta lleno
de ira, sino con gran delicadeza y respeto. «Así es el estilo de Jesús, que
vino a dar cumplimiento, no a destruir.
»Al
sanar, al curar de la lepra, el Señor realiza grandes signos.
Estos signos servían para manifestar la potencia de Dios ante
las enfermedades del alma: ante el pecado. La misma reflexión se desarrolla en
el Salmo responsorial, que proclama precisamente la bienaventuranza
del perdón de los pecados: Dichoso el que ha sido absuelto de su
culpa... (Sal 31, 1). Jesús sana de la enfermedad física,
pero al mismo tiempo libera del pecado. Se revela de esta forma como el Mesías
anunciado por los Profetas, que tomó sobre Sí nuestras enfermedades y
asumió nuestros pecados (cfr. Is 53, 3-12) para
liberarnos de toda enfermedad espiritual y material (...). Así, pues, un tema
central de la liturgia de hoy es la purificación del pecado, que es como
la lepra del alma»7.
Jesús
nos dice que ha venido para eso: para perdonar, para redimir, para librarnos de
esa lepra del alma, del pecado. Y proclama su perdón como signo de
omnipotencia, como señal de un poder que solo Dios mismo puede ejercer8.
Cada Confesión es expresión del poder y de la misericordia de Dios; los
sacerdotes ejercitan este poder no en virtud propia, sino en nombre de Cristo –in
persona Christi–, como instrumentos en manos del Señor. «Jesús nos
identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió
–decía Juan Pablo II a los sacerdotes–, que nuestra personalidad es como si
desapareciese delante de la suya, ya que Él es quien actúa por medio de
nosotros (...). Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la Penitencia,
pronuncia la palabra autorizada y paterna: Tus pecados te son
perdonados»9.
Oímos a Cristo en la voz del sacerdote.
En la
Confesión nos acercamos, con veneración y agradecimiento, al mismo Cristo; en
el sacerdote debemos ver a Jesús, el único que puede sanar nuestras
enfermedades. «“Domine!” –¡Señor!–, “si vis, potes me mundare” si quieres,
puedes curarme.
»—¡Qué
hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del leprosito cuando
te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos! —No tardarás en sentir la respuesta
del Maestro: “volo, mundare!” —quiero, ¡sé limpio!»10.
Jesús nos trata con suprema delicadeza y amor cuando más necesitados nos
encontramos a causa de las faltas y pecados.
III.
Hemos de aprender de este leproso: con su sinceridad se pone delante del Señor,
e hincándose de rodillas11 reconoce
su enfermedad y pide que le cure.
Le
dijo el Señor al leproso: Quiero, queda limpio. Y al momento desapareció de él
la lepra y quedó limpio. Nos imaginamos la inmensa alegría del que
hasta ese momento era leproso. Tanto fue su gozo que, a pesar de la advertencia
del Señor, comenzó a proclamar y divulgar por todas partes la noticia del bien
inmenso que había recibido. No se pudo contener con tanta dicha para él solo, y
siente la necesidad de hacer partícipes a todos de su buena suerte.
Esta
ha de ser nuestra actitud ante la Confesión. Pues en ella también quedamos
libres de nuestras enfermedades, por grandes que pudieran ser. Y no solo se
limpia el pecado; el alma adquiere una gracia nueva, una juventud nueva, una
renovación de la vida de Cristo en nosotros. Quedamos unidos al Señor de una
manera particular y distinta. Y de ese ser nuevo y de esa alegría nueva que
encontramos en cada Confesión hemos de hacer partícipes a quienes más
apreciamos, y a todos. No nos debe bastar el haber encontrado al Médico,
debemos hacer llegar la noticia, a través de nuestro apostolado personal, a
muchos que no saben que están enfermos o que piensan que sus males son
incurables. Llevar a muchos a la Confesión es uno de los grandes encargos que
Cristo nos hace en estos momentos en que verdaderas multitudes se han alejado
de aquello que más necesitan: el perdón de sus pecados.
En
ocasiones, tendremos que comenzar por una catequesis elemental, aconsejándoles
quizá libros de fácil lectura y explicándoles, con un lenguaje que entiendan,
los puntos fundamentales de la fe y de la moral. Les ayudaremos a ver que su
tristeza y su vacío interior provienen de la ausencia de Dios en sus vidas. Con
mucha comprensión les facilitaremos incluso el modo de hacer un examen de conciencia
profundo, y les animaremos a que acudan al sacerdote, quizá el mismo con el que
nosotros nos confesamos habitualmente, a que sean sencillos y humildes y
cuenten todo lo que les aleja del Señor, que les está esperando. Nuestra
oración, el ofrecer por ellos horas de trabajo y alguna mortificación, el
confesarnos nosotros mismos con la frecuencia que tengamos prevista, atraerá de
Dios nuevas gracias eficaces para esas personas que deseamos se acerquen al
sacramento, a Cristo mismo.
Aquel
día fue inolvidable para el leproso. Cada encuentro nuestro con Cristo es
también inolvidable, y nuestros amigos, a quienes hemos ayudado en su caminar
hasta Dios, jamás olvidarán la paz y la alegría de su encuentro con el Maestro.
Y se convertirán a su vez en apóstoles que propagan la Buena Nueva, la alegría
de confesarse bien. Nuestra Madre Santa María nos concederá, si acudimos a
Ella, el gozo y la urgencia de comunicar los grandes bienes que el Señor –Padre
de las Misericordias– nos ha dejado en este sacramento.
1 Mc 1,
40-45. —
2 Lc 5,
12. —
3 Lev 13,
1-2; 44-46. —
4 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 93. —
5 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 2. —
6 Santo
Cura de Ars, citado por Juan XXIII en Carta Sacerdotii nostri
primordia. —
7 Juan
Pablo II, Homilía 17-II-1985. —
8 Cfr. Mt 9,
2 ss. —
9 Juan
Pablo II, Homilía en el estadio de Maracaná, Río de
Janeiro, 2-VII-1980. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 142. —
11 Mc 1,
40.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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