Carlos Raúl Hernández 08 de mayo de 2016
@carlosRaulHer
Durante
el largo y mórbido período de Insulsa al frente de la OEA con hegemonía de
Chávez, el organismo se convirtió, se ha dicho, en un sindicato de presidentes
izquierdosos. Fue tétrico ver al de México, Calderón, cucaracha entre gallinas,
en aquella especie de proto invasión a Honduras que parecía organizada por
Woody Allen para su película Bananas. En un auténtico palco presidencial desde
la frontera nicaragüense observarían la supuesta entrada de Zelaya al
territorio de su país, y regresar al poder rodeado y aclamado por su pueblo.
Pero no apareció casi nadie y el señor apenas tocó la raya limítrofe con el
piecito. Solo lo metió en el agua, la consiguió muy fría, puso retroceso y dejó
plantada a la prensa internacional, que esperaba su “¡¡patria o muerte!!”. Las
aves presidenciales volaron, porque en Managua no hay ningún restaurant que
valga la pena y tampoco tenían nada que celebrar de semejante ópera bufa.
Brasil
había violado la soberanía del pequeño país en un acto sin precedentes que la
comunidad internacional se tragó en silencio junto con EE.UU. Zelaya intentó un
golpe de Estado al convocar referéndum taxativamente inconstitucional para
impulsar la reelección, con apoyo del gobierno venezolano. Los organismos
policiales impidieron el conato, confiscan el material electoral como prueba de
delito y el Congreso y la Corte de Justicia aprueban la evicción
constitucional. Tuvieron el mal gusto de sacarlo en unas ridículas pijamas,
dignas del museo del kitsch. El sindicato se movilizó pero pese a la algazara y
lo chusco, Zelaya, su sombrero y su
pijama rosada de rayas pasaron al folklore latinoamericano como las de
Mossadegh al del Medio Oriente. Muy parecidos los sucesos de Paraguay, en los
que Congreso y Poder Judicial destituyen al presidente Lugo, obispo y campeón
latinoamericano de “hijos regados”.
Más que crimen, estupidez
Lo
botaron por una matanza de indígenas, entre otras varias prácticas
revolucionarias normales y tampoco pudo evitarlo la intervención venezolana.
Pese a la hegemonía radical en ese momento, dos países, entre los más débiles
de la región, impidieron la entronización de dictaduras populistas
revolucionarias porque sus grupos dirigentes no lo permitieron. ¿Fueron golpes
de Estado, como declararon las viudas? Por supuesto que no, sino procedimientos
establecidos en la legalidad. Prácticamente todas las constituciones
democráticas del mundo, incluso el vergonzante mamotreto venezolano, poseen
cláusulas para impedir que un gobernante se convierta en dictador. La primera
que lo consagra es la Declaración de Independencia de Estados Unidos y luego la
Constitución Francesa de 1791. El mismo mecanismo se utilizó contra Carlos
Andrés Pérez en 1993.
Y de
lo ocurrido podría decirse que fue una imbecilidad (vivimos hoy las
consecuencias), expresión de miseria humana de sus enemigos, pero no un golpe
de Estado. A Bill Clinton, hasta ahora el más grande de los presidentes
norteamericanos del siglo XX (aunque le salió competencia), lo salvó la campana
de que lo defenestraran. De hecho, la Cámara de Representantes lo hizo, pero el
Senado se la zurció de nuevo. Décadas antes, Nixon cayó también
constitucionalmente. Hoy parece que le toca a Dilma Rousseff y sería incluso
mejor que renunciara. Las testas más racionales de la política brasilera hasta
hace poco bloqueaban al impeachment, para que ella misma enderezara lo que su
partido torció en la economía y purgara sus corruptos compañeros de partido.
Lamentablemente otros grupos decidieron no dejarla gobernar, bloquear sus
medidas, frente a lo que su ministro estrella, Levy, decidió sensatamente renunciar.
Regreso a la raíz
A
partir de ese momento la Presidenta tomó el camino de hundirse, disminuirse
junto con Lula y han dado uno de esos tristes espectáculos de la política
latinoamericana, tan llena de tristezas. Mientras Carlos Andrés Pérez aceptó su
destitución con honor y dejó frases memorables “hubiera preferido otra muerte”,
y que había sido víctima de una “rebelión de náufragos”, Lula desenterró su
carnet de sindicalista metalúrgico y arrastró a Rousseff a una bochornosa
cadena de triquiñuelas que cansó a los jueces. Un hombre que llegó a situarse
entre los más importantes estadistas, a sua majoren iniuriam, terminó en
trácalas de discusión de contrato colectivo. Por el camino que van las cosas,
con la ruina del neocomunismo en la región, posiblemente las relaciones
internacionales vuelvan a ser decentes, como lo fueron en una larga etapa de la
vida interamericana.
Con
frecuencia se analiza que la Carta Democrática de la OEA tiene que
desarrollarse en lo que se refiere a mandatarios que se hacen ilegítimos en su
ejercicio, aunque son legítimos de origen. La emergencia neocomunista se
caracterizó por ese síndrome y hay varios países en los que los presidentes
lograron entronizarse violando sistemáticamente la Constitución, con más suerte
que Zelaya y Lugo. En su moderación característica Rafael Correa dictaminó que
el triunfo de gobiernos autoritarios en la región durante los 2000 “no
constituían una Era de cambio sino un cambio de Era”. Y es cierto. Rómulo
Betancourt hizo expulsar a Fidel Castro de la OEA por unanimidad, por mandar a
la muerte a incontables jóvenes a nombre de la distopía revolucionaria de los
años sesenta. ¿Será que viene un nuevo cambio de Era?
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