Por Hugo Prieto
Algo que quedó muy claro con
el tema de las firmas es que la gente quiere una salida constitucional y
ordenada. “Va a firmar las veces que sea y a poner la huella donde sea”, dice
la Colette Capriles, psicólogo social, filósofa y escritora. Y además se va a
tomar sus selfies “a mí eso me parece maravilloso”.
Esa percepción de orden se
antepone al caos horrendo que ha creado el chavismo. También hay una
continuidad de movimiento, de la voluntad expresada en las urnas el 6-D. El
chavismo, que tenía legitimidad popular, la perdió ese día. Pero las conexiones
de la dirigencia opositora con la sensación de urgencia y la necesidad de
cambio, no encajan claramente en una propuesta transformadora. No es una tarea
para aventureros
De por medio hay un tema que
proyecta una sombra inquietante. El papel que juegan los militares y lo que
puso de manifiesto la irrupción de Hugo Chávez en 1998, que no es otra cosa que
“una reconfiguración de las relaciones entre el mundo civil político y un
estamento militar, ahora politizado”.
Hubo gente que soñó con la
alternabilidad a partir del resultado del 6-D y, aparentemente, había un
escenario para que eso sucediera. Sin embargo, no hemos visto nada parecido a
eso.
Yo creo que eso es una ilusión como tantas otras. La política venezolana es un juego de ilusiones permanentes. La gran impostura del chavismo, como una gran ilusión, y la idea de que esa percepción errónea se podía desarmar con otra ilusión. Es un juego mutuo paralizante. Creo que hubo una lectura equivocada, no en términos políticos, pero sí en términos discursivos, de lo que ocurrió el 6-D. Personalmente, pensaba que el mejor escenario para la oposición era, precisamente, no tener esa mayoría aplastante, entre otras cosas, porque se iba a precipitar la construcción del
Parte de la dirigencia
opositora planteó ir hacia el cambio “más conveniente y menos traumático”, como
si la lucha política fuese un arreglo comercial. ¿No es parte de la ilusión?
El gran problema es que a partir del 6-D conviven dos discursos de la oposición que han existido desde 1998, que son como hermanos siameses, que tienen que estar juntos, que no se pueden separar, pero son totalmente distintos. Hay sectores de la oposición, dentro y fuera de la política, que no conciben el cambio en Venezuela, el abandono del chavismo, sin un evento traumático, no lo conciben, no entienden la política fuera del trauma, digamos. Y eso es un problema porque es muy difícil oponerle a eso algo como este otro hermano siamés que cree que las cosas se hacen de acuerdo al aprendizaje reciente. Es decir: acumulando fuerzas, construyendo la oportunidad, actuando desde la dirigencia política hacia la sociedad, articulando. Son dos visiones opuestas. Obviamente, no se le puede negar a nadie que hay cambios políticos que no son precisamente secuenciales, no son precisamente ordenados o pactados o convenidos, sino que ocurren bajo cierta espontaneidad. Pero la realidad es que desde 1998, cada vez que las espontaneidades han aparecido en la política se han traducido en fortalecimiento del gobierno. Y en momentos de crisis que el gobierno ha aprovechado muy bien.
¿A partir de qué elementos
el gobierno ha aprovechado esas crisis? No es algo sencillo de entender
Lo más dramático de todo esto es que el chavismo tuvo (y en alguna medida tiene) legitimidad popular. Nació legítimo en ese sentido. No es un hijo ilegítimo de los militares. Tiene partida de nacimiento, bautismo y primera comunión.
Nació en la Concepción
Palacios.
Sí, porque nació de un evento electoral y tuvo un apoyo popular que se manifestaba en cada elección y fuera de ellas, en la calle. Eso no es mentira. El problema es que parte de la oposición nunca ha aceptado ese predominio popular que tuvo el chavismo. Eso es lo que se rompe el 6-D. Pero de una manera súper dramática, además, para todo el mundo.
¿Esa ruptura no era el
momento para reelaborar, resetear el programa y vincularse, digamos, con esos
sectores que están pidiendo cambio, donde además hay una presencia importante
de sectores populares?
Es que ese es el objetivo, justamente. La tarea pendiente consiste en repolitizar a la sociedad en un sentido de eficacia política. Yo creo que ese entusiasmo del 6-D alimentó la hoguera de las vanidades. Alimentó el voluntarismo político, la fantasía de que una vez que se ha demostrado, con tanta contundencia, que el chavismo ya no es una fuerza popular, lo demás venía por añadidura. Es decir, que se podía ir directamente a la raíz del problema, que no es otro que la permanencia del gobierno en el poder. Allí hubo una percepción equivocada. Yo creo que lo primero que tendría que haber hecho la Asamblea Nacional era reconstituirse a sí misma, porque el chavismo la había destruido. Pero esas dos visiones de la política producen una desconexión que muchos celebraron porque precisamente crea la ilusión de que por fin vamos a llegar a la tierra prometida ¿Cómo que no? ¡Si allí está el oasis, a la vuelta de la esquina. Pero los judíos tardaron más de 40 años en llegar a ese pedacito de tierra. Digo esto en contraposición al sentido de urgencia, una ilusión que se construyó sola, digamos, y que tal vez no dejó ver las prioridades políticas, que pasaban por convertir la Asamblea en un poder real, no para enfrentar al Ejecutivo, sino a quien te iba a poner los obstáculos, es decir, al Tribunal Supremo de Justicia. Allí es donde tenía que incidir la estrategia.
Ciertamente hay una
desconexión, una dirigencia política concentrada en el tema del referéndum
revocatorio y una población desbordada por una cotidianidad que no la deja
pensar. Son como dos aviones que van en la misma dirección, pero uno vuela a la
altura de 45.000 pies y el otro a 30.000 pies. No están en sintonía, ni
siquiera se ven por la ventanilla.
Allí es donde yo diría que hay que construir una política de la urgencia. El problema con la urgencia que todos padecemos es cómo hacer de eso un instrumento político. ¿Cómo construir una política que no siga viviendo en el aislamiento, sino que se articule con esa urgencia? No tanto por eficacia política, sino más bien por el instinto de supervivencia de las clases políticas, tanto de la oposición como del gobierno. Y es que en la medida en que la gente esté desconectada de la política, los riesgos de la anomia y de la conmoción social, vamos a llamarla así, aumentan. De hecho, ahí tienes estas espontaneidades (saqueos, protestas), que son meramente disolventes.
Esos micros estallidos de
malestar social están a la orden del día, ¿pero le dicen algo a las clases
políticas? ¿Le dicen algo a la sociedad venezolana?
Si le dicen y hablan muy fuerte. Pero no se traducen en discurso, aunque tienen muchísima eficacia. Creo que el gobierno está extremadamente atento, su escenario primario, en este momento, es la contención de la protesta, del saqueo, de la anomia, eso es su objetivo fundamental, porque de eso depende el éxito de su estrategia, que no es otra cosa que mantenerse, un día a la vez, en el poder, amanecer al día siguiente en el poder. El gobierno percibe la amenaza en ese plano, no en el plano político.
Si le dicen y hablan muy fuerte. Pero no se traducen en discurso, aunque tienen muchísima eficacia. Creo que el gobierno está extremadamente atento, su escenario primario, en este momento, es la contención de la protesta, del saqueo, de la anomia, eso es su objetivo fundamental, porque de eso depende el éxito de su estrategia, que no es otra cosa que mantenerse, un día a la vez, en el poder, amanecer al día siguiente en el poder. El gobierno percibe la amenaza en ese plano, no en el plano político.
¿Por qué no hay una conexión
con la urgencia?
Fíjate que paradoja, la conexión existe, pero está mal hecha. La oposición justifica, en algunos casos, decisiones que a mi modo de ver son equivocadas, como por ejemplo, anunciar que en seis meses vamos a salir de Maduro —por vías constitucionales—, pero sin tampoco establecer un camino claro, ¿por qué? Precisamente, porque es una presunta respuesta a ese sentido de la urgencia. Pero resulta que es la peor respuesta, porque no le da satisfacción a esa necesidad, a ese imperativo, que no puede ser manejado políticamente como algo que tiene una solución mágica o inmediata. La única forma de satisfacerlo es mediante un proceso muy complejo de transformación de lo que tienes actualmente en lo que sería el proyecto alternativo. Conectarse con la urgencia es, precisamente, —y es muy duro lo que voy a decir— no prometer lo prometido. Aquí hay que dar una lucha política muy dura y la salida de Maduro no significa que se acabaron los problemas. La urgencia también hay que entenderla en su dimensión trágica, que la hay.
No solamente es la dimensión
trágica, encarar ese desafío conlleva a grandes sacrificios.
Claro, que ya estamos haciendo.
Nos guste o no, habrá que
hacerlos.
Hay una gran diferencia discursiva entre decirle a alguien lo que están padeciendo, lo que padecen los venezolanos, digamos, la urgencia que impone la terrible cotidianidad, a decirle que la realidad que enfrentan es tan dramática que no hay solución inmediata a lo que estamos viviendo. Son cosas que ningún político quiere enunciar, obviamente.
Pero hay que decirlo.
Ahí es donde te haces creíble como líder, en la medida en que haces creíbles las posibilidades de cambio. No puedes ser un vendedor de ilusiones.
Pero además, necesitamos un
liderazgo transformador.
Yo no soy muy proclive a la tesis de que la política la hacen solamente los líderes. Creo que hay una combinación entre liderazgos oportunos, buenos liderazgos, condiciones económicas, instituciones y quiebres donde tenga que haberlos. Es una cocina muy completa. Y aquí voy a decir otra cosa que también es muy dura, bajo las condiciones que estamos viviendo, hay que crear la política del entusiasmo. Un psicoanalista diría que tendríamos que
Los quiebres, las rupturas,
son casi siempre revoluciones. ¿En Venezuela hay un Lenin?, porque ese si sabía
de revoluciones.
Me temo que no y me felicito por ello. Una de las cosas más sorprendentes de la forma rupturista de mirar el cambio político es que no identifica algo que es un fundamental en el caso venezolano. Me refiero al tema militar. Yo me he venido convenciendo, cada vez más, de que el gran drama que se pone en escena a partir de 1998 es la reconfiguración de las relaciones entre el mundo civil político y el mundo militar, que también está politizado. Una relaciones que siempre fueron difíciles desde el retorno a la democracia con el pacto de Punto Fijo. Se empieza a crear una crisis tan grande que justifica el chavismo. El chavismo es ante todo una propuesta de reconfiguración de las relaciones entre el Estado y el estamento militar y entre la sociedad y los militares. Esa es su esencia. Le puedes poner cualquier ideología, desde la tercera vía de aquel Chávez que todavía usaba corbata, al leninismo más brutal, al estalinismo más peliagudo, no importa, eso es irrelevante. Lo que sí es relevante es que hay una crisis ideológica dentro del chavismo, justamente, porque se acaba su fundamento material, que es la renta petrolera, y a la vista aparece la criatura enflaquecida, a la que se le ven los huesos, pero allí está esa estructura que desafía al modelo de control civil que había imperado en Venezuela durante la etapa democrática. Es algo casi esotérico, metafísico, ya no es política. ¿Cómo puedes rediseñar esas relaciones? ¿Cómo si fuera una pareja? ¿Vamos a una terapia y entonces hablamos?
Ese tema es de alto calibre
y muy profundo.
Sí, porque es de vieja data, no es una invención del chavismo.
Se han hecho muchas críticas
al sector militar por el papel que han jugado como soporte del gobierno de
Maduro, por la ocupación de espacios y cargos en la administración pública.
Pero no hay quien proponga una discusión sobre este tema.
Hay que pensarlo.
Y darle respuesta, porque el
interlocutor está politizado.
Totalmente. Sin una respuesta clara a ese dilema que está planteado no hay cambio político en Venezuela. Es decir, el factor militar es tan importante en lo que pueda pasar en los próximos meses, en los próximos años, que tiene que haber una política clara y hay que ser consecuentes con la política que se diseñe.
¿El siamés rupturista está
soñando con el golpe de abril de 2002?
No lo creo, justamente es un sueño. Es una ilusión de nuevo. Es como si por otros medios se pudiera lograr el mismo efecto. Diría que eso es lo que hay, porque obviamente no hay en Venezuela alguien que crea que la Fuerza Armada está dividida o a punto de resquebrajarse o a punto de repetir esa rebelión extraña que hubo en abril de 2002. Rarísima. Una rebelión un poco grasienta, diría yo. Unos tipos gordos que al final dicen
¿No hay demasiado
conformismo frente a la incompetencia del gobierno? ¿Frente a la imposición de
una cotidianidad cada vez más brutal?
No siento que la gente sea particularmente conformista. Todo lo contrario. Me parece que la gente está absolutamente arrecha. Y está dispuesta a cualquier cosa, sólo que por no tener la contención política suficiente, esa arrechera se distribuye minuto a minuto, a lo largo del día. Por otra parte, está la imagen de la ocupación de Francia por los nazis. Era absolutamente obscena, entre otras cosas, porque quería significar la supremacía cultural de la Alemania de Hitler. Uno no puede acusar a los franceses de haber sido conformistas. Estaban en guerra. Había un enemigo. Estaban sitiados. El ocupante es el que tiene más poder. Esa es una realidad. Yo creo que lo que esta etapa horrenda que estamos viviendo puede enseñar es que el poder existe, que el poder no se suaviza con el lubricante de la renta petrolera. Es el poder desnudo, que antes lo veíamos rodeado de gordura y de tocineta. Ahora está en los huesos. La gente se ha encontrado con su propio engaño. Esa dimensión horrenda del chavismo que es la armonía como mercancía: a lo mejor saliste de un rancho, tuviste una misión. Pero eso nunca fue masivo, en ese tema también funciona la propaganda. Esa sensación de que había consumo, de que había dinero en la calle. Hay como una mala conciencia. Yo contribuí a ese engaño, fui actor de ese engaño. Ahora, lo peor que se puede hacer es trabajar eso desde el resentimiento y en eso quiero ser muy clara.
08-05-16
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