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jueves, 2 de marzo de 2017

EL HAMBRE OCULTA DEL SOCIALISMO DEL SIGLO XXl, por Jorge Gómez Arismendi



Jorge Gómez Arismendi 01 de marzo de 2017

Días atrás en Venezuela, el gobierno conmemoró el 25° aniversario del golpe de Estado fallido, ejecutado en 1992 por el entonces coronel de ejército, Hugo Chávez. El actual presidente de ese país, Nicolás Maduro, recordó que el golpe fue «contra la explotación del pueblo, la exclusión y la miseria».

Según un estudio realizado entre octubre y diciembre de 2016 por Cáritas Venezuela, con la colaboración de Cáritas Francia, la Comisión Europea y la Confederación Suiza, en dicho país hay claros indicios de desnutrición crónica entre los niños. En algunas zonas, ésta alcanza niveles cercanos a lo que, según los estándares internacionales, es una crisis. El informe es claro en sus conclusiones: «se están registrando estrategias de sobrevivencia inseguras e irreversibles desde el punto de vista económico, social y biológico, siendo especialmente preocupantes el consumo de alimentos rebuscados en las calles». A mediados de 2016, la grave crisis en Venezuela se había hecho notoria e indesmentible en todo sentido. Tanto así que la directora para las Américas de Amnistía Internacional, Erika Guevara-Rosas, declaraba de forma tajante: «En Venezuela hay desesperación y hambre». Según una encuesta realizada en junio de ese año en el estado de Miranda, un 86% de los niños temía quedarse sin comida. Un 50% dijo haberse acostado con hambre por falta de alimento en sus hogares. Mientras tanto, Nicolás Maduro comía arepas en cadena nacional. A inicios de febrero de 2017, el Observatorio Venezolano de Salud advertía con alarma, sobre los riesgos que está implicando la falta de alimentos y medicamentos entre la población venezolana.

Venezuela sufre un proceso de descomposición política, económica y social desde la década de los setenta. El fin del boom del crudo en esa década acabó con el apetitoso rentismo estatal en torno al petróleo que, surgido a fines de los años 50, se quebró definitivamente a inicios de los ochenta. Venezuela iniciaba así su caída sin retorno hacia el estancamiento, el intervencionismo estatal y la rigidez económica. El deterioro en las condiciones de vida de los venezolanos hacía eco del deterioro institucional de su democracia. A fines de los noventa, el Banco Mundial indicaba que la pobreza alcanzaba a un 53% de los venezolanos. El llamado caracazo en 1989 y el alzamiento de un coronel del ejército en 1992 serían claros síntomas de la descomposición institucional venezolana. La elección de Chávez en 1998 no fue la solución tampoco, como muchos parecían creer.

El 24 de abril año 2003, durante su segundo período presidencial, Hugo Chávez inició la Misión Mercal que buscaba distribuir productos alimenticios entre la población, a precios mucho más bajos que en el mercado. Esto implicaba, obviamente, altas subvenciones a los productos y la creciente construcción de establecimientos con tal propósito. Al año siguiente creó ―como era lógico― un monstruo burocrático con nombre rimbombante, el Ministerio del Poder Popular para la Alimentación. Viendo en perspectiva, el propósito de dicho ministerio no era solo controlar la producción y distribución de alimentos para garantizar alimentación barata a los venezolanos, sino que apuntaba a generar una mayor fidelidad al chavismo a través del estómago de los venezolanos. Esto, pues el intento de derrocamiento de 2002 era visto como un sabotaje económico hacia el régimen. Por tanto, lograr un mayor control sobre la provisión de alimentos se había vuelto esencial para el chavismo, no solo para nutrir el culto a la personalidad en relación a Chávez sino como una estrategia clave en torno a lo que denominaron guerra económica. Bajo el eufemismo de seguridad alimentaria para el pueblo, en 2003, el régimen chavista aumentó su control sobre la asignación de divisas para evitar el capricho de la burguesía y garantizar en cambio, tal como decía Chávez en Aló Presidente ese año: «no solo alimentación sino las medicinas». En 2012, Chávez diría que, como una triste paradoja para el presente de miles de venezolanos, buscaban no ser «rendirnos por hambre».

En 2007, se crea el Proyecto Nacional Simón Bolívar cuyo objetivo es «crear una sólida arquitectura ética de valores que conformen la Nación, la República y el Estado moral-socialista». Para ello, se plantea avanzar hacia un modelo productivo socialista donde «El Estado conservará el control total de las actividades productivas que sean de valor estratégico para el desarrollo del país» con el objetivo, entre otras cosas de incrementar la soberanía alimentaria y consolidar la seguridad alimentaria. Esto implicaba «el dominio por parte del país de la capacidad de producción y distribución de un conjunto significativo de alimentos básicos que aportan una elevada proporción de los requerimientos nutricionales de la población». Obviamente, el dominio por parte del país en realidad significaba el dominio por parte del gobierno chavista de dicha producción de comestibles.

Ya en 2008, el intervencionismo del gobierno sobre el acceso a los alimentos y el control sobre los precios se acrecentaron aún más al crearse la Productora y Distribuidora Venezolana de Alimentos (PDVAL). Dos años después, se estatizó una cadena de supermercados, inaugurándose la red de Abastos Bicentenario. En dicha inauguración, Chávez decía: «Cuando gobernaba la burguesía y tenían el monopolio de la economía venezolana, incluyendo los alimentos, hambre y miseria reinaban en Venezuela». Luego agregaba: «la desnutrición se acabó en Venezuela gracias a la revolución». En ese momento, el Estado venezolano era dueño de 13 mil 625 puestos, según decía el propio Chávez al inaugurar su nueva red estatal de supermercados.

En esos años, el auge en los precios del crudo permitía al régimen chavista disponer de recursos para importar alimentos y otros bienes sin problemas. El rentismo petrolero venezolano, que había entrado en crisis en los ochenta, en 2008 permitía el espejismo socialista de Chávez, gracias a un precio por barril nunca antes visto de US$ 88. Entre los años 90 y 2008, la importación de alimentos aumentó en cinco veces. La responsabilidad fiscal y la robustez de la industria alimenticia venezolana no eran tema para los adeptos al régimen chavista. Las vacas gordas avivaban el discurso anti empresarial, el culto hacia la persona de Chávez y el gasto público sin miramientos. Chávez estaba en constante campaña a costa del erario fiscal y la deuda externa de Venezuela.

Cuando la demanda y el precio del crudo cayeron en 2009, el panorama fue distinto. El despilfarro en nombre del socialismo del siglo XXI cobró factura. La importación ya no era tan viable y se hizo costosa. Por otro lado, la producción interna de alimentos, fuertemente dañada y debilitada por el intervencionismo del régimen chavista, fue incapaz de satisfacer la demanda. Entonces, ante los problemas, los burócratas chavistas, en vez de favorecer al mercado, agudizaron su intervencionismo en la economía, aumentando el control de precios sobre los bienes. Aquello no mejoró la situación. Así, en 2009, Chávez se hizo del control de las fábricas de arroz, de los puertos y de empresas de diverso tipo. Se crearon invernaderos que nunca funcionaron. Durante ese año, la discrecionalidad de Chávez diciendo ¡exprópiese!, alcanzó ribetes desquiciados. Al año siguiente, anunció la estatización de Agro isleña, una de las mayores empresas de insumos y suministros agrícolas, siendo convertida en Agro Patria. La nueva empresa se constituyó en un monstruo burocrático y monopólico que fue un total fracaso, incapaz de satisfacer la demanda y producir de manera adecuada.

Según lo que el propio Chávez explicaba en ese momento con respecto a las expropiaciones, se supone que las empresas confiscadas pasarían a conformar una especie de complejo industrial socialista ligado con lo fraguado en 2007, el llamado Plan socialista de la nación, cuyo objetivo no era otro que estatizar sectores estratégicos de la economía. Ya en 2009, empresas telefónicas, de electricidad y fábricas de cemento, como Argos, estaban bajo control del régimen socialista venezolano. En 2010, cerca de 260 empresas de alimentos, como Lácteos Los Andes, habían sido expropiadas o eran controladas por el gobierno. Dijo Chávez en esa ocasión que aquello sería el modelo productivo para Latinoamérica. De seguro Alejandro Navarro y Camila Vallejo, tan adeptos al socialismo del siglo XXI habrán estado de acuerdo con aquello. No olvidemos que la actual diputada chilena dijo en 2013: «Creo que aquí en Chile, más que en cualquier otro país quizás, tenemos que seguir con más convicción la tarea de Chávez». Mejor que no, viendo lo que pasa hoy día en ese país rico en petróleo pero sin comida ni medicamentos.

Una efímera alza en el precio del crudo durante 2010, le daba un cierto respiro al despilfarro socialista de Chávez y su desenfrenado proceso de expropiaciones de empresas, llevado a cabo bajo la excusa de la utilidad pública y el interés social. En diciembre de ese año, un mes antes de que la Asamblea Nacional se conformara con una mayoría opositora al chavismo, el parlamento otorgó plenos poderes a Hugo Chávez, para gobernar por decreto en diversas áreas, tal como lo hacían otros dictadores latinoamericanos en los setenta y ochenta. La excusa que el chavismo había ido construyendo desde 2009, era que la soberanía venezolana estaba siendo amenazada de manera externa. Una vez establecido el control interno, había que inventar un enemigo externo, al más puro estilo de 1984 de Orwell.

La llamada ley habilitante era expresión del carácter autoritario explícito que tomaba el régimen socialista de Hugo Chávez, vulnerando las propias reglas democráticas que había establecido. Sin embargo, no era la primera sino la cuarta vez que el gobernante recurría a esta facultad dictatorial. En 2012, Nicolás Maduro iría tomando paulatinamente el lugar de un cada vez más débil y enfermo Hugo Chávez, primero como su vicepresidente y luego como su sucesor, también gobernando por decreto en varias ocasiones. Con la muerte del militar a inicios de 2013, el proceso de degeneración en Venezuela entraría en su etapa más difícil.

El intervencionismo gubernamental en la economía venezolana, iniciado durante los primeros gobiernos bolivarianos, no había resuelto el problema de la escasez de alimentos. La ley de precios justos aplicada por el gobierno de Maduro en 2014, a través de la Superintendencia Nacional para la Defensa de los Derechos Socio Económicos (SUNDDE), no mejoró la situación sino que la empeoró. Era obvio. Y es que el intervencionismo gubernamental en la economía no genera mejoras sino que enormes distorsiones porque no existe algo así como un precio justo, menos aún uno dirimido desde una oficina burocrática. Peor aún si los funcionarios tienen amplias facultades para decomisar bienes y ordenar la ocupación o cierre temporal de establecimientos. Esto no genera justicia en los precios sino por el contrario, genera un descalabro total del sistema económico al destruir el sistema de precios mediante el cual los agentes económicos toman decisiones y las personas intercambian bienes. Es eso y no un complot internacional lo que genera y aumenta el desabastecimiento. Para que se entienda mejor esto hay que considerar que, según el Centro de Divulgación del Conocimiento Económico, el índice de escasez aumentó desde un 11,2% en julio de 2011 a un 22,2 % en diciembre de 2013. Es decir, a la par del intervencionismo estatal tratando de evitar el desabastecimiento y una inflación vertiginosa, estimulada entre otras cosas por el control de divisas a cargo de la burocracia gubernamental.

Así, en febrero de 2014 se iniciaron diversas protestas en varias ciudades venezolanas. A la carestía se habían sumado altos niveles de criminalidad e impunidad, que hacía de la capital venezolana una de las ciudades más peligrosas del mundo. La represión del gobierno y sus esbirros, los colectivos motorizados y armados, fue brutal. Maduro sin embargo, a fines de ese año, luego de reconocer la situación de crisis, culpó de la situación a las protestas, la oposición y la guerra económica. En ningún caso consideró el control estatal sobre el cambio como un factor esencial de la carestía. Sin embargo, prometió perfeccionar el modelo económico social de distribución de la riqueza y los programas socialistas del régimen. El largo camino de servidumbre venezolano alcanzó su esencia en 2016 cuando Nicolás Maduro determinó que los militares controlaran la distribución de alimentos. Cumpliendo los sueños húmedos de cualquier fascista, Maduro designó a un milico para cada rubro básico, militarizando totalmente el acceso a la comida. Así, la dictadura militar venezolana se hizo explícita frente a las quejas de hambre de miles de ciudadanos.

Según The Associated Press, los militares no solo vendían ilegalmente alimentos sino que lo hacían a precios exorbitantes. Como los puertos fueron estatizados en 2009 por Chávez en nombre del socialismo y la revolución, en la actualidad, mafias de militares controlan el flujo de alimentos y medicinas, cobrando sobornos, aprovechando su absoluto control sobre la distribución y las fronteras. El propio Ministerio de Alimentación de Venezuela hizo notar los sobrepagos. Pero no pasó nada. Patria o hambre es el lema de estos carteles mafiosos socialistas. Nada de extraño pues la burocracia reemplazando al mercado no genera prosperidad para los ciudadanos sino su sumisión al poder.

A tal nivel ha llegado la carestía en Venezuela que a la búsqueda de comida en la basura se le ha sumado la prostitución a cambio de alimentos, según varios observadores y venezolanos que le cuentan de aquello a sus familiares ya (auto) exiliados. Esa es la dignidad del pueblo que promueve el socialismo. Es tal el nivel de desorden y desesperación entre la población, que el gobierno de Maduro ahora multa a los establecimientos donde se producen colas. Ocultan la miseria a la que han llevado a sus ciudadanos. Por tanto, los venezolanos están haciendo filas a dos cuadras de los locales. Ni hablar del tiempo que duran las colas. La productividad ha caído enormemente lo que aumenta la penuria. Pero al mejor estilo del ministerio del Amor, tienen un ministerio con nombre pomposo del Poder Popular para la alimentación. La promesa del socialismo del siglo XXI, tan promocionado en Venezuela y Latinoamérica por años, contrasta con la realidad miserable que vive el pueblo venezolano en la actualidad.

En diciembre de 2016, el gobierno socialista presentó el carnet de la patria, instrumento destinado a la distribución racionada de alimentos a través de los Comités Locales de Abastecimiento y Producción (CLAP) y las misiones sociales en Venezuela. Del timbre en el brazo pasaron a la tarjeta y la huella dactilar. Según Nicolás Maduro «usted va a poder realizar sus compras en varias tiendas del país sin estar utilizando billetes. Venezuela tiene que ir hacia el uso de los pagos electrónicos». La salvedad que no menciona el déspota, es que las personas solo pueden adquirir los bienes regulados ―que son los principales― en los días y horarios que te corresponda según tu número de cédula. Ni pensar en improvisar el almuerzo o armar una completada. Tampoco menciona que el carnet alimenticio es un método de control sobre la población, según ellos, para estimar a cuántas personas le llegan las políticas sociales del Gobierno Bolivariano. En otras palabras, para saber cuántos estómagos les deben fidelidad. Porque en el fondo, todo este proceso de desmantelamiento del aparato productivo privado responde al propósito socialista de reemplazar las lógicas de mercado por las lógicas burocráticas del Estado. A lo que apuntan los promotores del socialismo del siglo XXI es a eliminar a los intermediarios privados del mercado, dando paso a una relación directa entre el ciudadano y el Estado. Una relación que a todas luces se convierte en una obediencia a través del hambre. El dominio socialista a través del estómago ya lo advertía Trotsky: «En un país donde el único empleador es el Estado, esto significa la muerte lenta por hambre». En Venezuela, si no te registras, no comes. Si eres opositor, agachas el moño o mueres de hambre.

Lo que actualmente ocurre en Venezuela, país con altas reservas de petróleo, no es solo un problema de gestión del gobierno de Maduro sino que es reflejo de un proceso paulatino de decadencia institucional y social, cuya guinda de la torta fue el proyecto socialista iniciado por Hugo Chávez. Si Venezuela venía siendo decadente a fines de los 80, el socialismo del siglo XXI terminó por sepultar a ese país en todo sentido. La supuesta cura revolucionaria socialista terminó por agudizar la metástasis corrupta y rentista que venía pudriendo los cimientos institucionales venezolanos. Esto, porque el socialismo, aunque se llame del siglo XXI, siguen siendo el mismo camino de servidumbre que advertía Hayek. No cumple aquella cita de Simón Bolívar, que Chávez gustaba usar cada tanto: «Darle a nuestro pueblo la mayor suma de felicidad posible». Lo que el socialismo le entrega al pueblo es sumisión y miseria. Eso, aunque la constitución bolivariana, en el artículo 299, diga que su régimen socioeconómico pretende asegurar el desarrollo humano integral y una existencia digna y provechosa. Quizás por eso Maduro, en un extraño ataque de lucidez, mientras recordaba el inicio del socialismo del siglo XXI avizoró: «ahora se viene la revolución».

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