Por Claudio Nazoa
En esta desgracia mundial en
la que vivimos los venezolanos, he notado algo: casi todos los días debo
despedir a familiares y amigos quienes, sin querer marcharse, se van. Se
despiden quedándose. El cuerpo se va y el alma queda flotando, revoloteando a
nuestro lado.
Los fines de semana, en casa
de mi mamá, nunca faltan mi hijo Daniel, mi nieto Cristhian, mi cuñada Yobaira
ni mis sobrinos Pablo, Patricia, Sumito y Puni con sus hijos. Allí están,
sentados a la mesa, riendo, echando los cuentos de cuando éramos felices y no
lo sabíamos. Mientras, la nueva generación de bebés gatea y corretea por el
apartamento haciéndole travesuras a su bisabuela, la abuela de mi hijo, mi
mamá.
De pronto, en medio de esa
fantasmal algarabía, nos damos cuenta de que hoy, en la mesa, solo estamos mis
hermanos Raúl y Mario, mi mamá y yo. Los jóvenes se han ido. En casa, solo
quedamos los viejos.
Mi madre está triste. Ya no se
preocupa de que los muchachitos, al correr por la casa, vayan a romper algo. Ya
no se preocupa porque le manchen el mantel. Los objetos, fastidiados y llenos
de polvo, duran meses como inútiles adminículos sin sentido. Los refrescos, a
medio destapar, hace tiempo que perdieron el gas dentro de la nevera. Los
tequeños, despreciados, hibernan en el congelador. Cuando hago tortas, ya nadie
lambucea.
Raúl, mi hermano mayor, no le
pregunta recetas a su hijo Sumito, quien tan lejos está. Mario, el tío abuelo
chocho, ya no juega con los traviesos Sergio y Cecilia, y yo, ya no tengo que
despertar a las 11:00 de la mañana a Cristhian, mi querido y flojo nieto.
Mientras, las universidades
importantes, antes llenas de algarabía juvenil, están hoy cada vez más
parecidas a conchas vacías, con estudiantes flacos porque si pagan el pasaje no
comen, con profesores altamente capacitados pero famélicos, devengando un
sueldo inferior a 10 dólares mensuales.
Con los venezolanos que se
van, también nos vamos nosotros... Son muchísimos los amigos y familiares que
quisiera nombrar, pero voy a destacar a uno en especial: vive en Miami en
donde, día, noche y parte de la madrugada, trabaja haciendo felices a quienes
lo rodean. Su nombre, Amílcar Rivero, el niño más grande del mundo. Él tiene un
huequito para el humor, la música y la poesía: El Chiringuito, local que esta
semana cumplió un año.
En El Chiringuito, todos los
jueves, 30 millones de venezolanos ríen, lloran y sueñan con un país que
intenta vivir sin ellos.
12-03-18
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