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jueves, 26 de julio de 2018

Puente Simón Bolívar: el testigo de una crisis @Dejusticia @_Provea


Por: Lorena Meléndez G.


Dejusticia y Provea reunieron a diez periodistas venezolanos y a tres colombianos para contar, a través de siete historias de migración, cómo la crisis sociopolítica de Venezuela le está cambiando la vida a millones de personas

La estructura que comunica a Colombia y Venezuela y que llegó a ser considerada la “frontera más dinámica de Latinoamérica” hoy es símbolo de la emergencia humanitaria del país gobernado por Nicolás Maduro

Dos veces por semana Sujey Chacón recorre con su hijo cerca de una hora y media, desde San Cristóbal, Venezuela, hasta La Parada, en Colombia, para alimentarse en un comedor popular. Oddy Benítez pasa al menos 12 horas en un autobús con cuatros woks a cuestas hasta cruzar a Cúcuta, donde prepara y vende salsas, y compra productos asiáticos para revender en Venezuela. Yolimar Galvis atraviesa el puente para que sus gemelas de dos años, que carga en brazos, sean vacunadas en Colombia. Los hijos de Juan Gamboa cruzan diariamente el paso binacional, de madrugada, vistiendo sus uniformes escolares para ir a la escuela en el país de sus abuelos.

Todos estos venezolanos soportan el sol, la brisa arenosa y los empujones mientras atraviesan los 315 metros del Puente Internacional Simón Bolívar: el mismo que hace décadas era llamado la “frontera más dinámica de América Latina”, el mismo que el presidente Nicolás Maduro cerró al paso vehicular hace casi tres años; el punto donde se cruzan sus historias y las de otras 25.000 personas que pasan diariamente a pie, huyendo de la crisis que vive una Venezuela desabastecida de comida, medicinas y futuro.

Gustavo Gómez Ardila, secretario general de la Academia de Historia del Norte de Santander, dice que cuando habla del puente recuerda una frase del escritor tachirense Pedro Pablo Paredes: “La línea fronteriza no se hizo para dividir sino para unir”. En su infancia, este experto fue testigo de la Venezuela próspera de los años 50, que él y su familia visitaban con frecuencia sin ningún tipo de barrera. Eran los tiempos de una nación que comenzaba a disfrutar de los réditos del petróleo, con nuevas y modernas vías de comunicación, con proyectos de infraestructura firmados por arquitectos afamados y con mostradores repletos de productos Made in USA.


Pero lejos de aquella bonanza del siglo XX, la Venezuela de hoy obliga a sus habitantes a huir de hambre, como lo hizo Sujei y tantos más - pues según la Encuesta de Condiciones de Vida (Encovi) en el 2017 al menos 87% de la población no podía cubrir sus gastos en alimentos- otros, como Yolimar y su bebé, atraviesan el puente en busca de la atención médica que Venezuela no les provee: de acuerdo con el Ministerio de Salud de Venezuela, el año pasado aumentó la mortalidad materna en 66%, la malaria creció 76% y reapareció la difteria. Hay unos que se van buscando seguridad, huyendo del país donde en 2017 asesinaron a 26.616 personas según el Observatorio Venezolano de Violencia. Y muchos otros más, corren de la hiperinflación: el Fondo Monetario Internacional calcula que sólo en el 2018 los precios habrán subido un 14.000%.


Primera estación: San Antonio no tiene quien le compre

Si no fuese por las miles de personas que transitan a diario por la avenida Venezuela de San Antonio del Táchira, esa que conduce directamente al puente internacional Simón Bolívar, el pueblo luciría desolado. Las tiendas de aquel tradicional enclave económico tienen hoy los portones abajo. Hay locales abiertos sin mercancía, tiendas que cambiaron de naturaleza para poder sobrevivir, panaderías sin pan y restaurantes sin clientes en pleno mediodía.

Un viernes de mayo, cerca de la hora del almuerzo, la venta de pollos en brasa más cercana a la aduana, Tío Rico, está completamente vacía. San Antonio era conocido por las ventas de artículos de cuero. Las calles principales, entre los años ochenta y noventa, tenían tiendas que ofrecían carteras, chaquetas, zapatos. En la frontera se acabaron los clientes que compraban pieles.

Segunda estación: 315 metros

La gente marcha hacia la frontera en silencio, sin detenerse, con el paso redoblado y los documentos a la mano. El cruce se hace en medio de maletas que pesan, el sol que quema, equipajes que atropellan; uniformados que importunan, revisan y retrasan; y un vallado metálico que estrecha el espacio. A la mitad del recorrido, la caminata se ralentiza, los codos se rozan, los pasos se arrastran. Se empiezan a alzar las manos con pasaportes, cédulas o carnets fronterizos. Después del puente viene La Parada, el sector del municipio de Villa del Rosario que recibe a los recién llegados a Colombia, con un enjambre de vendedores ambulantes de cualquier cosa que pueda aliviar a quien acaba de cruzar. También se gritan los nombres de destinos de viaje: Cúcuta, Medellín, Bogotá... Ecuador, Argentina. A viva voz se escucha a quienes compran dólares, bolívares, oro, tablets, teléfonos móviles, cabello… Todo, todo lo que se pueda convertir en pesos colombianos.

“La Parada siempre fue muy movida porque era a donde llegaba el contrabando. Ahora está así por la cantidad de emigrantes”, dice Gómez Ardila, el historiador. El editor de Domingo del diario La Opinión, John Jácome, es más severo cuando habla de la zona. “Difícilmente se saca algo bueno de allí”, recalca, y luego lanza una cifra roja: entre agosto de 2017 y mayo de 2018, hubo más de 30 balaceras en la frontera propiciadas por las mafias que quieren controlar el negocio del tráfico de mercancías.


Tercera estación: La nueva Parada

Allí, del otro lado, las cosas también han cambiado a raíz de la crisis y el cierre de la frontera. En las aceras, el paisaje lo dominan las casas de cambio, abastos, farmacias y confiterías con ventas al mayor. La mayoría de los negocios comenzaron a operar cuando empezaron a llegar los venezolanos en busca de lo más básico: alimentos y medicinas.

Un antiguo taller mecánico se convirtió en una próspera venta de cauchos que maneja Fabio Lazarazo, un colombiano que antes del cierre de la frontera viajaba a diario a San Antonio para trabajar en una compañía de neumáticos. Una cuadra más adelante comienza el área de las hosterías: un puñado de edificios pequeños con recepciones de cemento, paredes de cerámica y sillas plásticas. Pero la parada no es sólo ventas y bullicio. Detrás de las calles tomadas por el comercio, están las casas modestas de quienes durante décadas han vivido a menos de un kilómetro del otro país. Allí, algunos venezolanos que cruzan el puente se han establecido en posadas improvisadas y residencias que arriendan habitaciones por noche.

Endry Báez se queja de lo mucho que ha cambiado su barrio. Para ella, el arribo de los vecinos profundizado el desempleo y la inseguridad. Dice que los propietarios ya no quieren arrendar sus casas, porque se han escuchado historias de venezolanos que hasta han llegado a matar a sus caseros. Desaprueba que crucen el puente solo para vacunar a los niños.

Hay unas palabras del escritor tachirense Pedro Pablo Paredes, que ayudan a explicar esas sensaciones y contradicciones que expresan algunos habitantes de La Parada frente a la crisis migratoria. Cuenta el historiador Gómez Ardila, que a Paredes solían decirle que parecía más colombiano que de su tierra. “Y él contestaba: es que somos la misma cosa. Llevamos la misma sangre de allá y de acá. Nos dividieron, por las razones que sea nos dividieron, pero ahora somos nosotros quienes estamos contribuyendo a esa división”.
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23-07-18

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