ROBERTO CASANOVA 25 de septiembre de 2024
«Esta
victoria, que está siendo grotescamente negada por una dictadura que finalmente
ha quedado al descubierto, ha abierto puertas a nuevas posibilidades, algunas
de las cuales aún no logramos prever por completo»
“¿Acaso
no te das cuenta de que no hay nada que podamos hacer? ¿Que nos han derrotado?”
Esta interrogante probablemente ha rondado la mente de muchos, y a mí también
me ha asaltado en mis momentos de cansancio e incertidumbre. Quiero compartir
con ustedes la respuesta que mi lado esperanzado ofrece a mi lado pesimista.
1. Un mundo de posibilidades
Me
gusta la idea de concebir el mundo en términos de posibilidades. Por un lado,
cada momento presente es el resultado de la materialización de algunas de las
posibilidades que eran viables en el pasado. Por otro lado, el presente también
es un conjunto de posibilidades, algunas de las cuales se concretarán para
moldear el futuro. El devenir histórico, entonces, se presenta como un
constante proceso de apertura y cierre, y de aprovechamiento o desperdicio de
posibilidades. Así, en el telar de la existencia, nos encontramos como
tejedores, hilando nuestra vida individual y colectiva con los hilos de
elecciones conscientes e inconscientes.
En
este sentido, es fundamental comprender que nuestras acciones están
intrínsecamente entrelazadas con los relatos que creamos para interpretar las
situaciones que vivimos y para actuar en consecuencia. Todos somos narradores,
ya que, como seres que habitamos universos simbólicos, encontramos en la
narrativa la herramienta fundamental para otorgar significado a los
acontecimientos y conectarlos entre sí. Estos relatos, a su vez, nos permiten
identificar o pasar por alto las diversas posibilidades presentes en cada
situación histórica, y nos brindan la oportunidad de crear, en parte, el
futuro.
Basándome
en esta reflexión, deseo explorar el tema del pesimismo y el optimismo en la
política.
2.
Pesimismo y optimismo
Debo
ser sincero: la actitud pesimista me parece arrogante. Implícitamente, intenta
convencernos de que conoce todas las posibilidades del presente y que ninguna
de ellas nos llevará a resolver nuestros problemas. Es como si el pesimista
hubiera viajado al futuro y comprobado que todos los caminos están cerrados.
Esta actitud puede llevar a alguien a regodearse en tener razón respecto a sus
pronósticos. A veces, incluso sospecho que a algún pesimista no le importa cuán
adversas se vuelvan nuestras circunstancias; lo fundamental es demostrar que su
opinión era la correcta. ¿No nos resulta familiar el típico “Yo se los dije…”?
Es
curioso cómo a menudo confundimos aquella conducta con realismo, pues es
innegable que la realidad trasciende con creces los confines de nuestras
mentes. En ella existen más posibilidades de las que normalmente logramos
identificar. Ser realista, en este sentido, no implica cerrar los ojos ante lo
inesperado; más bien, requiere mantenernos abiertos a las sorpresas y no
pretender encerrar el mundo dentro de los límites estrechos de nuestras
interpretaciones y planes.
Podría
pensarse entonces que el optimismo es la actitud más adecuada para vivir en una
realidad repleta de posibilidades. Creo que eso es cierto solo en parte. El
optimismo también tiende a descartar ciertas posibilidades, fundamentalmente
aquellas que considera negativas. Esta conducta, en ocasiones, puede resultar
cándida e incluso irresponsable, ya que ignora los riesgos y amenazas que
enfrentamos.
Simplificando
las cosas, sostengo que tanto el pesimismo como el optimismo son miopes o incluso
ciegos ante ciertas facetas de la realidad: el primero hacia las posibilidades
positivas y el segundo, hacia las negativas. Dicho esto, si me pidieran elegir,
me inclino hacia el optimismo. La razón fundamental es que el optimismo nos
impulsa a seguir adelante, a perseguir las metas que nos hemos propuesto. En
contraste, el pesimismo tiende a paralizarnos.
En
líneas generales, considero que el pesimismo es inútil. Aunque entiendo que, en
ocasiones, esa voz interna que no ve opciones puede sernos útil para evitar
cursos de acción inviables o peligrosos. No obstante, es básico recordar
siempre que esta perspectiva es una herramienta de doble filo que debemos
manejar con cautela para no caer en la trampa del desánimo crónico.
3.
Sobre el pesimismo, la depresión y sus usos políticos
Quizás
estoy siendo demasiado crítico con la actitud pesimista. En Venezuela, son
numerosos quienes han sufrido y continúan enfrentando dificultades, a menudo
auténticas tragedias. La mayoría de los venezolanos hemos sido víctimas, de una
forma u otra, del régimen dictatorial que surgió del socialismo del siglo XXI y
que hoy muestra su peor rostro. Es indiscutible que tenemos muchas razones para
sentirnos abatidos. El pesimismo, en este sentido, podría ser la manifestación
de un estado depresivo.
Todos
experimentamos momentos de tristeza. Esta respuesta emocional es normal,
especialmente en circunstancias tan duras e inciertas como en las que hoy
vivimos. La aflicción puede ser saludable, ya que nos permite procesar el duelo
asociado a lo que no fue posible o a alguna pérdida. Es un proceso necesario
para recomponernos y sanar. No enfrentar la experiencia dolorosa y cubrirla con
un optimismo frívolo podría eventualmente llevar a que nuestro cuerpo “llore”
nuestro sufrimiento a través de patologías insospechadas.
En
todo caso, lo que quiero resaltar es que el pesimismo, cuando se arraiga como
un estado de ánimo permanente, actúa como un velo que nos impide percibir
posibilidades que existen a nuestro alrededor. Simultáneamente, la incapacidad
para encontrar opciones nos hunde aún más en la tristeza. Este proceso da lugar
a una peligrosa espiral emocional que no solo afecta al individuo, sino que
también puede propagarse a otros. Y aquí radica la clave: ¿a quién beneficia
que este estado emocional se generalice?
Es una
pregunta retórica, desde luego. Sabemos bien que la dictadura venezolana, al
igual que tantos otros regímenes autocráticos en la historia, emplea diversas
tácticas para sembrar el desánimo entre la población. El chantaje, la
represión, el encarcelamiento y, en ocasiones, incluso el asesinato, son
herramientas que utiliza para generar miedo y mantener el control. Pero su
estrategia, como también sabemos, no se detiene ahí. Recurre a la propaganda
política para difundir mentiras, crear confusión y desanimar a quienes se
atreven a enfrentarlos. Su objetivo es claro: inocularnos con el virus
emocional del pesimismo, logrando así nuestra desmovilización y sometimiento.
Para la minoría dominante, es crucial que la mayoría se hunda en la tristeza,
viviendo una vida achatada y sin esperanza de cambio. Y que, finalmente, deje
de joder.
4.
Esperanza posibilista
Si
aceptamos que tanto el pesimismo como el optimismo nos restringen de alguna
manera en nuestra capacidad para descubrir, aprovechar y evitar posibilidades,
según el caso, ¿cuál sería entonces la actitud adecuada para enfrentar nuestras
circunstancias? El decir que deberíamos adoptar una mezcla de ambos me parece
una respuesta simplista. Hablemos de la esperanza y del posibilismo.
La
esperanza, tal como la concibo, se entrelaza con el proceso vital que busca
incansablemente opciones para persistir. No nace de cálculos estratégicos ni de
planes racionales; más bien, es una confianza indomable en que encontraremos o
inventaremos posibilidades, en nuestro entorno y en nosotros mismos, que nos
conduzcan hacia el destino deseado. A lo largo de la historia de la vida,
incluso en sus formas más primitivas, encontramos respuestas al desafío
fundamental de existir. En el caso de los seres humanos, esa vitalidad se
convierte además en una reserva emocional que nos sostiene en tiempos difíciles
e inciertos. Añado que una de las formas más poderosas de activar la esperanza
en nosotros, como seres simbólicos, es contar con una imagen de un futuro
deseable, un sueño que nos inspire. La visión de un mañana mejor tiene el sabor
anticipado de la alegría que sentiremos en ese futuro. Es como si la esperanza
nos sirviese para crear hilos invisibles entre nuestro presente y esa promesa
de días más luminosos.
El
posibilismo sería una perspectiva que aboga por tomar decisiones fundamentadas
en las oportunidades reales disponibles en un momento específico, en lugar de
aferrarse rígidamente a ideales o esquemas preconcebidos. Es una actitud
pragmática (entendida en su uso corriente más que en su sentido filosófico),
que busca adaptarse a las circunstancias concretas y encontrar soluciones
viables. Un posibilista puede estar motivado tanto por nobles ideales como por
intereses más egoístas. Sin embargo, lo que pretendo enfatizar es que un
posibilista se esfuerza por no permitir que su estado de ánimo, pesimista u
optimista, le impida reconocer las oportunidades y posibilidades que podrían
ayudarle a avanzar hacia sus metas. Utilizando el llamado “pensamiento paralelo”,
despliega ante sí, sin prejuzgarlas, todas las posibilidades que haya
identificado o imaginado, para luego, con base en la información disponible,
diseñar el curso de acción que mejor se alinee con sus objetivos y valores.
La
esperanza y el posibilismo están entrelazados en nuestra mente y en nuestras
acciones. Sin posibilismo, la esperanza puede volverse ilusoria; sin esperanza,
el posibilismo carece de energía. Lo que, en suma, llamo “esperanza
posibilista” es esa pasión que nos impulsa a buscar tenazmente oportunidades,
tanto dentro de nosotros mismos como en los desafiantes contextos que
enfrentamos, para avanzar hacia el futuro que anhelamos.
5. La
espiral del liderazgo
Es
común que utilicemos el término “liderazgo” para referirnos al conjunto de
líderes. Sin embargo, en su esencia, el liderazgo es la relación dinámica que
se establece entre quienes guían y aquellos a quienes guían. En este contexto,
el uso del término “poderdantes” resulta apropiado, ya que subraya que el poder
de un líder no es intrínseco, sino otorgado por aquellos a quienes lidera. Esta
perspectiva va más allá de la pasividad que puede sugerir la palabra
“seguidores”. Así, un logro o un fracaso político no puede atribuirse
exclusivamente a una de las partes, aunque los líderes siempre carguen con una
mayor responsabilidad.
Los
verdaderos líderes consiguen persuadirnos de que lo que parece imposible en
realidad puede alcanzarse, avivando la esperanza en nosotros e impulsándonos a
la acción. Allí radica el enorme mérito de María Corina, pero también de
Edmundo, Delsa, Andrés, Juan Pablo y algunos otros líderes. Convocaron a una
tarea colectiva que muchos consideraban inalcanzable: participar en elecciones
bajo la sombra de la dictadura, derrotar al dictador de manera terminante y organizarnos
para demostrarlo al mundo. La esperanza posibilista movilizó a miles de héroes
anónimos en los centros de votación, quienes se esforzaron por obtener y enviar
las actas de resultados. Además, millones de venezolanos, tanto civiles como
militares, votamos a favor del cambio y en contra de la opresión. Al cabo de
unas horas comenzamos a comprender la magnitud de lo que habíamos logrado:
habíamos derrotado, en su propio terreno, a la dictadura mediante la mayor
diferencia porcentual de votos jamás alcanzada en nuestra historia electoral. Y
lo demostramos de manera transparente en cuestión de pocas horas, a pesar de
todos los poderes de un Estado al servicio de la minoría dominante. Lo que
hicimos no solo tomó por sorpresa a la dictadura, sino también a muchos de
nosotros. Es un logro que nos trasciende como sociedad y que nos ayuda a
recuperar nuestro maltrecho orgullo nacional.
El
triunfo de Edmundo González, que inicialmente era solo una posibilidad, se
transformó, gracias al esfuerzo colectivo, en un acontecimiento político de
relevancia histórica y mundial. La legitimidad que otorga la decisión
democrática de una abrumadora mayoría se encuentra, de manera irrefutable, del
lado de las fuerzas democráticas venezolanas. Esta victoria, que está siendo
grotescamente negada por una dictadura que finalmente ha quedado al
descubierto, ha abierto puertas a nuevas posibilidades, algunas de las cuales
aún no logramos prever por completo. Hemos ingresado en una nueva fase,
compleja e incierta, en el que bien podríamos llamar el frente venezolano del
enfrentamiento global entre democracias y autocracias. Sin duda, mantener viva
nuestra esperanza posibilista seguirá siendo nuestro reto personal y colectivo.
Y, al respecto, quisiera comentar sobre uno de los riesgos que enfrentamos. Por
supuesto, un riesgo asociado al pesimismo.
El
pesimismo puede dar forma una dinámica que deberíamos reconocer con claridad a
estas alturas. Por un lado, si muchos ciudadanos, como poderdantes, retiran su
confianza en los líderes, la disposición para movilizarse en las nuevas tareas
políticas se desvanecerá. Por otro lado, si la movilización no ocurre de manera
masiva, la tarea colectiva quedará en el limbo del fracaso, y otros poderdantes
también perderán la confianza en los líderes. Es una espiral implacable, donde
la responsabilidad no debe recaer exclusivamente en los hombros de los líderes.
Todos somos actores en este drama colectivo. Nuestra pasividad o nuestra
acción, nuestras dudas o nuestra confianza, tejen la trama de fracaso o éxito.
La tarea de nuestra liberación es un tejido en el que cada hilo cuenta.
6. El
final
A
algunos, la frase “Hasta el final”, acuñada por María Corina, podría parecer un
simple eslogan. Sin embargo, desde mi perspectiva, esta expresión posee un
significado nítido y poderoso. “Hasta el final” implica que nuestra lucha por
la libertad no concluirá hasta que seamos verdaderamente libres. O, dicho de
manera más concisa, nuestra lucha terminará cuando termine. ¿Podríamos acaso
dar por culminada la lucha antes? Claro, podríamos resignarnos y aceptar
voluntariamente la sumisión a la tiranía, renunciando así a nuestra dignidad.
Pero eso no fue lo que la mayoría decidió el 28J, cuando votó en contra del
dictador y a favor del cambio. Nuestro compromiso es perseverar hasta el final,
transformándonos en una sociedad justa en la que cada persona pueda vivir en
libertad. Y esto es algo que incluso un chavista debería comprender, porque ese
futuro también lo incluye.
“¿Acaso
no te das cuenta de que no hay nada que podamos hacer? ¿Que nos han
derrotado?”, me he preguntado en momentos de desaliento. Hoy estoy convencido
de que, en realidad, esta es la interrogante que alguna voz sensata, si la
hubiere, debería susurrarle al dictador.
ROBERTO
CASANOVA
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