Francisco Fernández-Carvajal 23 de septiembre de 2024
@hablarcondios
— La
Virgen ponderaba en su corazón los acontecimientos de su vida.
—
Silencio de María en los tres años de la vida pública de Jesús.
—
El recogimiento interior del cristiano.
I.
Muchas veces hemos deseado que los Evangelistas narraran más sucesos y palabras
de Santa María. El amor nos hace desear haber tenido más noticias de Nuestra
Madre del Cielo. Sin embargo, Dios se encargó de dar a conocer todo lo
necesario, tanto durante la vida de Nuestra Señora aquí en la tierra, como
ahora, después de veinte siglos, a través del Magisterio de la Iglesia cuando,
con la asistencia del Espíritu Santo, desarrolla y explicita los datos
revelados.
Poco tiempo después de la Anunciación, aunque la Virgen no comunicó nada a Isabel, esta penetró en el misterio de su prima por revelación divina. Tampoco Nuestra Señora manifestó suceso alguno a José, y un ángel le informó en sueños sobre la grandeza de la misión de la que ya era su esposa. En el nacimiento del Mesías también María guardó silencio, pero los pastores fueron informados puntualmente del acontecimiento más grande de la humanidad, y estos comunicaron a sus amigos y conocidos la gran noticia. Y todos los que les escucharon se maravillaron de cuanto los pastores les habían dicho1. Nada dijeron María y José a Simeón y a Ana, la profetisa, cuando como un joven matrimonio más subieron al Templo para presentar al Niño. Y en Egipto primero y luego en Nazaret, a nadie habló María del misterio divino que llenaba su vida. Nada comentó con sus parientes y vecinos. Se limitó a guardar estas cosas ponderándolas en su corazón2. El silencio de María dio lugar a que Natanael se equivocara en el comentario que le hizo a Felipe sobre aquella pequeña ciudad fronteriza con Caná, su tierra: ¿De Nazaret puede salir algo bueno?3. «La Virgen no buscaba, como tú y como yo, la gloria que los hombres se dan unos a otros. Le basta saber que Dios lo sabe todo. Y que no necesita pregoneros para anunciar a los hombres sus prodigios. Que, cuando Él quiere, ya los cielos refieren su gloria y el firmamento anuncia las obras de sus manos; un día trasmite al otro su palabra y una noche a la siguiente sus noticias (Sal 18, 1-2). Él sabe hacer de sus vientos, mensajeros; y del fuego abrasador, embajadores (Sal 104, 4)»4.
«Es
tan hermosa la Madre en el perenne recogimiento con que el Evangelio nos la
muestra...: ¡Conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón! Aquel
silencio pleno tiene su encanto para la persona que ama»5.
Allí, en la intimidad de su alma, Nuestra Señora fue penetrando más y más en el
misterio que le había sido revelado. María, Maestra de oración, nos enseña a
descubrir a Dios, ¡tan cercano a nuestras vidas!, en el silencio y en la paz de
nuestros corazones, pues «solo a quien pondera con espíritu cristiano las cosas
en su corazón le es dado descubrir la inmensa riqueza del mundo interior, del
mundo de la gracia: de ese tesoro escondido que está dentro de nosotros (...).
Fue la ponderación de las cosas en el corazón lo que hizo que, al compás del
tiempo, fuera creciendo la Virgen María en la comprensión del misterio, en
santidad, en unión con Dios»6.
También a nosotros nos pide el Señor ese recogimiento interior donde guardar
tantos encuentros con el Maestro, preservarlos en la intimidad de miradas
indiscretas o vacías, guardarlos para tratar de ellos a solas «con quien
sabemos nos ama»7.
II. «La
Anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de
Cristo, pero es además el punto de partida de donde se inicia todo su camino
hacia Dios, todo su camino de fe»8.
Esta fe fue creciendo de plenitud en plenitud, pues Nuestra Señora no lo
comprendió todo al mismo tiempo en sus múltiples manifestaciones. Quizá con el
paso de los días sonreiría ante el recuerdo de su sorpresa al formular al ángel
la pregunta sobre la guarda de su virginidad, o al interrogar a Jesús hallado
en el Templo, como si no hubiera tenido sobradas razones para actuar así y no
se debiera primero a su Padre... Podía extrañarse ahora de no haber comprendido
entonces lo que ya se le manifestaba9.
El
recogimiento de María –donde Ella penetra en los misterios divinos acerca de su
Hijo– es paralelo al de su discreción, «pues es condición indispensable para
que las cosas puedan guardarse en el interior, y ponderarlas luego en el corazón,
que haya silencio. El silencio es el clima que hace posible la profundidad del
pensamiento. El mucho hablar disipa el corazón y este pierde cuanto de valioso
guarda en su interior; es entonces como un frasco de esencia que, por estar
destapado, pierde el perfume, quedando en él solo agua y apenas un tenue aroma
que recuerda el precioso contenido que alguna vez tuvo»10.
La
Virgen también guardó un discreto silencio durante los tres años de vida
pública de Jesús. La marcha de su Hijo, el entusiasmo de las multitudes, los
milagros, no cambiaron su actitud. Solo su corazón experimentó la ausencia de
Jesús. Incluso cuando los Evangelistas hablan de las mujeres que acompañaban al
Maestro y le servían con sus bienes11 nada
dicen de María, que con toda probabilidad permaneció en Nazaret. Parece normal
que la Virgen se acercara en alguna ocasión para ver a su Hijo, oírle, hablar
con Él... El Evangelio de la Misa12 narra
una de estas ocasiones. Vino a verle su Madre y algunos
parientes y, al llegar a la puerta de la casa, no pudieron entrar por el gran
número de gente que se agolpaba alrededor de su Hijo. Le avisaron a Jesús que
su Madre estaba fuera y que deseaba verle. Entonces, según indica San Mateo,
Jesús extendió la mano sobre los discípulos13;
San Marcos14 señala que Jesús, mirando a los que estaban
sentados a su alrededor, respondió: Mi madre y mis hermanos son
aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen.
La
Virgen no se desconcertó por la respuesta. Ella comprendió que era la mejor
alabanza que podía dirigirle su Hijo. Su vida de fe y de oración le llevó a
entender que su Hijo se refería muy particularmente a Ella, pues nadie estuvo
jamás más unido a Jesús que su Madre. Nadie cumplió con tanto amor la voluntad
del Padre. La Iglesia nos recuerda que la Santísima Virgen «acogió las palabras
con las que el Hijo, exaltando el Reino por encima de las condiciones y lazos
de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados a los que escuchan y
guardan la palabra de Dios, como Ella lo hacía fielmente»15.
María es más amada por Jesús a causa de los lazos creados en ambos por la
gracia que en razón de la generación natural, que hizo de Ella su Madre en el
orden humano. María también guardó silencio en aquella ocasión, a nadie explicó
que las palabras del Maestro estaban especialmente destinadas a Ella. Después,
quizá a los pocos minutos, la Madre se encontró con su Hijo y le agradeció tan
extraordinaria alabanza.
Jesús
se dirige a nosotros de muchas maneras, pero solo entenderemos su lenguaje en
un clima habitual de recogimiento, de guarda de los sentidos, de oración, de
paciente espera. Porque el cristiano, como el poeta, el escritor y el artista,
ha de saber aquietar «la impaciencia y el temor al paso del tiempo. Aprender
–con dolor, quizá– que solamente cuando la semilla escondida en tierra ha
germinado y prendido y tiene numerosas raíces, entonces brota una pequeña
planta. Y al oír que preguntan sonrientes: ¿y eso es todo?, hay que decir que
sí, y estar convencido de que solo si está bien radicada, la planta irá
creciendo, hasta que ya árbol muestre con sus ramas –según se creía en antiguas
épocas– la extensión de su profundidad»16.
III. El
silencio interior, el recogimiento que debe tener el cristiano es plenamente
compatible con el trabajo, la actividad social y el tráfago que muchas veces
trae la vida, pues «los hijos de Dios hemos de ser contemplativos: personas
que, en medio del fragor de la muchedumbre, sabemos encontrar el silencio del
alma en coloquio permanente con el Señor: y mirarle como se mira a un Padre,
como se mira a un Amigo, al que se quiere con locura»17.
La
misma vida humana, si no está dominada por la frivolidad, por la vanidad o por
la sensualidad, tiene siempre una dimensión profunda, íntima, un cierto
recogimiento que tiene su pleno sentido en Dios. Es ahí donde conocemos la
verdad acerca de los acontecimientos y el valor de las cosas. Recogerse –«juntar
lo separado», restablecer el orden perdido– consiste, en buena parte, en evitar
la dispersión de los sentidos y potencias, en buscar a Dios en el silencio del
corazón, que da sentido a todo el acontecer diario. El recogimiento es
patrimonio de todos los fieles que buscan con empeño al Señor. Sin esta lucha
decidida, no sería posible –contando siempre con la ayuda de la gracia– este
silencio interior en medio del ruido de la calle, ni tampoco en la mayor de las
soledades.
Para
tener a Dios con nosotros en cualquier circunstancia, y nosotros estar metidos
en Él mientras trabajamos o descansamos, nos serán de gran ayuda –quizá
imprescindibles– esos ratos que dedicamos especialmente al Señor, como este en
el que procuramos estar en su presencia, hablarle, pedirle... «Procura lograr
diariamente unos minutos de esa bendita soledad que tanta falta hace para tener
en marcha la vida interior»18.
Y junto a la oración, el hábito de mortificación en todo aquello que separa de
Dios y también en cosas de suyo lícitas, de las que nos privamos para
ofrecerlas al Señor.
En un
mundo de tantos reclamos externos necesitamos «esta estima por el silencio, esa
admirable e indispensable condición de nuestro espíritu, asaltado por tantos
clamores (...). Oh silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la
interioridad, la disponibilidad para escuchar las buenas inspiraciones y las
palabras de los verdaderos maestros. Enséñanos la necesidad y el valor de la
preparación del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de
la plegaria secreta que solo Dios ve»19.
De la
Virgen Nuestra Señora aprendemos a estimar cada día más ese silencio del
corazón que no es vacío sino riqueza interior, y que, lejos de separarnos de
los demás, nos acerca más a ellos, a sus inquietudes y necesidades.
1 Lc 2,
18. —
2 Lc 2,
51. —
3 Jn 1,
46. —
4 S.
Muñoz Iglesias, El Evangelio de María, Palabra, Madrid
1973, pp. 27-28. —
5 Ch.
Lubich, Meditaciones, Ciudad Nueva, Madrid 1989, p. 14.
—
6 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, Rialp, 17ª ed., Madrid
1984, p. 198. —
7 Santa
Teresa, Vida, 8, 2. —
8 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 14. —
9 Cfr. J.
Guitton, La Virgen María, Rialp, 2ª ed., Madrid 1964, p.
109. —
10 F.
Suárez, o. c., pp. 200-201. —
11 Cfr. Lc 81
2-3. —
12 Lc 8,
19-21. —
13 Mt 12,
49. —
14 Mc 3,
34. —
15 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
16 F.
Delclaux, El silencio creador, Rialp, Madrid 1969, p. 15.
—
17 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 738. —
18 ídem, Camino,
n. 304. —
19 Pablo
VI, Alocución en Nazareth, 5-I-1964.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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