Asdrúbal Aguiar 25 de septiembre de 2024
El más
reciente informe de la Misión Independiente de la ONU sobre los crímenes de
lesa humanidad ocurridos en Venezuela, cuya línea de mando encabeza Nicolás
Maduro Moros y para los que ha obrado una colusión en cadena entre los
titulares de los poderes públicos, es desgarrador. ¡Clama al cielo! Hace
inaceptable cualquier forma de normalización, pues media el mal absoluto, a
saber, “la transformación obligada de la naturaleza humana de manera que lo
esencial para vivir una vida humana queda aniquilada”. Sus líderes y
cooperadores, tal como lo reseña la obra colectiva Del mal radical a la
banalidad del mal (2012), ven a “los seres humanos superfluos”.
De allí que, ante ese informe, que sigue y se acumula a los adoptados durante los años 2020 a 2023 y como descripción renovada de los círculos del infierno descritos por el Dante, cabe, la consideración de un testigo de excepción, el último Papa, Benedicto XVI, quien de visita a los campos de concentración e inclinándose desde su interior ante las víctimas que allí sufrieron y murieron, rezaba en 2006 lo siguiente: “En un lugar como este se queda uno sin palabras; en el fondo sólo se puede guardar un silencio de estupor, un silencio que es un grito interior dirigido a Dios: Señor, ¿por qué callaste? ¿Por qué toleraste todo esto?”.
¿Qué
dicen o que deben decir sin callar, es lo que me pregunto y provoca una honda
desazón, quienes aún creen que se puede aminorar o atenuar a ese mal absoluto
radicado en Venezuela, o los que han sido y son funcionales o han cohabitado y
aún cohabitan con sus responsables para no enojarlos y hasta usufructuarlos?
A
propósito de los eventos previos y posteriores a la elección del 28 de julio,
de conjunto los ha calificado la CIDH como expresiones de “terrorismo de
Estado”. La ONU es más precisa y trágicamente elocuente: “Desde octubre de 2023
se reactivó la maquinaria represiva del Estado y se intensificó su
funcionamiento en anticipación al proceso electoral… se tornó masiva e
indiscriminada y se dirigió contra cualquier persona que expresó su rechazo a
los resultados electorales”. “Esto generó un clima de terror generalizado en la
población”, añade el informe antes de observar –en una suerte de regreso
imaginario a la Alemania nazi– que “las viviendas de familias percibidas como
opositoras o críticas fueron marcadas con una X”.
Sin
tapujos ni tamizaciones señalan los investigadores de la ONU que “(Edmundo)
González –el opositor a quien la soberanía le ha hecho entrega de un mandato
irrenunciable, obviamente desconocido por sus represores– “se vio forzado a
exiliarse en España por la persecución de la que fue objeto”. Y nada distinto
ocurre con el presidente electo, de lo que aquellos constatan en 2022 y 2023:
“Se obligó bajo coacción a varios detenidos a firmar o filmar declaraciones en
las que se incriminaban…” y “los malos tratos tuvieron por objeto extraer
confesiones inventadas o declaraciones falsas”.
A las
miles de víctimas del régimen militar represor instalado e investigado por la
Fiscalía de la Corte Penal Internacional se le agregan ahora 24 personas
asesinadas por armas de fuego, mientras Maduro Moros se solaza ordenando
detener a 2.229 personas que llama “terroristas”. No le bastó e incorpora a su
lista “158 niños y niñas, incluidos niños con discapacidad” y niñas que “fueron
sometidas a vejaciones sexuales mientras permanecían detenidas”.
Los
testimonios revelan el uso de fuerza letal, detenciones arbitrarias, torturas y
tratos crueles, desapariciones forzadas, violencia sexual, “por cuerpos de
seguridad y la participación de civiles armados actuando en connivencia con
dichos cuerpos”. “El Estado reactivó la modalidad más dura y violenta de su
maquinaria de represión”; “median crímenes de lesa humanidad” y una
“persecución fundada en motivos políticos”; y “los principales poderes públicos
abandonaron toda apariencia de independencia y se sometieron abiertamente al
Ejecutivo”, es decir, se encadenaron a su línea de mando para la ejecución de
los crímenes de lesa humanidad identificados.
En
contra de todo esto es que insurge la mayoría determinante de los venezolanos a
través del voto –de allí la exacerbación represora– el pasado 28 de julio. ¡Ya
basta! es su mandato inderogable e innegociable, más allá del nombre o de los
nombres de quienes los representen, sea González Urrutia o María Corina
Machado. Es sagrado, moral y jurídicamente. Es invulnerable, no transable, es
la línea roja que si se llega a traspasar quedarán disueltas la nación y sus
valores fundantes.
Servir
a la soberanía popular y a su exigencia de justicia, lo imponen las leyes
universales de la decencia, cuando se miran en las víctimas y en sus
humanidades lapidadas. Los enconos, el egoísmo, la avaricia, la corrupción de
la ética, las medianías, mal calzan con ese propósito. Y quienes se empeñan en
traficar por los pasillos del sincretismo moral, tras el 28 de julio, deberían
leer la lección de Benedicto XVI sobre lo vivido por él en su patria de origen:
“Hemos experimentado cómo el poder se separó del Derecho, se enfrentó a él;
cómo se pisoteó el Derecho, de manera que el Estado se convirtió en el
instrumento para la destrucción del Derecho; se transformó en una cuadrilla de
bandidos muy bien organizada, que podía amenazar el mundo entero y llevarlo
hasta el borde del abismo”.
Tras
más de 30 años de deconstrucción cultural y de la ética democrática, y desde
cuando el covid-19 nos hace ver a los venezolanos y reivindicar el valor de la
vida como don, algo muy positivo ocurrió entre nosotros. De allí la
ejemplaridad icónica del 28 de julio. En lo adelante sólo contarán quienes
entiendan, vuelvo a Ratzinger, que “servir al Derecho y combatir el dominio de
la injusticia es y sigue siendo el deber fundamental del político”. “No hacer
daño” es el principio que, a su vez, esgrime la Misión de la ONU. Es la
síntesis acabada del Decálogo.
Asdrúbal
Aguiar
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