Fernando Mires 20 de septiembre de 2024
Como
sucede con la mayoría de los conceptos que utilizamos en esta vida, ese
significante llamado dictadura no ha estado ligado, a lo largo de su historia,
al mismo significado.
Originariamente, durante la fase de formación del imperio romano -nos informamos a través de Maquiavelo- el término dictadura estaba lejos de tener un significado peyorativo (Discursos sobre la primera década de Tito Livio). Dictador quería decir, en un sentido literal, “el que dicta las leyes”. Al emperador, en condiciones de excepción, le era concedida por un plazo determinado la atribución de dictar leyes especiales (hoy las llamamos decretos). En cierto sentido el emperador ocupaba el rango de un comisionado del estamento dictador de leyes, fuera este un parlamento o un tribunal. Por lo tanto el de dictador era un cargo legal y legítimo a la vez, entendiendo por legitimidad lo que entendían los romanos: un derivado de la legalidad.
Para los romanos, no siendo sinónimos, la legitimidad
provenía de la legalidad. No existía, como en nuestros tiempos, la legitimidad
no legal. De acuerdo a su significación actual, a diferencia de la de los
romanos, una dictadura no proviene de la legalidad sino, en la mayoría de los
casos, de una ruptura con la legalidad.
Bajo dictadura designamos hoy al gobierno de una sola
persona, o familia, o partido, erigidos por sobre o en contra de la
Constitución sobre la base del ejercicio de la violencia o terror en contra de
la población o de una parte de ella, en un país o nación. Puede haber
dictaduras legítimas (las que se erigen en contra de otra dictadura, por
ejemplo) pero no puede haber, como en el caso de la Antigua Roma, dictaduras
legales.
Nótese: recién escribimos “en contra de la población”, no
en contra de la ciudadanía.
Bajo el actual concepto de dictadura, el pueblo, en
cuanto pierde su facultad de elegir, es decir, en cuanto pierde su soberanía,
deja de ser un pueblo político y se convierte en un pueblo puramente
demográfico (población) o, en algunas naciones (pienso en la Rusia de Putin) en
un pueblo cultural, o en otras, en un pueblo religioso (pienso en el Irán de
los ayatolas) o, como ha sido frecuente en América Latina, en masa
políticamente desarticulada. Precisamente eso ha ocurrido en Venezuela después
del 28 de julio de 2024.
El pueblo político, llamado ciudadanía, según todos los
datos e informaciones disponibles (que son muchas) eligió por amplia mayoría a
Edmundo Gonzáles Urrutia como presidente de la República. El gobierno, a su
vez, al ocultar los verdaderos resultados electorales mediante un monstruoso
fraude -tal vez solo comparable con el cometido por el dictador Lukaschenko en
Bielorrusia quién por lo demás fue mucho más hábil que Maduro al ocultar las
huellas del delito– hizo la transición, y en un solo día, de gobierno
autoritario formalmente legitimado, a una dictadura ilegal sustentada en la
violencia y en el terror. La dictadura de Maduro y de los delincuentes que
conforman su séquito, entre otros pocos, Diosdado Cabello, los hermanos Rodríguez,
Tarek Saab y, sobre todos, el general Padrino López, al negarse a dar a conocer
las actas de votación, aunque fuera para intentar desmentir el horroroso
fraude, no han hecho más que confirmar un delito de lesa patria.
A diferencia de otras dictaduras, Maduro no ha avanzado
hacia el poder conduciendo a masas victoriosas, no es portador de ninguna
revolución, no irrumpe al poder en contra de un gobierno ilegítimo sino desde
la propia ilegitimidad de su gobierno, repudiado por todos los gobiernos democráticos
de América y Europa, reconocido solo por otras dictaduras o por gobernantes de
naciones sin tradiciones democráticas.
El hasta ayer discípulo de Chávez –quien siempre gobernó
por mayoría y sin romper del todo con la Constitución que él mismo instauró– no
solo carece de legalidad sino también de legitimidad.
Cabe reiterar la diferencia: toda dictadura es ilegal,
pero no toda dictadura es ilegítima. La ilegalidad proviene de una ruptura con
la Constitución vigente. Por eso el derecho a la rebelión está reconocido por
la filosofía política pero no está, no puede estar, inscrito en ninguna
Constitución. Es un derecho abstracto y moral, si se quiere. Pero no un derecho
jurídico. La legitimidad proviene en cambio, si no de las leyes, del espíritu
de las leyes (para usar la expresión de Montesquieu). Ha habido, en efecto,
sublevaciones surgidas para restaurar el estado de derecho atropellado por una
dictadura y, por lo tanto, si no han sido constitucionales han sido
para-constitucionales.
Recordemos el ascenso al poder del sandinismo originario
(que no tiene nada que ver con el neo somozismo de Ortega) o el del joven Fidel
Castro quien prometió restaurar la Constitución de 1952 (léase su discurso de
defensa titulado La Historia me Absolverá por ejemplo). Maduro
en cambio, al violar a su propia Constitución no restaura nada. Es
definitivamente un gobernante ilegal y, al serlo, es también ilegítimo. Ni
siquiera puede recabar para sí alguna tradición o cultura. Y, por si fuera
poco, al no reconocer a la mayoría popular ha terminado por violar a la propia
tradición chavista. Tampoco tiene detrás de sí la legitimidad de alguna
sublevación, no solo porque en Venezuela nunca la ha habido, sino además porque
su asalto al poder fue dirigido en contra de la inmensa mayoría de su propia
nación. Visto en modo contrario: si ha habido alguna vez una sublevación en la
Venezuela reciente, esta fue la del 28 de julio, cuando, como si fuera un
plebiscito, el pueblo ciudadano, recurriendo a la vía pacífica, electoral y
constitucional, propinó un terminante NO al gobierno autoritario de
Maduro. No, Maduro no es un revolucionario, está muy lejos de serlo. Pero sí
está cerca de ser un contrarrevolucionario.
Carente de legalidad y de legitimidad, a Maduro, para
mantenerse en el poder, solo le quedaba la posibilidad de un golpe interno de
Estado. Sin los militares, Maduro no es nada. La suya es, en consecuencia, una
dictadura militar, una de las más brutales habidas en la historia
latinoamericana. Por eso mismo, Maduro, a diferencia de otros dictadores, no es
ni puede ser nunca un gobernante soberano. Por el contrario, es dependiente de
la voluntad de un puñado de generales en el poder. En sentido estricto, aunque
en ciertas ocasiones se vista ridículamente de militar, no pasa de ser, objetivamente
visto, un brazo civil del poder militar.
Soberano es quien decide sobre el estado de excepción, es
la conocida formulación, más jurídica que política, de Carl Schmitt (Legalität
und Legitimität). Dicha formulación es de acuerdo a una lógica empírica,
correcta. Soberano es quien está en condiciones de decidir y asumir el estado
de excepción en el sentido romano del término, pero – y esto fue lo que olvidó
Carl Schmitt– por esa misma razón, soberano debe ser también quien está en
condiciones de revocar el estado de excepción pues sin posibilidad de
revocación no puede haber excepción.
¿Puede Maduro revocar el estado de excepción y así
convertirse en un gobernante soberano? Desde un punto de vista teórico, sí
puede. Desde un punto de vista político, no parece posible. Dejar de ser el
representante de un estado de excepción supondría, en el caso de Maduro,
devolver la soberanía a quien constitucionalmente pertenece: al pueblo
venezolano. Como eso probablemente no lo va a hacer nunca, su dictadura está
condenada a convertirse en un estado de excepción en permanencia. Pues bien,
ahí reside también la vulnerabilidad de Maduro.
Al abandonar la vía constitucional, Maduro ha convertido
a la Constitución en la bandera principal de la oposición venezolana. Sin
quererlo, ha donado la constitucionalidad, y por lo mismo la legitimidad, a la
oposición democrática de su país. Esa es la gran diferencia entre la dictadura
de Maduro y muchas de las habidas en el pasado reciente. Todas, o casi todas,
han regido sobre la base de una cierta legitimidad de origen.
Hitler, como es sabido, al igual que Chávez en Venezuela,
accedió democráticamente al poder legitimado por el desorden político y
económico de la república de Weimar. Stalin llegó al poder como un continuador
de la revolución de octubre. Franco era representante de un movimiento
nacionalista, reaccionario, clerical, pero muy enraizado en las tradiciones
medievales de España. Castro accedió al poder en nombre de la Constitución de
1952 encabezando a una revolución nacional y popular en sus orígenes democrática.
Los sandinistas se erigieron en representantes de la tradición macional,
democrática y liberal pero nunca socialista de Sandino. Hasta Pinochet en Chile
asaltó a la Moneda facultado por una contrarrevolución numerosa que dio origen
al “poder gremial” hecho que precedió al golpe de estado. Incluso la autocracia
de Bukele en el Salvador puede reclamar para sí la legitimidad –muy sentida en
ese país– de la guerra en contra de la delincuencia. Maduro, en cambio, accede
a la presidencia de su país como resultado de un gigantesco robo electoral.
Quizás el más grotesco que conoce la historia contemporánea. Por eso
reiteramos: Maduro no solo es ilegal, además es ilegítimo. Carece de las dos
legitimidades básicas: la de origen y la de ejercicio.
Imitando a otras dictaduras Maduro y su banda han hecho
ingentes esfuerzos para adquirir un mínimo de legitimidad despues del crimen
político de julio. En ese punto ha tratado de imitar a las dictaduras más
tétricas del pasado. Así como Hitler invento a “los judíos” como enemigo
interno y externo para aunar “racialmente” a su nación; así como Stalin inventó
a una burguesía (apenas existente en Rusia) a la que había que eliminar, para
justificar sus crímenes en contra de cualquier opositor; así como Castro
inventó a “los gusanos” como mote para todos los que no estaban de acuerdo con
su traición constitucional; así como Pinochet inventó a “los marxistas”,
cabiendo dentro de esa categoría hasta curas y monjas que no aplaudían sus
espantosos crímenes, Maduro intenta inventar ahora una “derecha fascista” para
designar no solo a todos los opositores, sino también a la enorme mayoría de
gobiernos democráticos, incluyendo algunos de izquierda, los que en tres
continentes ya se han pronunciado en su contra.
¿Podrá sostenerse en el tiempo una dictadura tan ilegal y
tan ilegítima como la de Maduro? No lo sabemos. Este artículo no pretende ni
siquiera insinuar propuestas a una oposición que ya ha probado, en un corto
tiempo, adecuarse a circunstancias imprevistas, apelando a medios políticos,
sin esperar soluciones mágicas, manteniendo una línea que nunca debió haber
abandonado: pacífica, constitucional, democrática y, si es preciso nuevamente,
electoral.
Maduro gobierna resguardado detrás de sus máquinas de
matar. La oposición se mantiene esgrimiendo armas políticas, las que no matan a
nadie pero sí convencen a muchos. Pero la suerte todavía no está echada.
Fernando
Mires
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