Francisco Fernández-Carvajal 01 de marzo de 2019
—
Infancia espiritual y sencillez.
—
Manifestaciones de piedad y de naturalidad cristiana.
— Para
ser sencillos.
I. En
diversas ocasiones relata el Evangelio cómo los niños se acercaban a Jesús,
quien los acogía, los bendecía y los mostraba como ejemplo a sus discípulos.
Hoy nos enseña una vez más la necesidad de hacernos como uno de aquellos
pequeños para entrar en su Reino: En verdad os digo: quien no reciba el
Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y abrazándolos, los bendecía,
imponiéndoles las manos1.
En
esos niños que Jesús abraza y bendice están representados no solo todos los
niños del mundo, sino también todos los hombres, a quienes el Señor indica cómo
deben «recibir» el Reino de Dios.
Jesús
ilustra de una manera gráfica la doctrina esencial de la filiación divina: Dios
es nuestro Padre y nosotros sus hijos; nuestro comportamiento se resume en
saber hacer realidad la relación que tiene un buen hijo con un buen padre. Ese
espíritu de filiación divina lleva consigo el sentido de dependencia del Padre
del Cielo y el abandono confiado en su providencia amorosa, igual que un niño
confía en su padre; la humildad de reconocer que por nosotros nada podemos; la
sencillez y la sinceridad, que nos mueve a mostrarnos tal como somos2.
Volverse
interiormente como niños, siendo personas mayores, puede ser tarea costosa:
requiere reciedumbre y fortaleza en la voluntad, y un gran abandono en Dios.
«La infancia espiritual no es memez espiritual, ni “blandenguería”: es camino
cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir
llevada de la mano de Dios»3.
El cristiano decidido a vivir la infancia espiritual practica con más facilidad
la caridad, porque «el niño es una criatura que no guarda rencor, ni conoce el
fraude, ni se atreve a engañar. El cristiano, como el niño pequeño, no se aíra
si es insultado (...), no se venga si es maltratado. Más aún: el Señor le exige
que ore por sus enemigos, que deje la túnica y el manto a los que se lo llevan,
que presente la otra mejilla a quien le abofetea (cfr. Mt 5,
40)»4. El niño olvida con facilidad y no almacena los agravios. El
niño no tiene penas.
La
infancia espiritual conserva siempre un amor joven, porque la sencillez impide
retener en el corazón las experiencias negativas. «¡Has rejuvenecido!
Efectivamente, adviertes que el trato con Dios te ha devuelto en poco tiempo a
la época sencilla y feliz de la juventud, incluso a la seguridad y gozo –sin
niñadas– de la infancia espiritual... Miras a tu alrededor, y compruebas que a
los demás les sucede otro tanto: transcurren los años desde su encuentro con el
Señor y, con la madurez, se robustecen una juventud y una alegría indelebles;
no están jóvenes: ¡son jóvenes y alegres!
»Esta
realidad de la vida interior atrae, confirma y subyuga a las almas.
Agradéceselo diariamente “ad Deum qui laetificat iuventutem” —al Dios que llena
de alegría tu juventu»5.
Verdaderamente, el Señor alegra nuestra juventud perenne en los comienzos y en
los años de la madurez o de la edad avanzada. Dios es siempre la mayor alegría
de la vida, si vivimos delante de Él como hijos, como hijos pequeños siempre
necesitados.
II. La
filiación divina engendra devociones sencillas, pequeñas obras de obsequio a
Dios Nuestro Padre, porque un alma llena de amor no puede permanecer inactiva6.
Es el cristiano, que ha necesitado de toda la fortaleza para hacerse niño,
quien puede dar su verdadero sentido a las devociones pequeñas. Cada uno ha de
tener «piedad de niños y doctrina de teólogos», solía decir San Josemaría
Escrivá. La formación doctrinal sólida ayuda a dar sentido a la mirada que
dirigimos hacia una imagen de Nuestra Señora y a convertir esa mirada en un
acto de amor, o a besar un crucifijo, y a no permanecer indiferente ante una
escena del Vía Crucis. Es la piedad recia y honda, amor verdadero,
que necesita expresarse de alguna forma. Dios nos mira entonces complacido,
como el padre mira al hijo pequeño, a quien quiere más que a todos los negocios
del mundo.
La fe
sencilla y profunda lleva a manifestaciones concretas de piedad, colectivas o
personales, que tienen una razón de ser humana y divina. A veces, son
costumbres piadosas del pueblo cristiano que nos han transmitido nuestros
mayores en la intimidad del hogar y en el seno de la Iglesia. Junto al deseo de
mejorar más y más la personal formación doctrinal –la más
profunda que podamos adquirir en nuestras circunstancias personales–, hemos de
vivir con amor esos detalles sencillos de piedad que nos hemos inventado
nosotros o que han servido, durante muchas generaciones, para amar a Dios a
tantas gentes diversas, que agradaron a Dios porque se hicieron como
niños. Así, desde los orígenes de la Iglesia ha sido costumbre adornar con
flores los altares y las imágenes santas, besar el crucifijo o el rosario,
tomar agua bendita y santiguarse...
En
algunos lugares, al no apreciarlas como manifestaciones de amor, algunos
rechazan estas piadosas y sencillas costumbres del pueblo cristiano, que
consideran equivocadamente propias de un «cristiano infantil». Han olvidado
estas palabras del Señor: quien no reciba el Reino de Dios como un
niño, no entrará en él; no quieren tener presente que delante de Dios
siempre somos como hijos pequeños y necesitados, y que en la vida humana el
amor se expresa frecuentemente en detalles de escaso relieve. Estas muestras de
afecto, observadas desde fuera, sin amor y sin comprensión, con crítica
objetividad, carecerían de sentido. Sin embargo, ¡cuántas veces se habrá
conmovido el Señor por la oración de los niños y de los que por amor se hacen
como ellos!
Los Hechos
de los Apóstoles han dejado constancia de cómo los primeros cristianos
alumbraban con abundantes luces las salas donde celebraban la Sagrada
Eucaristía7, y gustaban de encender sobre los sepulcros de los mártires
lamparillas de aceite hasta que se consumían. San Jerónimo elogia de este modo
a un buen sacerdote: «Adornaba las basílicas y capillas de los mártires con
variedad de flores, ramaje de árboles y pámpanos de viñas, de suerte que todo
lo que agradaba en la iglesia, ya fuera por su orden o por su gracia, era
testimonio del trabajo y fervor del presbítero»8.
Son pequeñas manifestaciones externas de piedad, apropiadas a la naturaleza
humana, que necesita de las cosas sensibles para dirigirse a Dios y expresarle
adecuadamente sus necesidades y deseos.
Otras
veces la sencillez tendrá manifestaciones de audacia: cuando
estamos recogidos en la oración, o cuando caminamos por la calle, podemos
decirle al Señor cosas que no nos atreveríamos a decir –por pudor– delante de
otras personas, porque pertenecen a la intimidad de nuestro trato. Sin
embargo, es necesario que sepamos –y nos atrevamos– decirle a Él
que le queremos, pero que nos haga más locos de Amor por Él...; que, si lo
desea, estamos dispuestos a clavarnos más en la Cruz...; que le ofrecemos
nuestra vida una vez más... Y esa audacia de la vida de infancia debe
desembocar en propósitos concretos.
III. La
sencillez es una de las principales manifestaciones de la infancia espiritual.
Es el resultado de haber quedado inermes ante Dios, como el niño ante su padre,
de quien depende y en quien confía. Delante de Dios no cabe el aparentar o el
disimular los defectos o los errores que hayamos cometido, y también hemos de
ser sencillos al abrir nuestra alma en la dirección espiritual personal,
manifestando lo bueno, lo malo y lo dudoso que haya en nuestra vida.
Somos
sencillos cuando mantenemos una recta intención en el amor al Señor. Esto nos
lleva a buscar siempre y en todo el bien de Dios y de las almas, con voluntad
fuerte y decidida. Si se busca a Dios, el alma no se enreda ni se complica
inútilmente por dentro; no busca lo extraordinario; hace lo que debe, y procura
hacerlo bien, de cara a Él. Habla con claridad: no se expresa con medias
verdades, ni anda continuamente con restricciones mentales. No es ingenuo,
pero tampoco suspicaz; es prudente, pero no receloso.
En definitiva, vive la enseñanza del Maestro: Sed prudentes como las
serpientes y sencillos como las palomas9.
«Por
este camino llegarás, amigo mío, a una gran intimidad con el Señor: aprenderás
a llamar a Jesús por su nombre y a amar mucho el recogimiento. La disipación,
la frivolidad, la superficialidad y la tibieza desaparecerán de tu vida. Serás
amigo de Dios: y en tu recogimiento, en tu intimidad, gozarás al considerar
aquellas frases de la Escritura: Loquebatur Deus ad Moysem facie ad
faciem, sicut solet loqui homo ad amicum suum. Dios hablaba a Moisés cara a
cara, como suele hablar un hombre con su amigo»10.
Oración que se expresa a lo largo del día en actos de amor y de desagravio, en
acciones de gracias, en jaculatorias a la Virgen, a San José, al Ángel
Custodio...
Nuestra
Señora nos enseña a tratar al Hijo de Dios, su Hijo, dejando a un lado las
fórmulas rebuscadas. Nos resulta fácil imaginarla preparando la comida,
barriendo la casa, cuidando de la ropa... Y en medio de estas tareas se
dirigirá a Jesús con confianza, con delicado respeto, ¡pues bien sabía Ella que
era el Hijo del Altísimo!, y con inmenso amor. Le exponía sus necesidades o las
de otros (¡No tienen vino!, le dirá en la boda de aquellos amigos o
parientes de Caná), le cuidaba, le prestaba los pequeños servicios que se dan
en la convivencia diaria, le miraba, pensaba en Él..., y todo eso era perfecta
oración.
Nosotros
necesitamos manifestar a Dios nuestro amor. Lo expresaremos en muchos momentos
a través de la Santa Misa, de las oraciones que la Iglesia nos propone en la
liturgia..., o a través de una visita de pocos minutos
mientras transcurre el ajetreo diario, o colocando unas flores a los pies de
una imagen de María, Madre de Dios y Madre nuestra. Pidámosle hoy que nos dé un
corazón sencillo y lleno de amor para tratar a su Hijo, que aprendamos de los
niños, que con tanta confianza se dirigen a sus padres y a las personas que
quieren.
1 Mc 10,
13-16. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, nota
a Mc 10, 13-26. —
3 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 855. —
4 San
Máximo de Turín, Homilía 58. —
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 79. —
6 Cfr. Santa
Teresa de Lisieux, Historia de un alma, X, 41. —
7 Hech 20,
7-8. —
8 San
Jerónimo, Epístola 60, 12. —
9 Mt 10,
16. —
10 S.
Canals, Ascética Meditada, p. 145.
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