Francisco Fernández-Carvajal 04 de marzo de 2019
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Necesidad de un desasimiento efectivo de los bienes materiales para seguir a
Cristo.
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Jesús es infinitamente generoso en su recompensa a quienes le siguen.
—
Siempre vale la pena seguir a Cristo. El ciento por
uno aquí en la tierra y la vida eterna junto a Dios en el Cielo.
I. Después
del encuentro con el joven rico que considerábamos ayer, Jesús y sus discípulos
emprendieron de nuevo el camino hacia Jerusalén. En todos había quedado grabada
la triste despedida de este adolescente que estaba muy apegado a sus
posesiones, y las fuertes palabras de Jesús hacia aquellos que por un desordenado
amor a los bienes de la tierra no son capaces –no quieren– de seguirle. Ahora,
ya en el camino, probablemente para romper el silencio que ha provocado la
escena anterior, Pedro dice a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos
dejado todo y te hemos seguido1.
San Mateo recogió con toda claridad el sentido de las palabras de Pedro: ¿qué
recompensa tendremos?2.
¿Qué vamos a recibir?
San
Agustín, al comentar este pasaje del Evangelio de la Misa de hoy, nos interpela
con estas palabras: «Te pregunto a ti, alma cristiana. Si se te dijese lo que a
aquel rico: Vete, vende también tú todas las cosas y tendrás
un tesoro en el cielo, y ven y sigue a Cristo, ¿te irías
triste como él?»3.
Nosotros,
como los Apóstoles, hemos dejado lo que el Señor nos ha ido pidiendo, cada uno
según su vocación, y tenemos el firme empeño de romper cualquier atadura que
nos impida correr hasta Cristo y seguirle. Hoy podemos renovar el propósito de
poner al Señor como centro de la propia existencia con un desasimiento efectivo,
con hechos, de lo que tenemos y usamos para que, como San Pablo, podamos
decir: Todo lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo4.
Ciertamente, «el que conoce las riquezas de Cristo Señor nuestro, por ellas
desprecia todas las cosas; para este son basuras las haciendas, las riquezas y
los honores. Porque nada hay que pueda compararse con aquel tesoro supremo, ni
siquiera que pueda ponerse en su presencia»5.
Ninguna cosa tiene valor en comparación con Cristo.
Nosotros
lo hemos dejado todo... «¿Qué has dejado, Pedro? Una
navichuela y una red. Él, sin embargo, podría responderme: He dejado todo el
mundo, ya que nada he guardado para mí (...). Lo abandonaron todo (...) y
siguieron a quien hizo el mundo, y creyeron en sus promesas»6,
como queremos hacer nosotros. Podemos decir que lo hemos dejado todo cuando
nada se interpone en nuestro amor a Cristo. El Señor exige –lo hemos
considerado repetidamente, porque es un punto esencial para seguirle– la virtud
de la pobreza a todos sus discípulos, de cualquier tiempo y en cualquier
situación en la que los hayan colocado las circunstancias de la vida; también
pide la austeridad real y efectiva en la posesión y uso de los bienes
materiales, y ello incluye «mucha generosidad, innumerables sacrificios y un
esfuerzo sin descanso»7,
llega a decir Pablo VI; para ello es necesario aprender a vivir de modo
práctico esta virtud en la vida corriente de todos los días: a la hora de
ahorrar gastos inútiles evitando los caprichos personales, en el
aprovechamiento del tiempo, al vivir la virtud de la generosidad en las cosas
de Dios; igualmente, en el sostenimiento de obras buenas, en el cuidado de la
ropa, de los muebles, de los utensilios del hogar...
También
a quienes han recibido en medio del mundo y en el ejercicio de su profesión una
llamada más específica al apostolado –como aquellos Doce– les puede
pedir el Señor un desprendimiento total de bienes, riquezas, tiempo, familia,
etc., en razón de una más plena disponibilidad en servicio de la Iglesia y de
las almas.
II.
Lo hemos dejado todo... Cuántas veces hemos experimentado, al
responder con nueva generosidad ante las exigencias de la vocación cristiana,
que el desprendimiento efectivo de los bienes lleva consigo la liberación de un
peso considerable: como el soldado que se despoja de su impedimenta al entrar
en combate para estar más ágil de movimientos. Saboreamos así, en el servicio
de Dios, un señorío sobre las cosas que nos rodean: ya no se es esclavo de
ellas y se vive con gozo aquello a lo que aludía San Pablo: estamos en el mundo como
quienes nada tenemos, pero todo lo poseemos8.
El corazón del cristiano que de esta manera se ha despojado del egoísmo se
llena más fácilmente de la caridad, y con ella todas las cosas son suyas: Todo
es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios9.
Pedro
recuerda a Jesús que, a diferencia del joven que acaban de dejar, ellos lo
abandonaron todo por Él. Simón no mira atrás, pero parece tener necesidad de
unas palabras del Maestro que les reafirme en que han salido ganando en el
cambio, que vale la pena estar junto a Él, aunque no posean nada. El Apóstol se
manifiesta muy humano, pero su pregunta expresa a la vez la confianza que le
unía al Señor. Jesús se llenó de ternura ante aquellos que, a pesar de sus
defectos, le seguían con fidelidad: En verdad os digo que no hay nadie
que habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o
campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en
casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el
siglo venidero, la vida eterna... «¡A ver si encuentras, en la tierra,
quien pague con tanta generosidad!»10.
No se queda corto Jesús. Ni un vaso de agua fría –una limosna, un servicio,
cualquier buena acción– dado por Cristo quedará sin su recompensa11.
Seamos sinceros al examinar cómo vivimos el desprendimiento, la pobreza:
¿podemos afirmar ante Dios que lo hemos dejado todo?
Si es
así, Jesús no dejará de confirmarnos en el camino. Quien tiene en cuenta hasta
la más pequeña de las acciones, ¿cómo podrá olvidar la fidelidad de día tras
día por puro amor? Quien multiplicó panes y peces para una multitud que le
sigue unas jornadas, quizá sin mucha rectitud de intención, ¿qué no hará por
los que hayan dejado todo para seguirle siempre? Si estos que van en pos de Él
tuvieran necesidad de una ayuda particular para seguir adelante, ¿cómo podrá
olvidarse Jesús?, ¿qué nos negará nuestro Padre Dios cuando acudimos a Él ante
la falta de medios? «Solo por volver a Él su hijo, después de traicionarle,
prepara una fiesta, ¿qué nos otorgará, si siempre hemos procurado quedarnos a
su lado?»12.
Las
palabras de Cristo dieron seguridad a quienes le acompañaban aquel día camino
de Jerusalén, y a cuantos a través de los siglos, después de haber entregado
todo al Señor, de nuevo buscan en la enseñanza del Señor la firmeza de la fe y
de la entrega. La promesa de Cristo rebasa con creces toda la felicidad que el
mundo puede dar. Él nos quiere felices también aquí en la tierra: quienes le
siguen con generosidad obtienen, ya en esta vida, un gozo y una paz que superan
con mucho las alegrías y consuelos humanos. Y a este gozo y paz, anticipo del
Cielo, hay que añadir la bienaventuranza eterna. «Son dos horas de vida y
grandísimo el premio; y cuando no hubiera ninguno, sino cumplir lo que nos
aconsejó el Señor, es grande la paga en imitar en algo a Su Majestad»13.
III.
«A los hombres y a los animales, Señor –dice el
salmista–, aseguráis la salud en proporción a la extensión inmensa de
vuestra compasiva bondad (Sal 35, 7). Si Dios concede a
todos, a los buenos y a los malos, a los hombres y a los animales, un don tan
precioso, hermanos míos, ¿qué no reservará a aquellos que le son fieles?»14.
Vale la pena seguir al Señor, serle fieles en todo momento, darlo todo por Él,
ser generosos sin medida. Él nos dice, a través de San Juan Crisóstomo: «El oro
que piensas prestar, dámelo a mí, que te pagaré más intereses y con más
seguridad. El cuerpo que piensas alistar en la milicia de otro, alístalo en la
mía, porque yo supero a todos en paga y retribución... Su amor es grande. Si
deseas prestarle, Él está dispuesto a recibir. Si quieres sembrar, Él vende la
semilla; si construir, Él te dice: edifica en mis solares. ¿Por qué corres tras
las cosas de los hombres, que son pobres mendigos y nada pueden? Corre en pos
de Dios, que por cosas pequeñas te da otras grandes»15.
No
debemos olvidar que a la recompensa el Señor añade con persecuciones,
porque estas también son un premio para los discípulos de Cristo; la gloria del
cristiano es asemejarse a su Maestro, tomando parte en su Cruz para
participar con Él en su gloria16.
Si llegan estas pruebas, en sus formas más diversas (la persecución sangrienta,
la calumnia, la discriminación profesional, la burla...), debemos entender que
podemos convertirlas en un bien, parte del premio, pues permite el Señor que
participemos de su Cruz y nos unamos más a Él.
Quien
es fiel a Cristo tiene prometido el Cielo para siempre. Oirá la voz del Señor,
a quien ha procurado servir aquí en la tierra, que le dice: Ven, bendito de mi
Padre, al Cielo que tenía preparado desde la creación del mundo17.
Oír estas palabras de bienvenida a la eternidad ya compensa todo aquello que
dejamos a un lado para seguir mejor a Cristo, o lo poco que hubimos de padecer
por Él. Se entra en la eternidad de la mano de Jesús.
Y
aunque seguimos a Cristo por amor, si llegara el momento en que todo parece
costar un poco más, nos vendrá bien repetir despacio alguna jaculatoria que nos
ayude a pensar en el premio: vale la pena, vale la pena, vale la pena.
Saldrá así fortalecida la esperanza y se hará seguro el caminar.
Si
tenemos a Jesucristo, ninguna otra cosa echaremos en falta. De la vida de Santo
Tomás de Aquino se cuenta que un día le dijo Nuestro Señor: «Has escrito bien
de mí, Tomás, ¿qué recompensa deseas?». «Señor –respondió el Santo–, ninguna
más que a Ti.» Tampoco nosotros queremos otra cosa: con Jesús, cerca de Él,
andaremos por la vida llenos de alegría.
Que
Santa María consiga para nosotros, con su intercesión poderosa, disposiciones
firmes de desprendimiento y generosidad, y de esta forma, como Ella supo
hacerlo, contagiemos a nuestro alrededor un clima alegre de amor a la pobreza
cristiana.
1 Mc 10,
28-31. —
2 Mt 19,
27. —
3 San
Agustín, Sermón 301 A, 5. —
4 Flp,
3, 8. —
5 Catecismo
Romano, IV, 11, n. 15 —
6 San
Agustín, loc. cit., 4. —
7 Pablo VI,
Enc. Populorum progressio, 26-III-67. —
8 2
Cor 6, 10. —
9 1
Cor 3, 22-23. —
10 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 670. —
11 Cfr. Mt 10,
42. —
12 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 309. —
13 Santa
Teresa, Camino de perfección, 2, 7. —
14 San
Agustín, Sermón 255, sobre el «alleluia». —
15 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 76, 4. —
16 Rom 8,
17. —
17 Cfr. Mt 25,
34.
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