Francisco Fernández-Carvajal 09 de abril de
2020
@hablarcondios
— En el Calvario. Jesús
pide perdón por quienes le maltratan y crucifican.
— Cristo crucificado:
se consuma la obra de nuestra Redención.
— Jesús nos da a su
Madre como Madre nuestra. Los frutos de la Cruz. El buen ladrón.
I. Jesús es clavado
en la cruz. Y canta la liturgia: ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la
Vida empieza...!1.
Toda la vida de Jesús está dirigida a este momento
supremo. Ahora apenas logra llegar, jadeando y exhausto, a la cima de aquel
pequeño altozano llamado «lugar de la calavera». Enseguida lo tienden sobre el
suelo y comienzan a clavarle en el madero. Introducen los hierros primero en
las manos, con desgarro de nervios y carne. Luego es izado hasta quedar erguido
sobre el palo vertical que está fijo en el suelo. A continuación le clavan los
pies. María, su Madre, contempla toda la escena.
El Señor está firmemente clavado en la cruz. «Había
esperado en ella muchos años, y aquel día se iba a cumplir su deseo de redimir
a los hombres (...). Lo que hasta Él había sido un instrumento infame y
deshonroso, se convertía en árbol de vida y escalera de gloria. Una honda
alegría le llenaba al extender los brazos sobre la cruz, para que supieran
todos que así tendría siempre los brazos para los pecadores que se acercaran a
Él: abiertos (...).
»Vio, y eso le llenó de alegría, cómo iba a ser amada
y adorada la cruz, porque Él iba a morir en ella. Vio a los mártires, que, por
su amor y por defender la verdad, iban a padecer un martirio semejante. Vio el
amor de sus amigos, vio sus lágrimas ante la cruz. Vio el triunfo y la victoria
que alcanzarían los cristianos con el arma de la cruz. Vio los grandes milagros
que con la señal de la cruz se iban a hacer a lo largo del mundo. Vio tantos
hombres que, con su vida, iban a ser santos, porque supieron morir como Él y
vencieron al pecado»2.
Contempló tantas veces cómo nosotros íbamos a besar un crucifijo; nuestro
recomenzar en tantas ocasiones...
Jesús está elevado en la cruz. A su alrededor hay un
espectáculo desolador; algunos pasan y le injurian; los príncipes de los
sacerdotes, más hirientes y mordaces, se burlan; y otros, indiferentes, miran
el acontecimiento. Muchos de los allí presentes le habían visto bendecir, e
incluso hacer milagros. No hay reproches en los ojos de Jesús, solo piedad y
compasión. Le ofrecen vino con mirra. Dad licor a los miserables y vino
a los afligidos: que bebiendo olviden su miseria y no se acuerden más de sus
dolores3. Era costumbre reservar estos gestos humanitarios con los
condenados. La bebida –un vino fuerte con algo de mirra– adormecía y aliviaba
el terrible sufrimiento.
El Señor lo probó por gratitud al que se lo ofrecía,
pero no quiso tomarlo, para apurar el cáliz del dolor. ¿Por qué tanto
padecimiento?, se pregunta San Agustín. Y responde: «Todo lo que padeció es el
precio de nuestro rescate»4.
No se contentó con sufrir un poco: quiso agotar el cáliz sin reservarse nada,
para que aprendiéramos la grandeza de su amor y la bajeza del pecado. Para que
fuéramos generosos en la entrega, en la mortificación, en el servicio a los
demás.
II. La crucifixión
era la ejecución más cruel y afrentosa que conoció la antigüedad. Un ciudadano
romano no podía ser crucificado. La muerte sobrevenía después de una larga
agonía. A veces, los verdugos aceleraban el final del crucificado
quebrantándole las piernas. Desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días
muchos son los que se niegan a aceptar a un Dios hecho hombre que muere en un
madero para salvarnos: el drama de la cruz sigue siendo motivo de
escándalo para los judíos y locura para los gentiles5.
Desde siempre, ahora también, ha existido la tentación de desvirtuar el sentido
de la Cruz.
La unión íntima de cada cristiano con su Señor
necesita de ese conocimiento completo de su vida, también de este capítulo de
la Cruz. Aquí se consuma nuestra Redención, aquí encuentra sentido el dolor en
el mundo, aquí conocemos un poco la malicia del pecado y el amor de Dios por
cada hombre. No quedemos indiferentes ante un Crucifijo.
«Ya han cosido a Jesús al madero. Los verdugos han
ejecutado despiadadamente la sentencia. El Señor ha dejado hacer, con
mansedumbre infinita.
»No era necesario tanto tormento. Él pudo haber
evitado aquellas amarguras, aquellas humillaciones, aquellos malos tratos,
aquel juicio inicuo, y la vergüenza del patíbulo, y los clavos, y la lanza...
Pero quiso sufrir todo eso por ti y por mí. Y nosotros, ¿no vamos a saber
corresponder?
»Es muy posible que en alguna ocasión, a solas con un
crucifijo, se te vengan las lágrimas a los ojos. No te domines... Pero procura
que ese llanto acabe en un propósito»6.
III. Los
frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de
reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: Señor, acuérdate de mí cuando
estés en tu reino. Le habla con la confianza que le otorga el ser compañero
de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus
milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta
su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha
hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante
las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor.
Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado
final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se
unió a Jesús. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de
ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor.
Otros muchos se convertirían al meditar los hechos de la Pasión recogidos por
los Evangelistas.
Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos,
aquella voz que le reconocía como Dios. Debió producir alegría en su corazón,
después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que
hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso7.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el
mundo de paz, de gracia, de perdón, de felicidad en las almas, de salvación.
Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la
cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: el Hijo
de Dios me amó y se entregó por mí8.
No ya por «nosotros», de modo genérico, sino por mí, como si fuese
único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar
se celebra la Santa Misa9.
«Jesucristo quiso someterse por amor, con plena
conciencia, entera libertad y corazón sensible (...). Nadie ha muerto como
Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él,
porque era la misma pureza»10.
Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de
Jesús en la Cruz. Solo nuestro «no querer» puede hacer baldía la Pasión de
Cristo.
Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas
mujeres. También está allí Juan, el más joven de los Apóstoles. Jesús,
viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su
madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y
desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa11.
Jesús, después de darse a sí mismo en la Última Cena, nos da ahora lo que más
quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él
nos da a María como Madre nuestra.
Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se
preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda fidelidad el Cuarto Mandamiento del
Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. «La Santísima Virgen
avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con
el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de
pie (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y
asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en
la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue
dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo»12.
«Se apaga la luminaria del cielo, y la tierra queda
sumida en tinieblas. Son cerca de las tres, cuando Jesús exclama:
»—Elí, Elí, lamma sabachtani?! Esto es: Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27,
46).
»Después, sabiendo que todas las cosas están a punto
de ser consumadas, para que se cumpla la Escritura, dice:
»—Tengo sed (Jn 19,
28).
»Los soldados empapan en vinagre una esponja, y
poniéndola en una caña de hisopo se la acercan a la boca. Jesús sorbe el
vinagre, y exclama:
»—Todo está cumplido (Jn 19,
30).
»El velo del templo se rasga, y tiembla la tierra,
cuando clama el Señor con una gran voz:
»—Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).
»Y expira.
»Ama el sacrificio, que es fuente de vida interior.
Ama la Cruz, que es altar del sacrificio. Ama el dolor, hasta beber, como
Cristo, las heces del cáliz»13.
Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por
eso le cantamos con el himno litúrgico: «¡Oh dulce fuente de amor!, hazme
sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras
de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu
corazón compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more...»14.
1 Himno
Crux fidelis. Adoración de la Cruz .—
2 L.
de la Palma, La Pasión del Señor, pp. 168-169. —
3 Prov 31,
6-7. —
4 San
Agustín, Comentario sobre el salmo 21, 11, 8. —
5 Cfr. 1
Cor 1, 23. —
6 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, XI, 1. —
7 Lc 23,
43. —
8 Gal 2,
20. —
9 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 3 y Oración sobre
las Ofrendas del Domingo II del tiempo ordinario. —
10 R.
Guardini, El Señor, Madrid 1956, vol. II, p. 170. —
11 Jn 19,
26-27. —
12 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
13 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, XII. —
14 Himno Stabat
Mater.
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