Felix María Arocena 04 de abril de 2020
La
Semana Santa es el centro del año litúrgico: revivimos en estos días los
momentos decisivos de nuestra redención. La Iglesia nos lleva de la mano, con
su sabiduría y su creatividad, del Domingo de Ramos a la Cruz y a la
Resurrección.
En
el corazón del año litúrgico late el Misterio pascual, el Triduo del Señor
crucificado, muerto y resucitado. Toda la historia de la salvación gira en
torno a estos días santos, que pasaron desapercibidos para la mayor parte de
los hombres, y que ahora la Iglesia celebra «desde donde sale el sol hasta el
ocaso»[1]. Todo el año litúrgico, compendio de la
historia de Dios con los hombres, surge de la memoria que la
Iglesia conserva de la hora de Jesús: cuando, «habiendo amado
a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin»[2].
La Iglesia despliega en estos días su sabiduría
maternal para meternos en los momentos decisivos de nuestra redención: a poco
que no ofrezcamos resistencia, nos vemos arrastrados por el recogimiento con
que la liturgia de la Semana Santa nos introduce en la Pasión; la unción con la
que nos mueve a velar junto al Señor; el estallido de gozo que mana de la
Vigilia de la Resurrección. Muchos de los ritos que vivimos estos días echan
sus raíces en muy antiguas tradiciones; su fuerza está aquilatada por la piedad
de los cristianos y por la fe de los santos de dos milenios.
El Domingo de Ramos
El Domingo de Ramos es como el pórtico que precede y
dispone al Triduo pascual:«este umbral de la Semana Santa, tan próximo ya el
momento en el que se consumó sobre el Calvario la Redención de la humanidad
entera, me parece un tiempo particularmente apropiado para que tú y yo
consideremos por qué caminos nos ha salvado Jesús Señor Nuestro; para que
contemplemos ese amor suyo —verdaderamente inefable— a unas pobres criaturas,
formadas con barro de la tierra»[3]
Cuando los primeros fieles escuchaban la proclamación
litúrgica de los relatos evangélicos de la Pasión y la homilía que pronunciaba
el obispo, se sabían en una situación bien distinta de la de quien asiste a una
mera representación: «para sus corazones piadosos, no había diferencia entre
escuchar lo que se había proclamado y ver lo que había sucedido»[4]. En los relatos de la Pasión, la entrada
de Jesús en Jerusalén es como la presentación oficial que el Señor hace de sí
mismo como el Mesías deseado y esperado, fuera del cual no hay salvación. Su
gesto es el del Rey salvador que viene a su casa. De entre los suyos, unos no
lo recibieron, pero otros sí, aclamándole como el Bendito que
viene en nombre del Señor[5].
El Señor, siempre presente y operante en la Iglesia,
actualiza en la liturgia, año tras año, esta solemne entrada en el «Domingo de Ramos
en la Pasión del Señor», como lo llama el Misal. Su mismo nombre insinúa una
duplicidad de elementos: triunfales unos, dolorosos otros. «En este día —se lee
en la rúbrica— la Iglesia recuerda la entrada de Cristo, el Señor, en Jerusalén
para consumar su Misterio pascual»[6]. Su llegada está rodeada de aclamaciones
y vítores de júbilo, aunque las muchedumbres no saben entonces hacia dónde se
dirige realmente Jesús, y se toparán con el escándalo de la Cruz. Nosotros, sin
embargo, en el tiempo de la Iglesia, sí que sabemos cuál es la dirección de los
pasos del Señor: Él entra en Jerusalén «para consumar su misterio pascual». Por
eso, para el cristiano que aclama a Jesús como Mesías en la procesión del
domingo de Ramos, no es una sorpresa encontrarse, sin solución de continuidad,
con la vertiente dolorosa de los padecimientos del Señor.
Es ilustrativo el modo en que la liturgia nos traduce
este juego de tinieblas y de luz en el designio divino: el Domingo de Ramos no
reúne dos celebraciones cerradas, yuxtapuestas. El rito de entrada de la Misa
no es otro que la procesión misma, y esta desemboca directamente en la colecta
de la Misa. «Dios todopoderoso y eterno, tú quisiste —nos dirigimos al Padre—
que nuestro Salvador se hiciese hombre y muriese en la cruz»[7]: aquí todo habla ya de lo que va a
suceder en los días siguientes.
El Jueves Santo
El Triduo pascual comienza con la Misa vespertina de
la Cena del Señor. El Jueves Santo se encuentra entre la Cuaresma que termina y
el Triduo que comienza. El hilo conductor de toda la celebración de este día,
la luz que lo envuelve todo, es el Misterio pascual de Cristo, el corazón mismo
del acontecimiento que se actualiza en los signos sacramentales.
La acción sagrada se centra en aquella Cena en que
Jesús, antes de entregarse a la muerte, confió a la Iglesia el testamento de su
amor, el Sacrificio de la Alianza eterna[8].
«Mientras instituía la Eucaristía, como memorial
perenne de Él y de su Pascua, puso simbólicamente este acto supremo de la
Revelación a la luz de la misericordia. En este mismo horizonte de la
misericordia, Jesús vivió su pasión y muerte, consciente del gran misterio del
amor de Dios que se habría de cumplir en la cruz»[9]. La liturgia nos introduce de un modo
vivo y actual en ese misterio de la entrega de Jesús por nuestra salvación.
«Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la
quita, sino que yo la doy libremente»[10]. El fiat del Señor que
da origen a nuestra salvación se hace presente en la celebración de la Iglesia;
por eso la Colecta no vacila en incluirnos, en presente, en la Última Cena: «Sacratissimam,
Deus, frequentantibus Cenam…», dice el latín, con su habitual capacidad de
síntesis; «nos has convocado hoy para celebrar aquella misma memorable Cena»[11].
Este es «el día santo en que nuestro Señor Jesucristo
fue entregado por nosotros»[12]. Las palabras de Jesús, «me voy, y
vuelvo a vosotros y os conviene que me vaya, porque si no me voy, el Paráclito
no vendrá a vosotros»[13] nos introducen en el misterioso
vaivén entre ausencia y presencia del Señor que preside todo el Triduo pascual
y, desde él, toda la vida de la Iglesia. Por eso, ni el Jueves Santo, ni los
días que lo siguen, son sin más jornadas de tristeza o de luto: ver así el
Triduo sacro equivaldría a retroceder a la situación de los discípulos,
anterior a la Resurrección. «La alegría del Jueves Santo arranca de ahí: de
comprender que el Creador se ha desbordado en cariño por sus criaturas»[14]. Para perpetuar en el
mundo este cariño infinito que se concentra en su Pascua, en su tránsito de
este mundo al Padre, Jesús se nos entrega del todo, con su Cuerpo y su Sangre,
en un nuevo memorial: el pan y el vino, que se convierten en «pan de vida» y «bebida
de salvación»[15]. El Señor ordena que, en adelante, se
haga lo mismo que acaba de hacer, en conmemoración suya[16], y nace así la Pascua de la Iglesia, la
Eucaristía.
Hay dos momentos de la celebración que resultan muy
elocuentes, si los vemos en su mutua relación: el lavatorio de los pies y la reserva
del Santísimo Sacramento. El lavatorio de los pies a los Doce anuncia, pocas
horas antes de la crucifixión, el amor más grande: «el de dar uno la vida por
sus amigos»[17]. La liturgia revive este gesto, que
desarmó a los apóstoles, en la proclamación del Evangelio y en la posibilidad
de realizar la ablución de los pies de algunos fieles. Al concluir la Misa, la
procesión para la reserva del Santísimo Sacramento y la adoración de los fieles
revela la respuesta amorosa de la Iglesia a aquel inclinarse humilde del Señor
sobre los pies de los Apóstoles. Ese tiempo de oración silenciosa, que se
adentra en la noche, invita a rememorar la oración sacerdotal de Jesús en el
Cenáculo[18]
El Viernes Santo
La liturgia del Viernes Santo comienza con la
postración de los sacerdotes, en lugar del acostumbrado beso inicial. Es un
gesto de especial veneración al altar, que se halla desnudo, exento de todo,
evocando al Crucificado en la hora de la Pasión. Rompe el silencio una tierna
oración en que el celebrante apela a las misericordias de Dios —«Reminiscere
miserationum tuarum, Domine»— y pide al Padre la protección eterna que el Hijo
nos ha ganado con su sangre, es decir, dando su vida por nosotros[19].
Una antigua tradición reserva para este día la
proclamación de la Pasión según san Juan como momento culminante de la liturgia
de la Palabra. En este relato evangélico se alza la impresionante majestad de
Cristo que «se entrega a la muerte con la plena libertad del Amor»[20]. El Señor responde con valentía a los
que vienen a prenderle: «cuando les dijo “Yo soy”, se echaron hacia atrás y
cayeron en tierra»[21]. Más adelante le oímos responder a
Pilato: «mi reino no es de este mundo»[22], y por eso su guardia no lucha para
liberarle. «Consummatum est»[23]: el Señor apura hasta el final la
fidelidad a su Padre, y así vence al mundo[24].
Tras la proclamación de la Pasión y la oración
universal, la liturgia dirige su atención hacia el Lignum Crucis,
el árbol de la Cruz: el glorioso instrumento de la redención humana. La
adoración de la santa Cruz es un gesto de fe y una proclamación de la victoria
de Jesús sobre el demonio, el pecado y la muerte. Con Él, vencemos nosotros los
cristianos, porque «esta es la victoria que ha vencido al mundo: nuestra fe»[25].
La Iglesia envuelve a la Cruz de honor y reverencia:
el obispo se acerca a besarla sin casulla y sin anillo[26]; tras él, sigue la adoración de los
fieles, mientras los cantos celebran su carácter victorioso: «adoramos tu Cruz,
Señor, y alabamos y glorificamos tu santa Resurrección. Por el madero ha venido
la alegría al mundo»[27] Es una misteriosa conjunción de
muerte y de vida en la que Dios quiere que nos sumerjamos: «unas veces
renovamos el gozoso impulso que llevó al Señor a Jerusalén. Otras, el dolor de
la agonía que concluyó en el Calvario... O la gloria de su triunfo sobre la
muerte y el pecado. Pero, ¡siempre!, el amor —gozoso, doloroso, glorioso— del
Corazón de Jesucristo»[28].
El Sábado santo y la Vigilia pascual
Un
texto anónimo de la antigüedad cristiana recoge, como condensado, el misterio
que la Iglesia conmemora el Sábado Santo: el descenso de Cristo a los
infiernos. «¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra; un
gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey duerme. La
tierra está temerosa y sobrecogida, porque Dios se ha dormido en la carne y ha
despertado a los que dormían desde antiguo»[29]. Como vemos descansar a Dios en el
Génesis al final de su obra creadora, el Señor descansa ahora de su fatiga
redentora Y es que la Pascua, que está por despuntar definitivamente en el
mundo, es «la fiesta de la nueva creación»[30]: al Señor le ha costado la vida
devolvernos a la Vida.
«Dentro de un poco ya no me veréis, y dentro de otro
poco me volveréis a ver»[31]: así decía el Señor a los Apóstoles en
la víspera de su Pasión. Mientras esperamos su regreso, meditamos en su
descenso a las tinieblas de la muerte, en las que estaban todavía sumergidos
aquellos justos de la antigua Alianza Cristo, portando en su mano el signo
liberador de la Cruz, pone fin a su sueño y los introduce en la luz
del nuevo Reino: «Despierta, tú que duermes, pues no te creé para que
permanezcas cautivo en el abismo»[32]. Desde las abadías carolingias del siglo
VIII, se propagará por Europa la conmemoración de este gran Sábado: el día de
la espera de la Resurrección, intensamente vivida por la Madre de Jesús, de
donde proviene la devoción de la Iglesia a santa María los sábados; ahora, más
que nunca, Ella es la stella matutina[33], la estrella de la mañana que anuncia la
llegada del Señor: el Lucifer matutinus[34], el sol que viene de lo alto, oriens
ex alto[35].
En la noche de este gran Sábado, la Iglesia se reúne
en la más solemne de sus vigilias para celebrar la Resurrección del Esposo,
incluso hasta las primeras horas del alba. Esta celebración es el núcleo
fundamental de la liturgia cristiana a lo largo de todo el año. Una gran
variedad de elementos simbólicos expresan el paso de las tinieblas a la luz, de
la muerte a la vida nueva en la Resurrección del Señor: el fuego, el cirio, el
agua, el incienso, la música y las campanas…
La luz del cirio es signo de Cristo, luz del mundo,
que irradia y lo inunda todo; el fuego es el Espíritu Santo, encendido por
Cristo en los corazones de los fieles; el agua significa el paso hacia la vida
nueva en Cristo, fuente de vida; el alleluia pascual es el
himno de los peregrinos en camino hacia la Jerusalén del cielo; el pan y del
vino de la Eucaristía son prenda del banquete escatológico con el Resucitado.
Mientras participamos en la Vigilia pascual, reconocemos con la mirada de la fe
que la asamblea santa es la comunidad del Resucitado; que el tiempo es un
tiempo nuevo, abierto al hoy definitivo de Cristo glorioso: «haec
est dies, quam fecit Dominus»[36], este es el día nuevo que ha inaugurado
el Señor, el día «que no conoce ocaso»[37].
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